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– Perdonen la interrupción -dije-. Estoy buscando la oficina de personal.

La mujer más cercana a la puerta dirigió hacia mí sus ojos cargados e indiferentes.

– No quieren contratar a nadie.

Volvió a sus papeles.

– No busco trabajo -dije pacientemente-. Solamente quiero hablar con el jefe de personal.

Las cuatro levantaron la mirada hacia mí, sopesando mi traje, mi relativa juventud, intentando dilucidar si era de una agencia estatal o medioambiental. La mujer que había hablado indicó con una sacudida de su cabello castaño descolorido hacia una puerta frente a la que me había dado acceso.

– Hay que cruzar la fábrica -dijo lacónicamente.

– ¿Puedo llegar por el interior o tengo que salir?

Una de las fumadoras dejó su cigarrillo con desgana y se puso en pie.

– Yo la llevo -dijo con voz ronca.

Las demás miraron hacia el trasnochado reloj eléctrico frente a sus mesas.

– ¿Vas a parar entonces? -preguntó una mujer flácida desde el fondo.

Mi guía se encogió de hombros.

– Pues sí.

Las demás parecieron mortificadas: había sido más rápida que ellas en pensar otro modo de escatimarle cinco minutos al sistema. Una de ellas corrió atrás su silla esperanzada, pero la primera en hablar dijo severamente:

– Con una basta para eso -y la rebelde en potencia volvió a su puesto rápidamente.

Seguí a mi guía saliendo por la segunda puerta. Al otro lado se encontraba el infierno que yo había temido cuando en un principio entré en la fábrica. Nos hallábamos en un espacio débilmente alumbrado que se extendía a todo lo largo del edificio. Por el techo corrían tubos de acero inoxidable que a tramos iban por debajo, de tal modo que te sentías suspendido en una especie de laberinto de acero que se hubiera derrumbado sobre uno de sus costados. De los tubos del techo salía silbando pequeñas nubecillas de vapor, llenando de vaho el laberinto. Grandes letreros rojos de «No fumar» pendían de la pared cada treinta pies. A intervalos, había enormes calderos colgados de los tubos, inmensas ollas para un aquelarre de brujas gigantescas. Las figuras vestidas de blanco que atendían aquel lugar podrían haber sido sus parientes.

Pese a que en realidad el aire olía aquí mejor que en el exterior, unos cuantos trabajadores llevaban mascarillas para respirar. Me pregunté por qué no las llevarían la mayoría de ellos, y si sería prudente que mi guía y yo tomáramos este atajo por la fábrica. Intenté preguntárselo entre el siseo y el matraqueo de los tubos, pero al parecer ella había decidido que yo debía ser una espía de OSHA o algo parecido y no me contestó. Cuando una válvula que había por encima de nosotras lanzó un eructo tan fuerte que di un salto, sonrió ligeramente pero no dijo nada.

Bordeando hábilmente el laberinto, me condujo hacia la puerta situada en línea diagonal a aquella por la que habíamos entrado a la planta. Nos encontramos en otro corredor estrecho de bloques de ceniza, el cual constituía la base de la U. Me llevó por él, girando a la izquierda para seguir el segundo brazo en dirección al río. A medio camino, se detuvo en una puerta con un letrero que rezaba «Cantina. Sólo para empleados».

– El Sr. Joiner está por aquí. La tercera puerta a la derecha. La puerta que dice «Administración».

– Muchas gracias por todo -dije, pero había desaparecido ya en el interior de la cantina.

La puerta que indicaba «Administración» era también de cristal esmerilado pero la habitación a que daba acceso tenía un aspecto algo más distinguido que aquel Tártaro donde había visto a las cuatro empleadas. El suelo de cemento estaba cubierto de moqueta, no linóleo. El revestimiento de planchas de fibra del techo y de madera de las paredes creaba la ilusión de un espacio íntimo en el interior del túnel de bloques.

Una mujer vestida de calle estaba sentada ante una mesa con un moderno distribuidor telefónico y una máquina de escribir eléctrica menos moderna. Como las empleadas con las que había topado, era de edad mediana. Pero tenía el cutis terso bajo una generosa capa de maquillaje, y se había vestido con esmero, si no con gusto, con un fresco vestido camisero rosa con grandes perlas de plástico en la garganta y las orejas.

– ¿Quieres algo, bonita? -preguntó.

– Quisiera ver al Sr. Joiner. No tengo cita, pero no tardo más de cinco minutos -busqué una tarjeta de visita en mi bolso y se la entregué.

Soltó una risita.

– Uuy bonita, éste no puedo ni pronunciarlo

Esta no era una de esas oficinas del Loop donde las recepcionistas te someten a un interrogatorio estilo KGB antes de acceder a regañadientes a enterarse si el Sr. Tal te puede recibir. Levantó el teléfono y le comunicó al Sr. Joiner que fuera había una señorita que preguntaban por él. Repitió la risita, dijo que no lo sabía y colgó.

– Está ahí detrás -dijo risueña señalando por encima del hombro-. La puerta del centro.

Tres pequeñas oficinas se habían excavado en la pared que había a su espalda, cada una de unos ocho pies cuadrados. La puerta de la primera estaba abierta y eché un vistazo a su interior con curiosidad. No había nadie, pero toda una serie de papeles y una pared cubierta de gráficos de producción indicaban que era una oficina en activo. Un letrerito junto a la puerta central anunciaba que era sede de «Gary Joiner, Contabilidad, Seguridad y Personal». Llamé quedamente y entré.

Joiner era un hombre joven, quizá tuviera los treinta años, con el cabello castaño claro rapado tan corto que se confundía con su piel sonrosada. Miraba con el ceño fruncido un montón de registros del libro mayor pero levantó los ojos cuando entré. Tenía la tez a manchones rojizos y me sonrió con ojos preocupados, inocentes.

– Gracias por dedicarme este tiempo -le dije vivamente, estrechándole la mano. Le expliqué quién era-. Por motivos personales -que nada tienen que ver con Xerxes- estoy intentando encontrar a dos hombres que trabajaron aquí a principios de los años sesenta.

Saqué de la cartera una hoja de papel en que había escrito los nombres de Joey Pankowski y Steve Ferraro y se la extendí. Había pensado una historia para justificar el querer encontrarlos, algo aburrido sobre haber sido testigos de un accidente, pero no quería ofrecerle mis razones a menos que me las pidiera. Contrariamente a la confianza de Gobbels en la gran mentira, yo creo en la mentira aburrida: que tu historia sea lo bastante pesada para que nadie la cuestione.

Joiner estudió el papel

– No creo que estos señores trabajen aquí. Solamente empleamos ciento veinte personas, por tanto sabría los nombres. Pero yo sólo llevo aquí dos años, o sea que si son de los años sesenta…

Se volvió hacia un archivador y hojeó algunas carpetas. De pronto me sorprendió la ausencia total de terminales de ordenador, tanto aquí como en el resto de la fábrica. La mayor parte de los encargados de personal y contabilidad habrían buscado los nombres de empleados en una pantalla.

– Nada. Claro que, como ve, apenas tenemos sitio para los archivos actuales -describió un arco con el brazo extendido tirando al suelo parte de las hojas de contabilidad. Se sonrojó fuertemente al agacharse a recogerlas-. Si una persona se marcha o se jubila o lo que sea y no tenemos ningún asunto con ella -ya sabe, algún pleito en curso con la compañía- enviamos los archivos a nuestro almacén de Stickney. ¿Quiere que lo compruebe?

– Sería estupendo -me levanté-. ¿Cuándo puedo llamarle? ¿Sería demasiado pronto el lunes?

Me aseguró que el lunes sería un buen día: él vivía al oeste y podía pasar por el almacén de camino a casa esa misma noche. Escribió una nota en su agenda concienzudamente, insertando el pedazo de papel con los nombres. Cuando salí de la habitación, había vuelto ya a sus registros.