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– Sí, mucho -se frotaba las manos una y otra vez con el paño que había cogido para secar la pequeña mancha de agua que había quedado al llenar la cafetera-. Al principio, ni siquiera me dijeron lo que pasaba.

– ¿Quieres decir que no sabías que estaba embarazada? -pregunté con incredulidad.

Se sonrojó tan fuertemente que creí que la piel iba a empezar a rezumarle sangre.

– Sé que no vas a entenderlo -dijo con una voz que era poco más que un susurro-. Tú hacías una vida tan distinta. Tuviste novios antes de casarte. Lo sé por mamá… mamá sigue un poco tu vida.

– Pero cuando Mike y yo nos casamos, yo ni siquiera sabía… no sabía… yo… las monjas no hablaban de esas cosas en el colegio. Mamá, claro, no podía… no podía decir una palabra. Si Louisa dejó de tener el… el período… no me habría dicho nada. De todos modos es probable que ni supiera lo que significaba.

Le brotaron lágrimas a los ojos sin quererlo. Sus hombros se agitaron al intentar contener los sollozos. Se enrolló las manos con el paño tan fuertemente que las venas de los brazos se le hincharon. Me levanté de la silla y le puse una mano sobre los hombros trémulos. No se movió, ni dijo nada, pero tras unos minutos se apaciguaron las convulsiones y su respiración se hizo más normal.

– ¿O sea que Louisa se quedó embarazada porque no sabía lo que hacía o que podía venirle un niño?

Asintió con la cabeza en silencio.

– ¿Sabes quién pudo haber sido el padre? -pregunté suavemente, sin quitarle la mano del hombro,

Movió la cabeza.

– Papá… no nos dejaba salir con chicos. Decía que no había pagado tanto dinero para llevarnos a un colegio católico para que luego anduviéramos… anduviéramos persiguiendo muchachos. A muchos chicos les gustaba Louisa, claro, pero ella… no habría estado saliendo con ninguno de ellos.

– ¿Recuerdas los nombres de alguno de ellos?

Volvió a mover la cabeza.

– No; hace tanto tiempo. Sé que el dependiente de la tienda de ultramarinos le compraba refrescos cuando Louisa iba. Creo que se llamaba Ralph. Ralph Sow-no sé qué más. Sower o Sowling o algo así.

Se volvió hacia la cafetera.

– Vic, lo terrible es… yo le tenía tantos celos que, al principio, me alegré de que estuviera metida en un lío.

– Dios, Connie, supongo que sí. Si yo tuviera una hermana de la que todo el mundo dijera que era más guapa que yo, y a la que achucharan y mimaran mientras a mí me mandaban a misa, le habría metido un hacha en la cabeza en vez de esperar a que se quedara embarazada y la echaran de casa.

Se volvió para mirarme asombrada.

– ¡Pero, Vic! Tú eres tan… tan serena. Nada te hacía mella. Ni siquiera cuando tenías quince años. Cuando tu madre murió, mamá dijo que Dios te había dado una piedra por corazón, porque estuviste calmadísima -se cubrió la boca con la mano, mortificada, y empezó a disculparse.

– Qué coño, no me daba la gana de lloriquear en público delante de todas aquellas mujeres como tu madre, que nunca dijeron ni una buena palabra de Gabriella -dije, herida-. Pero créeme que en privado lloré todo lo que quise. Y, además, Connie, de eso se trata. Mis padres me querían. Creían que podía hacer lo que me propusiera. Por eso, aunque pierda los estribos unas cien veces a la semana, no es lo mismo que si hubiera tenido que pasarme la vida oyendo a mis padres decirme lo estupenda que era mi hermana pequeña y que yo era un asco. Tranquilízate, Connie. Deja tu alma en paz.

Me miró titubeante.

– ¿Lo dices de verdad? ¿A pesar de lo que acabo de decir y esas cosas?

La cogí por los hombros y la volví para mirarla de frente.

– Lo digo de verdad, Connie. ¿Y ahora qué tal si nos tomamos el café?

Después charlamos sobre Mike y su trabajo en la planta de manipulación de residuos, y del joven Mike y su afición a jugar al football, y de sus tres hijas, y del más pequeño que tenía ocho años y era tan inteligente que realmente creía que debían procurar mandarle a la universidad, aunque a Mike le ponía nervioso porque decía que la universidad hacía creer a las personas que estaban por encima de sus padres y de su barrio. Este último comentario me hizo sonreír interiormente -imaginaba la voz de Ed Djiak advirtiendo a Connie: «¿No querrás que el niño salga como Victoria, verdad?»-, pero escuché pacientemente durante cuarenta y cinco minutos antes de correr la silla hacia atrás y ponerme en pie.

– Ha sido estupendo volver a verte, Vic. Me… alegro de que vinieras -me dijo en la puerta.

– Gracias, Connie. Que te vaya bien. Y saluda a Mike de mi parte.

Volví al coche lentamente. El talón del zapato izquierdo me rozaba el tobillo. Saboreé aquel dolor como tiendes a hacer cuando te sientes como una rata. Un poco de dolor: son los dioses que te permiten expiar el daño que has causado.

¿Cómo me había enterado yo de las cosas de la vida? Un poco en los vestuarios del colegio, otro poco por Gabriella, otro por la entrenadora del equipo de baloncesto, una mujer tranquila y sensata menos en el campo de juego. ¿Cómo se las arreglaría Connie en escuela superior para que ninguna de sus amigas le diera alguna pista. La recordaba a los catorce años, alta, desgarbada, tímida. Quizá no tuviera ninguna amiga.

Eran sólo las dos. Tenía la sensación de haberme pasado un día entero cargando cajas en el muelle en lugar de unas cuantas horas bebiendo café con antiguas amistades del barrio. Me sentía como si ya me hubiera ganado los mil dólares, y no sabía siquiera dónde empezar a buscar. Metí la marcha del coche y me dirigí otra vez hacia tierra firme.

Seguía teniendo húmedos los calcetines; llenaban el coche de olor a cerveza y sudor, pero cuando abrí la ventanilla el aire frío me resultó excesivo para los pies descalzos. Mi irritación aumento con las molestias; lo que quería era detenerme en una gasolinera y llamar a Caroline a PRECS para decirle que no había trato. Fuera lo que fuera lo que su madre hubiera hecho hacía un cuarto de siglo sería mejor dejarlo discretamente en paz. Desgraciadamente, me encontré girando en la Calle Houston cuando debiera haber seguido hacia el norte, la carretera del lago y la liberación.

El lugar tenía peor aspecto a la luz del día que por la noche. Había coches estacionados en todo espacio posible. Uno había sido abandonado en la calle, con manchas negras en el capó y el parabrisas donde el fuego había abrasado el bloque del motor. Dejé el Chevy frente a una toma de agua. Si las patrullas de tráfico eran aquí tan asiduas como los barrenderos, probablemente podría dejarlo allí hasta el día del juicio sin que me multaran.

Fui hacia la parte trasera, donde Louisa solía dejar una llave sobre la cornisa del pequeño porche. Allí seguía. Al abrir la puerta, una cortina se agitó bruscamente en la casa de al lado. En pocos minutos toda la manzana sabría que una desconocida había entrado en casa de los Djiak.

Oí voces en el interior de la casa y saludé en voz alta para que supieran que estaba allí. Cuando llegué a la habitación de Louisa comprobé que tenía la televisión a todo volumen; lo que yo había tomado por visitas era sólo la serie Hospital General. Llamé con los nudillos con todas mis fuerzas. El volumen bajó y la voz chirriante de Louisa contestó:

– ¿Eres tú, Connie?

Abrí la puerta.

– Soy yo, Louisa. ¿Cómo vas?

Su rostro delgado se iluminó con una sonrisa.

– Bien, bien, mujer. Entra. Ponte cómoda. ¿Qué tal?

Acerqué a su cama la silla de respaldo recto.

– Acabo de hacer una visita a Connie y a tus padres.

– ¿Ah, sí? -me miró con cautela-. Madre no fue nunca lo que se dice hincha tuya. ¿Qué andas buscando, pequeña Warshawski?

– Repartir alegría y verdad. ¿Por qué detestaba tanto tu madre a Gabriella, Louisa?

Encogió los hombros huesudos bajo la rebeca.