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– Dígame -dijo la mujer de la voz agradable.

– Querría hablar con la doctora West -contestó Myron.

– Soy yo -Se levantó y le tendió la mano-. Usted debe de ser Myron Bolitar.

Amanda West esbozó una sonrisa amplia y clara que iluminó toda la sala. Tenía el pelo rubio, parecía una persona muy alegre y tenía una naricita muy mona ligeramente respingona, todo lo contrario de lo que Myron esperaba. No es que creyera en los estereotipos, pero parecía un tanto demasiado risueña, demasiado animada, para alguien que se dedicaba a ver cadáveres en descomposición todo el día. Intentó imaginarse aquella cara tan jovial haciéndole una incisión en forma de «Y» al cuerpo de un muerto. La sonrisa no encajaba.

– Quería información sobre Curtis Yeller, ¿verdad? -le preguntó.

– Sí -contestó Myron.

– Llevaba seis años esperando a que alguien me preguntara por él. Pase. En la parte de atrás hay más espacio -comentó la doctora West abriendo una puerta-. ¿Es usted aprensivo?

– Eh, no -dijo Myron haciéndose el duro.

Amanda West volvió a sonreír y dijo:

– La verdad es que no hay nada que ver. Lo que pasa es que hay gente a quien le da mieditis ver tantos cajones.

Myron entró en el depósito de cadáveres propiamente dicho y vio los cajones. Había una pared entera repleta de ellos. Iban del suelo hasta el techo. Cinco cajones de alto por ocho de largo. Cuarenta en total.

Myron se dio cuenta de que era un verdadero experto en las tablas de multiplicar. Allí cabían cuarenta cuerpos. Cuarenta cuerpos en estado de descomposición que habrían tenido su vida y su familia, que habrían amado y sido amados, que habrían sentido cariño, luchando por seguir adelante con sus sueños. ¿Myron aprensivo? ¿Sólo por ver unos cuantos cajones? Anda ya…

– Creo que se acuerda de Curtis Yeller -dijo Myron.

– Claro que sí. Fue mi caso más importante.

– Perdóneme la indiscreción, pero me parece usted demasiado joven para haber sido médico forense hace seis años. -No ha dicho usted ninguna indiscreción -dijo la doctora sin dejar de sonreír. Myron le devolvió la sonrisa-. En aquel entonces acababa de terminar mis estudios y trabajaba aquí dos noches por semana. El médico forense en jefe se encargó del cadáver de Alexander Cross. Los dos cuerpos nos llegaron casi al mismo tiempo. Yo fui quien hizo el examen preliminar de Curtis Yeller. No pude llegar a hacer nada ni remotamente parecido á una autopsia completa, aunque tampoco es que necesitara saber el motivo de su muerte.

– ¿Cómo murió?

– De una herida de bala. Le dispararon dos veces. Una en la zona inferior izquierda de la caja torácica -se detuvo un momento para señalar el punto en su propio cuerpo-, y otra en la cara.

– ¿Sabría decirme cuál de las dos heridas fue la definitiva?

– El disparo en las costillas no le hizo mucho daño -dijo la doctora. Myron decidió en ese momento que Amanda West era bastante mona. Inclinaba mucho la cabeza al hablar. Jessica también lo hacía-. Pero la bala que penetró en la cabeza de Yeller le destrozó la cara como si hubiera estado hecha de plastilina. No tenía nariz. Los dos pómulos no eran más que astillas. La tenía completamente deshecha. El disparo se efectuó a muy corta distancia. No pude hacerle todas las pruebas, pero diría que le dispararon con la pistola contra la cara o a pocos centímetros de ella.

Myron estuvo a punto de dar un paso atrás por la impresión y luego dijo:

– ¿Me está diciendo que un policía le disparó a la cara a quemarropa?

Uno de los grifos de las picas de acero inoxidable goteaba y el ruido del agua al caer resonaba por toda la sala.

– Sólo le estoy informando de los hechos -dijo Amanda West sin cambiar de expresión-. Es usted quien saca las conclusiones.

– ¿Quién más está al corriente del asunto?

– No estoy segura. Aquella noche esto parecía una jaula de grillos. Yo suelo estar sola, pero aquel día debía de haber una media docena de personas. Y ninguno de ellos trabajaba para el juez de instrucción.

– ¿Quiénes eran?

– Policías y agentes del gobierno.

– ¿Agentes del gobierno?

La doctora West asintió con la cabeza y dijo:

– Eso fue lo que me dijeron. Trabajaban para el senador Cross. Eran del servicio secreto o algo así. Lo confiscaron todo: muestras de tejido, las balas que extraje, todo. Me dijeron que era un asunto de seguridad nacional. Todo en conjunto fue una locura. La madre de Yeller incluso intentó entrar en la sala una vez y empezó a chillarme.

– ¿Qué le dijo?

– Insistía en que no debían hacerle autopsia. Quería que le devolvieran a su hijo de inmediato. Y al final lo consiguió. Por extraño que parezca, la policía accedió. No les interesaba que se investigara aquello muy a fondo, así que todo el mundo salió contento -Amanda West volvió a sonreír-. Es curioso, ¿no cree?

– ¿Que la madre no quisiera que le hiciesen la autopsia?

– Sí.

– Ya había oído casos de padres que se niegan a que se le haga la autopsia al hijo -dijo Myron encogiéndose de hombros.

– Claro, porque quieren conservar el cuerpo intacto y hacer un entierro decente. Pero a aquel niño no lo enterraron. Fue incinerado -dijo la doctora West esbozando otra son* risa, esta vez con más sacarina.

– Ya veo. De modo que las pruebas de una posible mala actuación policial ardieron con el cuerpo de Curtis Yeller.

– Exacto.

– Entonces ¿usted qué cree? ¿Que alguien la sobornó?

Amanda West hizo un gesto de rendición con las manos y dijo:

– Mire, yo sólo he dicho que es curioso. Y no curiosamente divertido, sino curiosamente extraño. El resto es cosa suya. Yo no soy más que médica forense.

Myron asintió de nuevo con la cabeza y luego preguntó:

– ¿Descubrió alguna cosa más?

– Sí. Y eso también lo encontré curioso. Muy curioso.

– ¿Curiosamente divertido o curiosamente extraño?

– Eso depende de cómo lo vea usted -dijo la doctora alisándose la bata blanca-. No soy experta en balística, pero sí sé algo de balas y saqué dos del cuerpo de Yeller. Una de la caja torácica y otra de la cabeza.

– Ya, ¿y qué?

– Que las balas eran de distinto calibre -dijo Amanda West gesticulando con el dedo índice. Su sonrisa había desaparecido-. Entiéndame, señor Bolitar, no estoy diciendo que hubiera dos pistolas, sólo le estoy diciendo que las balas eran de distinto calibre. Y ahora viene lo más curioso: todos los agentes del cuerpo de Filadelfia utilizan la misma arma del mismo calibre.

Myron sintió un escalofrío.

– Así que una de las dos balas era ajena a la policía.

– Y además -continuó la doctora-, todos aquellos hombres del servicio secreto iban armados con pistola.

Silencio.

– De modo que -añadió la doctora-, ¿qué le parece esto? ¿curiosamente divertido o curiosamente extraño?

– ¿Me ha oído usted reír? -dijo Myron mirándola fijamente a los ojos.

40

Myron decidió hacer caso omiso del consejo que le había dado Jake. Sobre todo después de haber hablado con Amanda West.

No le había resultado nada fácil encontrar la dirección de la residencia actual del agente Jimmy Blaine. El hombre se había retirado hacía dos años. Aun así, Esperanza descubrió que vivía solo a orillas de un pequeño lago por la zona de Poconos. Myron tardó dos horas en coche hasta llegar delante de la que esperaba que fuese la casa. Consultó su reloj de pulsera y vio que todavía le sobraba tiempo para hablar con Jimmy Blaine y volver al despacho para ver a Ned Tunwell.