Выбрать главу

Los rostros de los uniformados permanecieron impasibles; estaban sentados una fila detrás de nosotros con sus chapas cromadas sobre las camisas azules. Sin duda, la acusación de Eileen era injusta. Yo conocía a la mayoría y solo dos de ellos la hubieran molido a palos por simple diversión. Una ausencia notable era la del agente que ella había enviado al hospital. Oí decir que le iban a dar el alta al día siguiente y que estaba considerando presentar una querella.

– -Señorita Jennings, ¿está usted representada por un letrado?

– Tengo a este imbécil -dijo ella, y su abogado abrió los ojos. No parecía tener más de veintitrés años, ya que la oficina del defensor los cogía recién licenciados y los quemaba rápidamente. Cada abogado llevaba hasta treinta casos diarios y a menudo no veían la documentación hasta el momento del juicio.

– Usted está representada por un letrado -dijo el papa Juan, y procedió a leer los cargos, et cum spiritu tuo, paseando a Eileen por otra versión de la liturgia y ofreciendo la otra mejilla ante cada respuesta insolente. Aceptó la alegación de inocencia de Eileen, fijó la fecha para un juicio que todo el mundo sabía ilusorio e hizo sonar su mazo, Amen, para que los alguaciles la llevaran a la cárcel.

Eileen no miró atrás, pero Bill la vio irse, y tan pronto como se cerraron las puertas, se puso de pie como un relámpago.

– -Tengo que irme --musitó con voz temblorosa. Miró hacia otro lado mientras yo le estrechaba la mano.

– -Has hecho lo correcto --dije, pero no me respondió. Se dio media vuelta y traspasó la barrera de la sala-. ¡Bill! --lo llamé, pero salió disparado por la puerta principal por delante del defensor de Eileen, que llevaba un montón de carpetas rojas bajo el brazo. Cogí mi portafolios y salí tras el abogado defensor, a quien alcancé en un pasillo lleno de reos que esperaban ser acusados, playas de ensueño, y una mierda.

– ¿Eres de verdad Bennie Rosato? -me preguntó en cuanto me puse a caminar a su lado.

– No, ella es aún más alta. Tienes bastante trabajo bajo el brazo.

– Y que lo digas. -Se abría paso entre lo transeúntes maniobrando con sus hombros-. Felicidades por el veredicto del mes pasado. Lo seguí en los periódicos. Hombre, diez policías contra un tipo en el noreste. El Comité Asesor de la Policía es un chiste, ¿no crees?

– Escucha, sobre Jennings…

– Hace tiempo que quería conocerte. ¿Recuerdas cuando viniste a hablar en mi facultad? ¿El año pasado en Seton Hall?

Evité un fragante círculo de prostitutas.

– -¿Has hablado a fondo con Jennings?

– ¿Jennings?

– -Eileen Jennings, tu cliente.

– No me corresponde. Reemplazaba a otro.

– ¿A quién?

– Abrams, está en una audiencia. -Miró el reloj-. Mierda, ya tendría que estar arriba.

– -Quiero que sepas que pienso que Eileen Jennings es ¡peligrosa.

– -¿Estás bromeando? Es puro blablablá, nada de acción.

Esquivé una manada de polis.

– -¿Y el electrodo?

– -Bah. El jefe quiere que lo retire de la sala de pruebas para usarlo en la fiesta de navidad.

Una familia con varios cochecitos de bebé pasó entre nosotros dos.

– -¿Sabes si tiene una pistola o explosivos?

– -No es mi caso.

Lo cogí del brazo.

– -Tienes los documentos en tu poder; por tanto, asume tu responsabilidad. Tienes que averiguar si es realmente peligrosa. ¿Me entiendes?

– Tomo nota, ¿de acuerdo? -Se liberó el brazo y se marchó, desilusionado, y desapareció entre el gentío que esperaba el ascensor.

Me quedé allí, inmóvil entre la multitud. Ese defensor ni siquiera tomaría nota. Y si lo hiciera, ese papelucho se perdería en un océano de notas y de expedientes. Por supuesto, eran personas. Blancos y negros, dementes y cuerdos, altos y bajos, incluso los que circulaban a mi alrededor en aquel preciso instante. La mayoría eran presuntos pistoleros, pedófilos, navajeros, drogadictos y ladrones. Entraban en tromba y llenaban los pasillos y los corredores, seres humanos que habían sido rebajados al estatus de expedientes y finalmente devueltos a las estadísticas, seres humanos a los que se había desangrado y desprovisto de humanidad.

Por un instante, me quedé estupefacta pensando que no había nada que yo pudiera hacer al respecto por más que lo intentase. Ni siquiera si tenía o no razón sobre Eileen. Porque había otros veinte esperando ocupar su lugar, ansiosos por probar puntería. Se los ponía en fila como a los ejecutivos. E inevitablemente se enfrentarían con una fuerza similar, pero que tenía las armas y la ley de su parte. Había una guerra en marcha, una batalla encarnizada. Y por más claramente que yo la percibiera, no sabía de qué lado estaba.

Estaba en medio del océano, remando furiosamente y sin avistar la orilla.

4

A mediodía, caminaba por la avenida Benjamín Franklin bajo las banderas inmensas y coloridas que colgaban de las farolas. Ondeaban como velas marinas en la fuerte brisa que llegaba del río Schuylkill, a menos de diez manzanas, haciendo traquetear las cadenas que las ligaban a los postes. Al verlas, me entraron ganas de ir a remar al río. El agua estaría agitada por el viento y habría pequeños pájaros blancos dando vida al paisaje. Quizá esta noche, me prometí mientras me encaminaba al monolito cromado conocido como el Silver Bullet para encontrarme con Sam Freminet, mi amigo de los grandes éxitos, y convencerlo para almorzar juntos.

Entré en el vestíbulo de mármol del edificio y cogí el primer ascensor solo para sentir un conocido retortijón en el estómago mientras el ascensor ascendía hacia mi viejo bufete, el archi-conservador Grun amp; Chase. Lo llamábamos Gruñidos y Chanzas, pero evité los malos recuerdos. Yo había dejado de formar parte de Grun amp; Chase y no era propiedad de nadie.

– -¿Dónde está el Llanero Solitario? ¿Está en la casa? --le pregunté a la joven recepcionista cuando se abrieron las puertas en el piso de Sam. Ella no tenía ni idea de quién era yo, pero supo de inmediato a quién me refería.

– -Sí. ¿A quién debo anunciarle? --Estaba a punto de coger el teléfono, pero dudó de si era una abogada o una camorrista, cuando en realidad yo era un poco de cada cosa.

– Bennie Rosato, su italiana favorita -dije, e ignoré su mirada recelosa. Había visto esa mirada tantas veces como había oído la consabida frase «¿Hace frío en esas alturas?», porque, por alguna razón, no tengo ninguna pinta de italiana.

Pasé junto a los costosos tapices Amish y los inmensos óleos de las paredes, y junto a secretarias con carpetas en las manos que daban un ostensible sentido laboral a sus risitas conspirativas. No reconocí a ninguna; todas las conocidas habían sido lo bastante listas como para marcharse.

– Hola, señoras -dije de todos modos, porque siento especial simpatía por las secretarias. Mi madre lo había sido, o al menos eso dice.

– Hola -contestó una de las secretarias. El resto sonrió suponiendo que yo era un cliente, ya que ningún abogado de Grun se hubiera molestado en saludar a las secretarias.