Se sentó sobre un banco de aluminio que había en primera fila. El sol había recuperado fuerzas y se encontraba en su cénit. De vez en cuando oía los gritos del público en el Stadium, a unos cien metros de distancia, más o menos. A veces, en los momentos especialmente emocionantes, parecía que los aficionados estuvieran en pleno orgasmo. Sus gritos de asombro iban en aumento, empezando con un leve «oh, oh, oh» que luego pasaba a ser un «Oh, Oh» y finalmente un gran «OH-OH-OH», seguido de un gran suspiro y aplausos.
Era una idea muy extraña.
Y que lo distrajo mucho, además.
Oyó a Gregory Caufield antes de verlo.
– Windsor, ¿adónde narices vamos? -le oyó decir con el mismo acento horripilante de la clase alta que tenía Win.
– Ya casi estamos, Gregory.
– ¿Estás seguro de que es tan importante, viejo?
«Viejo». Ninguno de los dos llegaba a los treinta y cinco y ese tipo ya usaba la palabra «viejo».
– Sí, de verdad.
Dieron la vuelta a la esquina. Gregory se asombró un poco al ver a Myron, pero se recuperó enseguida de la impresión. Esbozó una sonrisa, extendió la mano y dijo:
– Hola, Myron.
– Hola, Greg.
La cara de Gregory se torció un segundo en señal de disgusto. Se llamaba Gregory, no Greg.
– ¿A qué viene todo esto, Windsor? Pensaba que tenías algo privado que contarme.
– Te he mentido -comentó Win encogiéndose de hombros-. Myron necesita hablar contigo. Necesita tu cooperación.
Gregory se volvió hacia Myron y aguardó.
– Quiero hablar contigo sobre la noche en que Alexander Cross fue asesinado -le dijo Myron.
– Yo no sé nada de eso -repuso Gregory.
– Tú sabes muchas cosas de eso, pero sólo quiero preguntarte una.
– Lo siento -dijo Gregory-, tengo que volver al estadio -y dio media vuelta para marcharse, pero Win le bloqueó el camino.
Gregory se quedó confundido.
– Sólo una pregunta -insistió Myron.
– Apártate de mi camino, Windsor -pidió Gregory haciendo caso omiso de Myron.
– No -se negó Win.
Gregory parecía no poder dar crédito a lo que acababa de oír. Esbozó una sonrisa de soslayo y se pasó la mano por el pelo enredado.
– ¿Es que pensáis retenerme aquí por la fuerza?
– Sí.
– Por favor, Windsor, esto no tiene nada de divertido.
– Myron necesita tu cooperación.
– Y yo no estoy preparado para ofrecérsela. Insisto en que te apartes.
– ¿Me estás diciendo que no quieres cooperar, Gregory? -dijo Win sin moverse ni un centímetro.
– Eso es exactamente lo que te estoy diciendo.
Win le asestó un golpe en el plexo solar con la palma de la mano. Gregory expulsó todo el aire de sus pulmones e hincó una rodilla en el suelo con la cara pálida y expresión de aturdimiento. Myron le hizo un gesto negativo a Win con la cabeza, aunque entendía perfectamente lo que estaba haciendo. Para la gente como Gregory, y de hecho para la mayoría de la gente, la violencia es un concepto abstracto. Leen lo que se dice de ella, la ven en las películas y en los periódicos, pero nunca llega a afectarles directamente. Es como si en su mundo no existiera. Y Win le acababa de mostrar a Gregory qué pronto podía cambiar aquella concepción. Gregory acababa de experimentar dolor físico provocado por un ser humano como él, y eso lo cambiaba todo. Aunque no en ese preciso instante ni aquel mismo día.
Gregory se agarró el pecho con las manos. Estaba a punto de llorar.
– No me obligues a golpearte de nuevo -le aconsejó Win.
Myron se acercó a él, aunque no le ayudó a ponerse en pie, y le dijo:
– Gregory, ya sabemos todo lo que pasó aquella noche.
Sólo tengo una pregunta que hacerte. Tanto me da lo que estuvieses haciendo allí. Tanto me da si estabas esnifando o metiéndote sustancias ilegales, eso no me interesa en absoluto. Lo que digas no te incriminará de ninguna manera, a menos que me mientas.
Gregory alzó la vista y lo miró a los ojos. Tenía la cara lívida.
– No fueron al club a robar, ¿verdad? -preguntó Myron.
Gregory no respondió.
– Errol Swade y Curtis Yeller no fueron al club a robar -repitió Myron-. Y tampoco estaban vendiendo drogas. ¿Me equivoco? Si no me equivoco, asiente con la cabeza.
Gregory miró a Win, luego a Myron, y asintió en silencio.
– Dime lo que estaban haciendo -le pidió Myron.
Gregory no dijo nada.
– Dilo y ya está -prosiguió Myron-. Yo ya sé la respuesta. Sólo necesito que me lo digas tú. ¿Qué estaban haciendo allí esa noche?
Gregory estaba recuperando su ritmo de respiración normal. Estiró el brazo y Myron se lo cogió. Entonces se puso en pie y miró a Myron directamente a los ojos.
– ¿Qué estaban haciendo? -preguntó Myron-. Dímelo.
Y entonces Gregory Caufield dijo exactamente lo que Myron esperaba que dijera:
– Estaban jugando al tenis.
46
Myron fue corriendo hasta su coche.
Duane ganaba por dos sets a uno e iba 4-2 en el cuarto. Dos juegos más y ganaría el US Open, pero aquello era algo que a Myron ya no le parecía nada excepcional. Ahora Myron ya sabía lo que había pasado. Sabía lo que les había pasado a Alexander Cross, a Curtis Yeller, a Errol Swade, a Valerie Simpson y tal vez incluso también a Pavel Menansi.
Descolgó el teléfono del coche y empezó a hacer llamadas. La segunda que hizo fue a casa de Esperanza y le contestó ella misma.
– Estoy con Lucy -dijo.
Esperanza llevaba dos meses saliendo con ella. Parecían ir en serio. Claro que unos meses antes también iba en serio con un tal Max. Primero con Max y ahora con Lucy. Una detrás del otro.
– ¿Tienes la agenda de citas? -le preguntó Myron.
– Hay copia en mi ordenador.
– El último día que Valerie estuvo en el despacho, ¿con quién hablé antes que con ella?
– Espera un segundo -Esperanza tecleó en el ordenador y luego dijo-: con Duane.
– Gracias. -Era justo lo que pensaba.
– ¿No estás en el partido?
– No.
– ¿Dónde estás?
– En el coche.
– ¿Estás con Win?
– No.
– ¿Y la bruja?
– Estoy solo.
– Pues pasa por aquí a recogerme. Lucy se va a ir ya de todas formas.
– No.
Myron colgó el teléfono y encendió la radio. Duane iba ganando ya por 5-2. Sólo le quedaba un juego. Marcó el número de la residencia de la forense Amanda West y después llamó a Jimmy Blaine. Todo encajaba a la perfección. Sintió un escalofrío por la espalda.
Cuando llamó a Lucinda Elright, le temblaba la mano. La vieja profesora cogió el teléfono tras el primer timbrazo.
– ¿Podría hablar con usted hoy mismo? -le preguntó Myron.
– Sí, por supuesto.
– Estaré allí en un par de horas.
– No me moveré de aquí -dijo Lucinda. No le hizo ninguna pregunta ni le pidió ninguna explicación. Sólo dijo-: Adiós.
Duane ganó el último set por 6-2. Acababa de llegar a la final del Open de Estados Unidos, pero el pospartido duró poco por varias razones. En primer lugar, la final femenina iba a jugarse justo después de la impresionante victoria de Duane. Y en segundo lugar, el vistoso campeón había salido corriendo a los vestuarios sin conceder ninguna entrevista. Los locutores estaban sorprendidos.