– Qué fría.
– ¿Qué? -preguntó Myron.
– La madre. Si nos mintió sobre el asesino de su hijo. Siempre me pregunté por qué aquello no tuvo ninguna repercusión. La madre no montó ningún número. No contó la historia a la prensa. No denunció a nadie. No exigió ninguna explicación -dijo Blaine negando con la cabeza-. ¿Pero qué podría haberla obligado a actuar así junto al cadáver de su propio hijo, que era sangre de su sangre? ¿Cómo la convencieron tan pronto? ¿Con dinero? ¿Con amenazas? ¿Con qué?
– No lo sé -dijo Myron.
Jimmy Blaine dejó de tallar madera. Era un conejo. Y bastante bien hecho. Finalmente trinó un pájaro, pero no fue un sonido elegante. Más que una melodía fue un graznido. Blaine dio media vuelta con la silla de ruedas y dijo:
– ¿Le apetece algo de comer? Es que voy a prepararme la comida.
Myron consultó su reloj. Se estaba haciendo tarde. Tenía que volver al despacho para reunirse con Ned Tunwell.
– Gracias, pero la verdad es que ya tendría que marcharme -dijo.
– Bueno, pues entonces otro día. Cuando acabe con todo este asunto.
– Sí.
– Pero sigo sin entenderlo -comentó Blaine quitándole el serrín al conejo.
– ¿Qué es lo que no entiende?
Blaine observó su obra haciéndola girar en la mano y contemplándola desde todos los ángulos.
– ¿Es posible que la madre tuviera un corazón tan frío? -preguntó al fin-. ¿Cuánto dinero debieron de darle? Dios mío, ¿pero acaso hay dinero suficiente en este mundo para obligar a una madre a hacer algo semejante ante el cuerpo de su hijo? -Blaine negó con la cabeza y dejó caer el conejo en el regazo-. Es que no lo entiendo.
Myron tampoco.
41
Myron subió al Ford Taurus y condujo rumbo al este. Durante varios kilómetros no se cruzó con ningún coche. No veía más que árboles, montones de árboles. Ah, el campo. No era muy amante del campo. No iba nunca a cazar, pescar ni nada de eso. El hecho de estar solo en el bosque le hacía pensar siempre en Ned Beatty en Defensa, aquella película de 1972. Myron necesitaba estar con gente. Necesitaba movimiento. Necesitaba ruido. El ruido de la ciudad, no el ruido de una violación salvaje en el bosque.
Ahora ya sabía muchas más cosas sobre las muertes de Alexander Cross y de Curtis Yeller que veinticuatro horas antes, pero seguía sin saber si todo aquello tenía que ver con la muerte de Valerie Simpson. Y eso era lo que quería averiguar. Investigar el asesinato de un chico de dieciséis años podría ser interesante, pero no servía de nada. A quien quería descubrir era al asesino de Valerie Simpson. Quería encontrar a la persona que había decidido acabar con una vida tan corta y tortuosa. Podría decirse que se trataba de reparar una injusticia, podría llamársele complejo de héroe salvador. Podía llamársele caballerosidad. Daba igual. Para Myron, todo se resumía en una cosa: Valerie no se merecía una muerte como aquélla.
La carretera seguía desierta. La velocidad difuminaba la vegetación a ambos lados del camino hasta convertirla en sendos muros verdes. Empezó a hacer un repaso mental de cuanto había descubierto. Jimmy Blaine y su compañero habían encontrado a Errol Swade y Curtis Yeller. Los habían perseguido. Dejando de lado la cuestión de si fue un disparo legítimo o no, Jimmy Blaine disparó contra Curtis Yeller. Una de las balas probablemente le acertara en las costillas, pero el factor clave es que alguien más le había disparado en la cabeza a corta distancia con una pistola de calibre diferente. O sea, que no era policía.
¿Quién había disparado a Curtis Yeller?
La respuesta a la pregunta parecía bastante evidente. Los hombres del senador Cross; sus matones, el servicio de seguridad o quienquiera que fuera llevaban armas de fuego. Tanto Amanda West como Jimmy Blaine le habían confirmado aquel hecho. Era evidente que habrían podido hacerlo. Y tampoco cabía duda de que tenían motivos suficientes. El hecho de que Cross le hubiera mentido o no era lo de menos. Sea como fuera, al senador le habría interesado que Curtis Yeller y Errol Swade acabaran muertos. Los sospechosos vivos podían hablar. Los sospechosos vivos podían contar quién tomaba drogas. Los sospechosos vivos podían refutar la afirmación de que Alexander Cross había muerto como un héroe. Por el contrario, los muertos no podían contar nada. Y lo más importante de todo: los muertos no pueden molestar a los especialistas en crear historias falsas.
Respecto a Errol Swade, el misterioso fugitivo, lo más seguro era que lo hubiesen matado, probablemente en el tiroteo que oyó Jimmy Blaine. Los hombres del senador podrían haber escondido el cuerpo y haberlo hecho desaparecer más tarde. No era del todo seguro, pero era lo más probable. Errol Swade tenía demasiados antecedentes en su contra. No era ningún genio. Medía un metro noventa y cinco. Y Myron sabía por propia experiencia que era muy complicado esconderse cuando se es tan alto. Las posibilidades de que Errol lograra eludir la captura de la policía durante tanto tiempo, por no hablar del ejército de la mafia, eran, tal y como suele decirse, estadísticamente insignificantes.
El sol ya estaba empezando a ocultarse. Los rayos de luz incidían directamente en los ojos de Myron; se colaban justo por debajo de la visera del coche. Myron entrecerró los ojos y redujo la velocidad. Luego volvió a pensar en lo ocurrido tras los disparos contra Yeller. De algún modo, Curtis Yeller acabó en brazos de su madre y, de algún modo, alguien la había hecho callar. Bien con dinero o bien con la amenaza de represalias; aunque probablemente fuera una combinación de ambas cosas, alguien había convencido a Deanna Yeller de que mantuviera la boca cerrada.
Claro que aquel posible panorama tenía sus fallos. Por ejemplo, el dinero. El hijo de Deanna Yeller había muerto hacía seis años, pero el primer gran ingreso en su cuenta se había producido hacía apenas cinco meses. ¿Qué sentido tenía aquel retraso? Podría haber estado esperando el momento adecuado para ingresarlo y, mientras tanto, habría tenido el dinero escondido debajo de un colchón o algo así, pero aquello parecía no encajar del todo. Por otro lado, si el dinero era reciente, las preguntas se volvían más concretas: ¿por qué habría recibido la señora Yeller aquella suma de dinero tan de repente? ¿Por qué habían asesinado a Valerie Simpson tan de repente? ¿Y qué tenía que ver Pavel en todo aquello?
Eran buenas preguntas. Myron todavía no conocía las respuestas, pero de todas formas eran buenas preguntas. Quizá Ned Tunwell supiera algo útil.
De súbito, algo llamó la atención de Myron. Levantó la mirada y vio un coche en el retrovisor que cada vez se acercaba más. Era un coche grande y negro con parabrisas oscuro que no dejaba ver el interior. Y la matrícula era de Nueva York.
El coche negro se situó a su derecha, desapareció del retrovisor interno y reapareció en el del asiento del acompañante. Myron lo observó con detenimiento. El coche negro aceleró un poco y, al colocarse junto al suyo, Myron vio que se trataba de una limusina grande. Una Lincoln Continental. Era extralarga. Las ventanillas laterales también tenían cristales oscuros que ocultaban el interior. Era como estar mirando a alguien que llevara puestas gafas de sol de aviador gigantes. Myron podía verse a sí mismo reflejado en los cristales. Sonrió y saludó con la mano; su reflejo le devolvió la sonrisa y el saludo, igual que si de un demonio bien educado se tratara.
La limusina se puso a la altura del coche de Myron y el cristal del conductor empezó a bajar. Myron casi esperaba ver a un viejecito sacar la cabeza por la ventanilla y preguntarle cómo llegar a Grey Poupon, así que, cuál no sería su sorpresa cuando, en vez de eso, vio aparecer una pistola.
Sin previo aviso, la pistola disparó dos veces e impactó en los neumáticos delantero y trasero del lado derecho del coche de Myron. El coche dio un giro brusco y Myron se esforzó por recuperar el control, pero el coche se salió de la carretera. En el último segundo, Myron giró el volante con fuerza y logró esquivar un árbol. Luego, el Ford Taurus se detuvo con un golpe seco.