– La acompañé adentro. Me preguntó si sabía qué aspecto tenías. Y yo le dije: «¿Te refieres a Myron Bolitar, el jugador de baloncesto?», y ella me dijo: «Sí». Y entonces yo le dije que sí, que te conocía. Y ella me dijo que necesitaba encontrarte -Quincy se inclinó hacia delante, como adoptando un tono más serio-. ¿Me entiendes lo que te estoy diciendo? Si hubiera sabido que eras el representante de Duane habría sabido exactamente dónde estabas y la habría llevado directamente hasta ti. Y entonces todo habría ido bien. Ella habría estado aún más agradecida conmigo y yo habría podido tener aquella maravillosa sonrisa de Valerie sólo para mí. Yo le habría salvado la vida. Yo habría sido su héroe -negó con la cabeza pensando en todo lo que podría haber sido y no fue-. Habría sido perfecto.
– Pero en vez de eso… -dijo Myron alentándolo a continuar.
– Nos separamos para buscarte. Me pidió que mirara por las pistas exteriores mientras ella lo hacía por la zona de los puestos de comida y el recinto del estadio. Quedamos en que íbamos a reunimos cada quince minutos en el stand de Perrier. Me fui y empecé a buscarte. Estaba nerviosísimo. Si te hubiera encontrado le habría demostrado mi amor eterno…
– Sí, sí, eso ya lo he pillado -Rolly lo debía de haber pasado estupendamente interrogando a aquel tipo-. ¿Qué pasó luego?
– Oí un disparo -prosiguió Quincy-. Y luego oí gritos. Fui corriendo a la zona de puestos de comida y cuando llegué ya se había reunido allí una multitud. Tú corrías hacia el cuerpo. Estaba tendida en el suelo. Tan quieta, ella. Te agachaste y le sostuviste la cabeza. Todos mis sueños, toda mi vida, muertos. Sabía lo que iba a pensar la policía. Ya me habían atormentado una vez y sólo por haberla cortejado. Me llamaron de todo. Joder, si es que hasta me amenazaron con meterme en la cárcel por haberle pedido una cita… Así que, ¿qué iban a pensar entonces? Nunca comprendieron lo que nos unía. La atracción que sentíamos el uno por el otro.
– Así que huiste.
– Sí. Me fui a mi casa y preparé una bolsa. Luego saqué todo lo que pude en efectivo de mi tarjeta de crédito. Una vez vi por la tele que la policía había rastreado a un tipo comprobando los lugares en donde había utilizado la tarjeta de crédito, así que quise asegurarme de tener todo el dinero en metálico posible. Fui listo, ¿eh?
– Muy ingenioso -comentó Myron asintiendo con la cabeza.
Sin embargo, se le encogió el corazón. Valerie Simpson no tuvo a nadie a quien acudir. Estuvo sola. Al sentirse en peligro fue en su busca, en busca de alguien a quien apenas conocía. Y entonces la asesinaron. Una punzada de dolor le recorrió todo el cuerpo.
– Me alojé en moteles baratos y usé nombres falsos -prosiguió Quincy, divagando-. Pero alguien debió de reconocerme. Y, bueno, ya sabes lo que pasó a continuación. Cuando me detuvieron, pregunté por ti. Pensaba que tú podrías explicarles lo que ocurrió de verdad. -Se inclinó hacia delante y le susurró en tono conspirador-: Ese detective Dimonte resulta bastante hostil.
– Ya.
– La única vez que le he visto sonreír fue cuando mencioné tu nombre.
– ¿Ah, sí?
– Le dije que éramos amigos. Espero que no te moleste.
– No, en absoluto -dijo Myron.
24
Myron estaba frente a Dimonte y su compañero de fatigas Krinsky en la sala de interrogatorios adyacente, que era idéntica en todo a la otra. Dimonte seguía rebosante de alegría.
– ¿Quiere un abogado? -dijo con suma amabilidad.
– Estás radiante, Rolly -dijo Myron mirándolo fijamente a los ojos-. ¿Es que te has puesto una nueva crema hidratante?
– Me lo tomaré como una negativa -dijo el detective sin dejar de sonreír.
– ¿Estoy bajo arresto?
– Por supuesto que no. Siéntese. ¿Le apetece tomar algo?
– Con mucho gusto.
– ¿Qué quieres? -menudo anfitrión, ese Rolly-. ¿Coca-Cola? ¿Café? ¿Zumo de naranja?
– ¿No tendréis Yoo-Hoo, por casualidad?
Dimonte le lanzó una mirada a Krinsky. Él se encogió de hombros y se fue a ver si había. Dimonte entrecruzó los dedos y colocó las manos sobre la mesa.
– Señor Bolitar, ¿por qué quería Quincy que le trajéramos aquí?
– Quería hablar conmigo.
Dimonte esbozó una sonrisa. Era la paciencia en persona.
– Sí, pero ¿por qué?
– Me temo que no voy a poder responderle.
– ¿Que no va a poder o que no piensa hacerlo?
– Que no puedo.
– ¿Y por qué no?
– Porque creo que es secreto profesional. Tengo que consultarlo.
– ¿Y con quién tiene que consultárselo?
– Querrás decir «consultarlo».
– ¿Qué?
– Se dice «consultarlo», no «consultárselo». No hay objeto indirecto.
– Conque ésas tenemos, ¿eh? -dijo Dimonte asintiendo con la cabeza.
– ¿Qué es lo que tenemos? -respondió Myron.
– Es usted un sospechoso, señor Bolitar -dijo Dimonte en tono más severo-. No, perdón, no es un sospechoso, es el sospechoso.
– ¿Y Roger, qué?
– Él fue quién apretó el gatillo. De eso estoy seguro. Pero está demasiado chalado para haberlo planeado por sí solo. Según nuestra teoría, usted lo planeó todo y a él le tocó hacer el trabajo sucio.
– Ya. ¿Y cuál fue mi móvil?
– Valerie Simpson tenía una aventura con Duane Richwood. Por eso tenía su número de teléfono en la agenda. Una chica blanca con un negro. ¿Cómo habrían reaccionado las empresas patrocinadoras?
– Estamos en los noventa, Rolly. Si hasta en el Tribunal Superior hay matrimonios interraciales.
Dimonte puso una bota en la silla y se apoyó sobre la rodilla.
– Es posible que los tiempos cambien, señor Bolitar, pero a las empresas patrocinadoras sigue sin gustarles que los negros se tiren a las chicas blancas -se rascó la barbilla con dos dedos-. Permítame que se lo cuente desde su punto de vista, a ver qué le parece: Duane es un poco golfo. Huele a carne blanca. Se tira a Valerie Simpson, pero a ella no le atrae la idea de ser sólo el polvo de una noche. Ya sabemos que estaba como una cabra, porque estuvo en un manicomio. Y encima a lo mejor era una quemaconejos.
– ¿Una quemaconejos?
– ¿Ha visto Atracción fatal?
Myron asintió sin decir nada y un segundo después cayó en la cuenta.
– Ah, quemaconejos. De acuerdo, de acuerdo.
– Pues como le iba diciendo, Valerie Simpson está loca de atar. No tiene bien las conexiones. Pero ahora encima está cabreadísima, así que llama a Duane tal y como pone en su diario y lo amenaza con contarlo a la prensa. Duane tiene miedo. Igual que ayer cuando pasé por su casa. ¿Ya quién llama? A usted. Y entonces es cuando usted urde su pequeño plan.
Myron asintió con la cabeza y dijo:
– Eso seguro que resulta válido en un tribunal.
– ¿Qué pasa? ¿Acaso la avaricia no cuenta como móvil?
– Uf, será mejor que lo confiese todo aquí mismo.
– Muy bien, listillo. Siga así.
Krinsky volvió a aparecer e hizo un gesto negativo con la cabeza. No tenían Yoo-Hoo.
– ¿Me va a decir por qué quería Quincy hablar con usted? -prosiguió Dimonte.
– Pues no.
– ¿Y por qué cojones no?
– Porque has herido mis sentimientos.
– No me haga cabrear, Bolitar. Le retendré en una celda con diez psicópatas y les diré que es un pederasta -sonrió-. Le va a gustar, ¿verdad, Krinsky?
– Sí -dijo Krinsky imitando la sonrisa de Dimonte.
– Muy bien -admitió Myron asintiendo-. De acuerdo, yo ahora voy y digo: «¿Pero de qué me estás hablando?». Y luego tú dices: «Un bocadito tan sabroso como tú va a despertar mucha simpatía en chirona». Y entonces yo digo: «No, por favor, no lo hagáis». Y después vas tú y dices: «No te agaches a coger el jabón». Y luego los dos os ponéis a reír por lo bajo como los policías de las películas.