Выбрать главу

– Gabriella no era muy partidaria de la hipocresía. No se calló lo que pensaba de que mamá y papá me pusieran en la calle.

– ¿Por qué lo hicieron? -pregunté-. ¿Se enfadaron contigo sólo por estar embarazada, o tenían algo en particular contra el muchacho… el padre?

Durante unos minutos permaneció callada, con la mirada fija en la televisión. Finalmente se volvió hacia mí.

– Tendría que sacarte de casa con una patada en el culo por meterte en eso -tenía la voz calmada-. Pero sé lo que ha pasado. Conozco a Caroline y sé que siempre has comido de su mano. Fue ella quien te hizo venir, verdad; quiere saber quién fue su padre. La muy desgraciada, terca, mimada. Cuando yo la puse verde te llamó a ti. ¿No es así?

Yo tenía la cara caliente de vergüenza, pero le dije dulcemente:

– ¿No crees que tiene derecho a saberlo?

Apretó los labios fuertemente.

– Hace veintisiete años un puñetero malnacido quiso destrozarme la vida. No quiero que Caroline se acerque siquiera a él. Y si tú eres la hija de tu madre, Victoria, harás lo posible por evitar que Caroline fisgue en ese asunto en lugar de ayudarla.

Le brotaron lágrimas a los ojos.

– Quiero mucho a esa cría. Parece como si la estuviera pegando o echándola a la calle. Hice todo lo que pude para conseguir que probara una vida distinta a la mía y no estoy dispuesta a que se vaya todo por la alcantarilla.

– Lo has hecho estupendamente, Louisa. Pero ya es mayor. No necesita protección. ¿No puedes dejar que tome su propia decisión en este asunto?

– ¡Maldita sea, no, Victoria! ¡Y si vas a seguir con el tema, te largas de aquí y no vuelvas!

El rostro se le enrojeció bajo su pátina verdosa y empezó a toser. Era mi día de apuntarme tantos con las mujeres Djiak, consiguiendo enfurecerlas a todas en orden descendente de edad. No me faltaba más que decirle a Caroline que abandonaba para hacer el completo.

Esperé a que se calmara el paroxismo, y después llevé la conversación suavemente hacia temas que eran del gusto de Louisa, hacia sus años jóvenes después del nacimiento de Caroline. Después de hablar con Connie comprendía por qué Louisa los había disfrutado como un tiempo de libertad y diversión.

Finalmente me marché hacia las cuatro. Durante todo el trayecto de vuelta a casa metida en el tráfico dé hora punta, escuché las voces de Caroline y Louisa debatir en mi imaginación. Entendía el fuerte anhelo de Louisa de proteger su intimidad. Se estaba muriendo, además, lo cual prestaba mayor peso a sus deseos.

Al mismo tiempo era sensible al temor de Caroline al aislamiento y la soledad. Y después de haber visto de cerca a los Djiak, comprendía que quisiera encontrar otros parientes. Incluso si su padre resultaba ser un verdadero canalla, no podía tener una familia más demente que la que Caroline ya conocía.

Por último decidí buscar a los dos hombres de los que Louisa había hablado anoche y aquella tarde: Steve Ferraro y Joey Pankowski. Trabajaban juntos en la empresa Xerxes, y era posible que ella hubiera conseguido su empleo a través de su amante. Intentaría, asimismo, localizar al dependiente de ultramarinos que había mencionado Connie, Ron Sowling o como se llamara. El Sector Este era una barriada tan estable, tan inmutable, que cabía la posibilidad de que la tienda siguiera perteneciendo a las mismas personas y que recordaran a Ron y a Louisa. Si Ed Djiak se había pasado por allí haciendo de padre duro, puede que hubiera dejado un recuerdo indeleble.

El tomar una decisión, aunque sea una componenda, siempre produce un cierto alivio. Llamé a un viejo amigo y pasé una noche muy grata en la Avenida Lincoln. La ampolla de mi tobillo izquierdo no me impidió bailar hasta después de medianoche.

6.- La fábrica de Calumet

Por la mañana me preparé temprano, al menos temprano para mí. Hacia las nueve había hecho ya mis ejercicios. Saltándome la carrera, me vestí para el mundo corporativo con un traje sastre azul marino que en teoría debía darme un aspecto decidido y competente. Endurecí mí corazón a los inoportunos ladridos de Peppy y me dirigí hacia el Sector Sur por tercer día consecutivo. En lugar de seguir por el lago, aquella mañana fui por el oeste siguiendo una autovía que me descargaría en el Distrito Industrial del Calumet.

Ha pasado más de un siglo desde que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército y George Pullman decidieran convertir en centro industrial el extenso e irregular marjal entre el Lago Calumet y el Lago Michigan. No fue solamente Pullman, claro está: Andrew Carnegie, el Juez Gary y una hueste de caciques menores participaron también, trabajando el asunto entre sesenta y setenta años. Habían cogido una zona de unas cuatro millas cuadradas y la habían llenado de tierra, de arcilla extraída del Lago Calumet, de fenoles, crudos, sulfato ferroso y otras mil substancias de las que ni sabía nada ni quería saberlo.

Cuando salí de la autovía a la Calle Ciento Tres, tuve la conocida sensación de estar aterrizando en la luna, o de volver a la tierra tras una carnicería nuclear. Es posible que haya vida en el cieno oleaginoso que rodea el Lago Calumet, pero no es del tipo que pueda identificarse fuera del microscopio o de una película de Steven Spielberg. No se ven árboles ni hierba ni pájaros. Solamente algún que otro perro asilvestrado, con las costillas protuberantes y los ojos enrojecidos por la locura y el hambre.

Las instalaciones de Xerxes estaban en el centro de aquel antiguo cenagal, en la Calle Ciento Diez, al este de Torrence. El edificio era antiguo, levantado a principios de los cincuenta. Desde la carretera vi su letrero. «Xerxes. Rey de los Disolventes.» El color púrpura había decaído en un rosa indefinido, mientras que el logotipo, una corona con una X doble dentro, prácticamente había desaparecido.

Construida con bloques de cemento, esta planta tenía la forma de una U gigantesca cuyos brazos entraban en el río Calumet. De aquel modo, los disolventes fabricados en ella podía transportarse fácilmente en barcazas y los productos residuales echarse al río. Ya no los vierten en el río, claro está: cuando se aprobó la Ley de Limpieza de Aguas, Xerxes practicó unas enormes lagunas en el río para depositar sus residuos, con paredes de arcilla que proporcionaban una precaria barrera entre el río y las toxinas.

Aparqué el coche en el patio de grava y me abrí paso con cuidado entre surcos grasientos hasta una entrada lateral. El fuerte olor, que recordaba al de un cuarto de revelar, no había cambiado desde los tiempos en que iba en el coche con mi padre para dejar a Louisa si había perdido el autobús.

No había estado nunca en el interior de la fábrica. En lugar del horno atestado y ruidoso de mi imaginación, me hallé en un corredor vacío. Era largo y mal alumbrado, con suelo de cemento y paredes de ladrillos de ceniza que ascendían toda la altura del edificio, produciéndome la impresión de encontrarme en el fondo de un pozo de mina.

Siguiendo un brazo de la U en dirección al río, llegué al fin hasta una serie de cubículos abiertos en la pared. Las separaciones estaban hechas del cristal esmerilado que se emplea en las mamparas de ducha; veía luz y movimientos a través de ellas pero no distinguía formas. Llamé en la puerta del centro. No abriéndome nadie giré el pomo y entré.

Allí penetré en una combadura del tiempo, una habitación larga y estrecha cuyo mobiliario no parecía haber cambiado desde que se construyera el edificio hacía treinta y cinco años. Las paredes estaban forradas de archivadores de un verde oliva deslustrado y de escritorios metálicos pavonados de gris colocados en sentido transversal a las puertas. Del techo de placas antisonoras pendían tubos fluorescentes. Todas las demás puertas daban a esta habitación pero estaban cegadas con archivadores.

Cuatro mujeres de edad mediana con guardapolvos morados estaban sentadas ante los escritorios. Trabajaban sobre inmensas balas de papel con una tenacidad digna de Sisifo, apuntando partidas, repasando facturas y sirviéndose de máquinas de sumar anticuadas con dedos experimentados y rechonchos. Dos estaban fumando. El olor de los cigarrillos se mezclaba con el aroma químico a cuarto oscuro en acre armonía.