– Llegas tarde, chiquilla -le dije al fin.
– ¿Es que ya lo has encontrado?
– No. Quiero decir que la investigación ha sobrepasado tu capacidad para detenerla.
– Vic, yo te contraté. Yo rescindo el contrato -dijo con una ferocidad aterradora.
– Pues no -repetí con firmeza-. La semana pasada sí. Pero la investigación ha pasado a una fase nueva. No puedes despedirme. No es eso. Claro que puedes despedirme. Acabas de hacerlo. Lo que quiero decir es que puedes decidir no pagarme pero no puedes detener mis pesquisas ahora. Y por encima de todo, lo primero de la lista, está que no me dijeras lo de Ferraro y Pankowski.
– ¡No sé siquiera quienes son! -gritó-. Mamá nunca me habla de sus antiguos amantes. Es como tú; se cree que soy una jodida niña.
– No lo de que fueran amantes. Lo del sabotaje y el despido. Y el pleito.
– No sé de qué demonios me estás hablando, V. I. Sabelotodo Warshawski, y no tengo por qué seguir escuchándote. Por lo que a mí respecta, lo de V. I. va por venenoso insecto, que cubriría de D.D.T. si lo tuviera a mano -me colgó el teléfono con un golpazo.
Fue aquel insulto infantil de la despedida lo que me convenció de que realmente no sabía lo de aquellos dos hombres. También me di cuenta de pronto de que no tenía la menor idea de por qué me despedía. Fruncí el ceño y marqué el número de PRECS, pero se negó a ponerse al teléfono.
«Pues vete a paseo mocosa», susurré, tirando también el teléfono.
Intenté volver a Hugo Wolf, pero mi entusiasmo había desaparecido. Me acerqué hasta la ventana del salón y contemplé la vuelta a sus casas de los del horario de nueve a cinco. Supongamos que mis especulaciones de esta mañana no fueran tan descabelladas después de todo. Supongamos que Louisa Djiak estuviera efectivamente implicada en el sabotaje de la fábrica y que Humboldt estuviera protegiéndola. Incluso cabía que hubiera llamado a Caroline para exigirle que me despidiera. Aunque Caroline no era persona a la que se pudiera presionar fácilmente. Si alguien del calibre de Humboldt fuera a por ella, lo más probable sería que Caroline le hundiera los dientes en la pantorrilla y no soltara hasta que el otro no aguantara más el dolor.
Se me ocurrió que tal vez lo que Nancy quería comentar conmigo pudiera arrojar alguna luz sobre el problema general. Volví a marcar su número, pero seguía sin contestar.
«Venga, Cleghorn», susurré. «Tú eras la que tenías interés suficiente en hablar conmigo para dejarme dos mensajes. ¿Es que te ha pillado un tren o algo?»
Al fin me harté de mis rutiles elucubraciones y llamé a Lotty Herschel. Estaba libre para la cena y encantada de tener compañía. Nos fuimos al Gypsy y compartimos un pato asado, después volvimos a su casa, donde me ganó cinco veces seguidas al ginrummy.
11.- El cuento de la mocosa
A la mañana siguiente, hojeaba el periódico mientras se hacía el café cuando saltó a mi vista el nombre de Nancy Cleghorn. El artículo estaba en la primera página del Chicago Beat, y explicaba por qué no había contestado al teléfono ayer. Su cuerpo había sido hallado en torno a las ocho de la tarde anterior por dos muchachos que, haciendo caso omiso tanto del gobierno como de sus padres, se habían metido en la zona acotada cercana a la Laguna del Palo Muerto.
Una pequeña parte de la marisma original se había conservado como tierras húmedas de Illinois para aves migratorias, pero estaba tan llena de bifenilo policlorado que era escaso lo que allí podía sobrevivir. Aun así, en medio de las fábricas difuntas se veían garzas y algún que otro castor y rata almizclera.
Los dos muchachos habían avistado una rata almizclera en una ocasión y esperaban volver a verla. A la orilla del agua habían topado con una bota abandonada. Puesto que había unas cincuentas botas por cada animal -y estaba oscuro- tardaron unos minutos en comprobar que tenía un cuerpo conectado a ella.
Nancy había recibido un golpe en la parte posterior de la cabeza. La lesión interna habría bastado para matarla, pero al parecer se había ahogado al arrojar su cuerpo a la laguna. La policía no tenía noticias de que nadie tuviera motivo para matarla. Era persona muy respetada, su labor en PRECS le había procurado muchas alabanzas por parte de aquella comunidad acosada por problemas medioambientales, y esto y lo otro. Tenía madre y cuatro hermanos.
Terminé de hacer el café pausadamente y me llevé el periódico al salón de estar, donde releí el artículo seis o siete veces. No me dijo nada nuevo. Nancy. Mi malhumorado pensamiento de la noche anterior -quizá la hubiera pillado el tren- me erizó el vello a ambos lados de la cara. Mi pensamiento no había causado su muerte. Mi cabeza lo sabía, pero no mi cuerpo.
Si no me hubiera dado aquel paseo por el lago ayer por la mañana… interrumpí esta línea de pensamiento al comprender su absurdo. Si me quedaba encadenada al teléfono las veinticuatro horas del día, estaría siempre en casa para amigos en apuros y para el comercio telefónico, y no tendría más vida que esa. Pero Nancy. La conocía desde que tenía seis años. En mi interior seguía creyendo que éramos aún pequeñas; que por el hecho de haber crecido juntas íbamos a protegernos mutuamente del paso de los años.
Deambulé hasta la ventana y miré al exterior. Volvía a llover con fuerza en densas cortinas de agua que impedían ver la calle. Entorné los ojos fijándolos en la lluvia, moviendo la cabeza para formar dibujos con ella, preguntándome qué hacer. No eran más que las ocho y media; demasiado temprano para llamar a mis amigos de la prensa y comprobar si tenían datos que no hubieran podido insertarse en la edición de la mañana. Las personas que se acuestan a las cuatro o las cinco de la mañana son más complacientes si las dejas dormir a gusto.
La habían encontrado en el Cuarto Distrito Policial. Allí no conocía a nadie; mi padre trabajaba las zonas del Loop y las secciones noroeste, no su propia vecindad. Además, de eso hacía más de diez años.
Me estaba mordisqueando la punta del dedo, intentando decidir a quién llamar, cuando sonó el timbre de la puerta. Me imaginé que sería el Sr. Contreras, queriendo convencerme para que sacara a la perra en medio del chaparrón, y fruncí las cejas mirando hacia la ventana neblinosa sin moverme. La tercera vez que el timbre vociferó abandoné mi escondite a regañadientes. Taza en mano, apreté el automático de la puerta exterior y bajé descalza los tres tramos de escalera.
Había dos figuras voluminosas en el portal. La lluvia relucía en sus caras rasuradas y goteaba de sus impermeables azules formando charcos sucios en el suelo de baldosa.
Cuando abrí la puerta el mayor de los dos dijo con cargado sarcasmo:
– Buenos días, sol. Espero que no hayamos interrumpido tu descanso de belleza.
– En absoluto, Bobby -dije sinceramente-. Llevo levantada por lo menos una hora. Pero hubiera querido que fuera el timbre equivocado. Hola, sargento -añadí dirigiéndome al más joven-. ¿Os apetece un café?
Cuando pasaron ante mí para subir la escalera me cayó agua fría de sus impermeables a los pies descalzos. Si sólo hubiera estado Bobby Mallory habría pensado que era intencionada. Pero el sargento McGonnigal había sido siempre escrupulosamente educado conmigo, sin participar nunca en la hostilidad que me mostraba su teniente.
La verdad era que Bobby había sido el mejor amigo de mi padre, tanto dentro como fuera del cuerpo. Sus sentimientos hacía mí eran una mezcla de mala conciencia por haber prosperado mientras mi padre se quedaba en la patrulla de zona y por seguir vivo mientras que Tony había muerto, y de frustración porque yo hubiera crecido y fuera investigadora profesional en lugar de la niña que él podía sentar en sus rodillas.