La casa era de estilo rústico y pintoresco, típica de la zona de Poconos. La entrada tenía camino de gravilla. Docenas de animales de madera protegían el porche delantero. El aire era pesado y no hacía ni pizca de viento. Todo, desde la veleta hasta la bandera de Estados Unidos, pasando por la mecedora, las hojas y las matas de hierba, estaban espantosamente inmóviles, como si los objetos inanimados tuvieran la capacidad de contener la respiración. Al subir los peldaños del porche, Myron vio una rampa moderna para sillas de ruedas que conducía a la puerta delantera. Aquella rampa parecía tan fuera de lugar como un donut en una tienda de productos dietéticos. En vista de que no había timbre llamó a la puerta con los nudillos.
Nadie le respondió. Qué curioso. Había llamado al señor Blaine hacía diez minutos, había oído a un hombre coger el teléfono, decir «¿diga?» y colgar luego. Tal vez estuviera en el patio de atrás. Rodeó la casa y, al llegar al patio trasero, se topó de frente con todo el lago. Era un paisaje espectacular. El sol se reflejaba sobre la superficie del agua que, como lo demás, seguía espantosamente en calma, y lo obligaba a entrecerrar los ojos. Todo era muy plácido, muy tranquilo. Myron sintió que se le empezaban a relajar los músculos de los hombros.
De cara al lago y sentado en una silla de ruedas, había un hombre. Tenía un San Bernardo a los pies. El perro también estaba espantosamente inmóvil. Al acercarse allí, Myron vio que el hombre tallaba un trozo de madera.
– Hola -dijo Myron alzando la voz para que pudiera oírle.
El hombre apenas alzó la vista. Llevaba una camiseta roja de manga corta y una gorra de John Deere cuya visera le tapaba la cara, aunque dejaba entrever un rostro curtido por la edad. Tenía las piernas cubiertas con una manta, a pesar del calor que hacía. Sobre una mesa, al alcance de la mano, había un teléfono móvil.
– Hola -respondió el hombre, y continuó tallando el trozo de madera sin dejar entrever si la compañía le había sorprendido o molestado.
– Bonito día -dijo Myron haciendo todo un alarde de simpatía.
– Pues sí.
– ¿Es usted Jimmy Blaine?
– Pues sí.
Incluso sin la silla de ruedas costaba imaginarse a aquel hombre recorriendo las entrañas de una ciudad como Filadelfia durante dieciocho años. Aunque, claro, la verdad es que estando allí en medio de la naturaleza costaba bastante imaginarse las entrañas de Filadelfia.
El silencio era absoluto. No se oía nada aparte del tallado; ni pájaros, ni grillos ni nada.
– ¿Ha llovido mucho, este año? -preguntó Myron al cabo de un rato como si fuera un experto en cuestiones del campo.
– Un poco.
– ¿Ése es su perro?
– Sí. Se llama Fred.
– Hola, Fred -dijo Myron mientras rascaba al perro por detrás de las orejas.
El perro movió la cola sin mover ninguna otra parte de su cuerpo y luego se tiró un pedo bastante ruidoso.
– Tiene una casa preciosa -dijo Myron.
La situación le recordaba a Eb y al señor Haney de la serie Granjero último modelo. Myron casi esperaba que de pronto le apareciesen los típicos téjanos con tirantes de los granjeros estadounidenses.
– Ya -dijo el hombre sin dejar de tallar la madera.
– Mire, señor Blaine, me llamo…
– Myron Bolitar -dijo Blaine terminando la frase por él-. Ya sé quién es usted. Le estaba esperando.
No era de extrañar.
– ¿Le ha llamado Jake? -preguntó Myron.
Blaine asintió con la cabeza sin dejar de tallar y luego comentó:
– Me dijo que era usted muy tozudo y que no le hiciera caso.
– Sólo quiero hacerle algunas preguntas.
– Ya, pero yo no tengo nada que decirle.
– No he venido a acusarle de nada, señor Blaine.
– Ya me lo dijo Jake -dijo asintiendo de nuevo con la cabeza-. Me dijo que era usted un buen tipo. Sólo que le gustaba arreglar injusticias.
– ¿Y qué más le dijo?
– Que no sabe dejar de meterse en asuntos ajenos. Y que es usted un listillo, y un pesado de aquí te espero.
– Se olvidó de contarle que también soy muy buen bailarín.
Blaine dejó descansar la madera por primera vez desde que Myron había llegado y dijo:
– ¿Está intentando arreglar la injusticia que se cometió con Curtis Yeller?
– Estoy intentando descubrir quién lo mató -dijo Myron.
– Muy sencillo -dijo Blaine-. Fui yo.
– No, no creo.
Aquella respuesta hizo que Blaine se detuviera en seco durante un momento. Luego miró a Myron de arriba abajo y volvió a tallar.
– ¿Podría explicarme lo que ocurrió aquella noche? -preguntó Myron.
– El chico sacó una pistola y yo le disparé. Eso es todo.
– ¿A qué distancia estaba de él cuando le disparó?
– A unos diez metros, a lo mejor quince -dijo Blaine encogiéndose de hombros sin dejar de tallar la madera.
– ¿Cuántas veces le disparó?
– Dos.
– ¿Y cayó muerto?
– No. Dio la vuelta a la esquina y desapareció con el otro chico, un tal Swade, creo. Se esfumaron.
– ¿O sea que le disparó en las costillas y en la cara y todavía tuvo fuerzas para salir corriendo?
– Yo no he dicho que salieran corriendo. Estaban en una esquina. Desaparecieron al doblarla. En ese momento no lo sabía, pero los Yeller vivían justo allí. Debieron de colarse por una ventana.
– ¿Con una bala en el cráneo?
– Tal vez Swade le ayudara -dijo Blaine encogiéndose de hombros otra vez.
– Eso no fue lo que ocurrió -dijo Myron-. Usted no lo mató.
Blaine le echó una mirada y volvió a su madera.
– Ya me lo ha dicho antes -dijo Blaine-. ¿Podría explicarme qué quiere déeir con eso?
– Yeller sufrió dos impactos de bala.
– Ya le he dicho que le disparé dos veces.
– Sí, pero le extrajeron dos balas de distinto calibre. Y uno de los disparos, el que le dio en la cara, se hizo desde muy corta distancia. Desde menos de un metro.
Jimmy Blaine no dijo nada, sino que se concentró aún más en la madera. Parecía estar esculpiendo algún tipo de animal, como los que adornaban el porche delantero.
– ¿Dos calibres distintos, dice? -preguntó tratando de aparentar indiferencia, sin conseguirlo.
– Sí.
– El chico a quien disparé no tenía antecedentes -dijo Blaine-. ¿Sabe lo difícil que es eso en esa parte de la ciudad?
Myron asintió sin decir nada.
– Investigué su pasado -prosiguió Blaine- por cuenta propia. Se llamaba Curtis Yeller. Tenía dieciséis años. Era buen estudiante y un buen chico. Hasta esa noche tuvo la posibilidad de disfrutar de la buena vida.
– Usted no lo mató -dijo Myron.
Blaine empezó a tallar la madera con más ahínco, parpadeando mucho, y dijo:
– ¿Cómo ha descubierto lo de las balas?
– Me lo ha contado la ayudante del médico forense. ¿La conoció usted?
Blaine negó con la cabeza y dijo:
– Pero supongo que tiene sentido culparme a mí por ello. ¿Por qué no? Es más fácil. Fue un disparo legal. Nadie lo puso en duda. La División de Asuntos Internos no tuvo ni que esforzarse. No suponía una mancha en mi historial, no le hacía daño a nadie, así que se imaginaron que no iba a pasar nada.
Myron esperó a que continuara hablando, pero Blaine se limitó a seguir tallando. Ya podían distinguirse dos orejas largas a un lado de la madera. Quizás estuviera esculpiendo un conejo.
– ¿Sabe quién mató realmente a Curtis Yeller? -preguntó Myron.
Volvió a hacerse el silencio, únicamente interrumpido por el ruido de tallar la madera. Fred volvió a pederse y a mover la cola. Myron desvió la mirada hacia el lago y se quedó contemplando el agua plateada. El efecto era hipnótico.