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– ¿Está disfrutando de su estancia? -dijo Myron.

– ¿Qué quiere? -dijo Deanna Yeller sin molestarse en ocultar su exasperación.

– Me cuesta creer que haya venido a la ciudad sin llamarme. Cualquier hombre menos maduro que yo se habría sentido ofendido.

– No tengo nada que contarle -dijo mientras empezaba a cerrar la puerta.

– ¿A qué no sabe con quién he hablado hace muy poco?

– Me da igual.

– Con Lucinda Elright.

La señora Yeller se detuvo en seco. Myron aprovechó la confusión de Deanna para colarse por la abertura.

– ¿Quién ha dicho? -dijo Deanna al recuperarse de la impresión.

– Lucinda Elright, una de las profesoras de su hijo.

– No recuerdo a ninguna de sus profesoras.

– Uy, pues ella si que se acuerda de usted. Y me ha dicho que usted fue una madre maravillosa para Curtis.

– ¿Y?

– También me ha dicho que Curtis era muy buen alumno, uno de los mejores que había tenido. Me ha dicho que le esperaba un futuro brillante. Y que nunca se metía en problemas.

– ¿Qué quiere decirme con todo esto? -dijo Deanna Yeller poniéndose la mano en la cadera.

– Su hijo no tenía antecedentes. Tenía un expediente escolar impecable, ni un solo castigo o nota de atención. Era uno de los mejores alumnos de su clase, posiblemente el mejor. Usted vivía pendiente de él. Fue una madre excelente y crió a un chico excelente.

Deanna Yeller apartó la mirada. Podría haber estado mirando por la ventana, de no ser porque las persianas estaban bajadas. El televisor encendido emitía un suave murmullo. En ese preciso instante pasaban un anuncio de camionetas en el que salía un actor de teleseries. Un actor de teleseries anunciando camionetas, ¿a qué lumbrera se le habría ocurrido semejante combinación?

– Todo esto no es de su incumbencia -dijo Deanna Yeller con un susurro.

– ¿Quería usted a su hijo, señora Yeller?

– ¿Qué?

– ¿Quería usted a su hijo?

– Fuera de aquí. Ahora mismo.

– Si de verdad lo quería, ayúdeme a descubrir qué fue de él.

– No me venga con ésas -dijo la señora Yeller lanzándole una mirada asesina-. A usted no le importa lo de mi hijo. Usted lo único que quiere es descubrir quién mató a aquella chica blanca.

– Tal vez. Pero la muerte de Valerie y la de su hijo están relacionadas. Por eso necesito su ayuda.

Deanna Yeller negó con la cabeza y añadió:

– Usted no está bien del oído, ¿verdad? Ya se lo dije el otro día: Curtis está muerto. Y eso no va a cambiar.

– Su hijo no era de los que se dedicaban a robar a la gente. No era de los que llevaban pistola o amenazaban a la policía con un arma. Ese no era el chico que crió usted.

– Me da igual. Está muerto. No puedo hacer que vuelva.

– ¿Qué había ido a hacer aquella noche en el club de tenis?

– No lo sé.

– ¿De dónde sacó usted de repente tanto dinero?

¡Bum! Deanna Yeller le miró a los ojos, sorprendida. Erala típica táctica de cambiar de tema para llamar la atención del interrogado. Siempre funcionaba.

– ¿Cómo ha dicho?

– Pagó en efectivo su casa de Cherry Hills -dijo Myron- hace cuatro meses. Y la cuenta bancaria de Nueva Jersey, los ingresos en efectivo en cuestión de medio año. ¿De dónde ha salido todo ese dinero, señora Yeller?

La cara de Deanna Yeller mostraba expresión furiosa, pero de pronto se suavizó y se transformó en extraña sonrisa.

– A lo mejor lo he robado -dijo Deanna-, como mi hijo. ¿Me va a denunciar?

– A lo mejor le están pagando.

– ¿Pagando? ¿Para qué?

– Dígamelo usted.

– No. Yo no tengo por qué decirle nada. Fuera de aquí.

– ¿Por qué ha venido a Nueva York?

– Para hacer turismo. Márchese ya.

– ¿Y para ver a Duane Richwood?

Doble ¡bum! Se quedó tiesa.

– ¿Cómo?

– Duane Richwood. El hombre que estuvo en su habitación anoche.

Deanna Yeller se quedó mirándolo.

– ¿Nos siguió?

– No. Sólo le seguí a él.

– ¿Pero qué clase de persona es usted? -dijo Deanna, cada vez más aterrorizada-. ¿Es que disfruta siguiendo a la gente y cosas así? ¿Investigando sus cuentas bancarias? ¿Espiándolas como un voyeur? -Deanna abrió la puerta-. ¿Es que no tiene ni rastro de vergüenza?

La discusión estaba poniéndose peligrosamente tensa.

– Estoy tratando de encontrar a un asesino -contestó Myron, aunque incluso a sus oídos, lo que acababa de decirle pareció poco convincente-. Y quizá sea la persona que mató a su hijo.

– Y no le importa a quién pueda molestar con tal de hacerlo, ¿no?

– Eso no es cierto.

– Si de verdad quiere hacer algo por mí, olvídese de todo este asunto.

– ¿Qué ha querido decir con eso?

– Curtis está muerto -dijo Deanna Yeller negando con la cabeza-. Y Valerie Simpson también. Errol… -se calló antes de terminar la frase y luego añadió-: Ya es suficiente.

– ¿Qué es lo que ya es suficiente? ¿Qué iba a decir sobre Errol?

Deanna Yeller no respondió, siguió negando con la cabeza y finalmente dijo:

– Déjelo estar, señor Bolitar. Por el bien de todos. Déjelo estar.

35

– ¿Qué queréis? -dijo Jessica sintiendo el frío cañón del arma apretado contra su sien.

Aaron hizo un gesto y el hombre que había detrás de ella le tapó la boca con su mano libre, apretándola con fuerza hacia sí. Jessica sintió el contacto de la baba caliente de aquel tipo en la nuca. Le costaba respirar. Zarandeó la cabeza de un lado a otro y sintió una presión en el pecho al tratar desesperadamente de conseguir inspirar aire. El pánico se apoderó de ella.

Aaron se levantó del sofá y el hombre negro dio un paso hacia ella sin dejar de apuntarla con la pistola.

– No vamos a perder el tiempo en prolegómenos -dijo Aaron con total tranquilidad. Luego se quitó la americana blanca. No llevaba camisa debajo y dejó a la vista su físico de culturista totalmente desprovisto de vello corporal. Flexionó un poco los músculos y los pectorales bajaron y subieron como haciendo la ola-. Si todavía eres capaz de hablar cuando termine contigo, dile por favor a Myron que he sido yo -Aaron hizo chasquear los nudillos-. No me gustaría que no se reconociese mi obra.

– ¿Le rompo la mandíbula? -dijo el hombre de la camisa de rejilla-. Para que no pueda chillar ni nada.

– No -comentó Aaron tras pensarlo un momento-. La verdad es que me gusta oír algún que otro grito de vez en cuando.

Los tres hombres estallaron en carcajadas.

– Yo voy segundo -dijo el hombre negro.

– Que te crees tú eso -repuso el de la camisa de rejilla.

– Siempre vas tú antes -se quejó el negro.

– De acuerdo, lo haremos a cara o cruz.

– ¿Tienes alguna moneda? Yo nunca llevo suelto.

– Callaos -dijo Aaron.

Se hizo el silencio.

Jessica trató de zafarse desesperadamente, pero el hombre de la camisa de rejilla era demasiado fuerte. Trató de morderle y le rozó uno de los dedos. El tipo soltó un grito y la llamó zorra. Luego le dobló la cabeza hacia atrás de forma muy poco natural. Jessica sintió que el dolor le recorría la columna vertebral y puso los ojos como platos.

Aaron estaba a punto de desabrocharse los pantalones cuando ocurrió.

Un disparo. O más de uno. A Jessica le pareció uno solo, pero tenían que haber sido más. La mano que le apretaba con fuerza la boca aflojó y resbaló. La pistola que hasta ese instante tenía apuntada contra la sien cayó al suelo. Se dio la vuelta lo justo para ver que el hombre que había detrás de ella ya no tenía rostro ni apenas cabeza. Había muerto mucho antes de que sus piernas hubiesen llegado a darse cuenta y lo dejaran desplomarse contra el suelo.