Echó un vistazo al pequeño recibidor de mi casa buscando dónde dejar su impermeable mojado, tirándolo finalmente al suelo al otro lado de la puerta. Su mujer era un ama de casa meticulosa y estaba bien entrenado. El sargento McGonnigal siguió su ejemplo, pasándose los dedos por el espeso cabello rizado para sacudir el agua todo lo posible.
Les hice pasar al salón gravemente y traje tazas de café, recordando poner más azúcar en la de Bobby.
– Me alegro de veros -les dije cortésmente cuando estuvieron sentados en el sofá-. Especialmente en un día tan repugnante. ¿Cómo estáis?
Bobby me miró con severidad, apartando la vista rápidamente cuando comprobó que no llevaba sostén debajo de la camiseta.
– Yo no quería venir. El capitán creyó conveniente que alguien hablara contigo y, como te conozco, pensó que debía ser yo. Aunque no estuve de acuerdo, el capitán es el capitán. Si respondes seriamente a mis preguntas y no intentas hacerte la listilla, todo irá más deprisa y mejor para los dos.
– Y yo que creía que era una visita amistosa -dije tristemente-. No, no, lo siento, mal comienzo. Voy a ser tan seria como… como un juez de delitos de tráfico. Pregúntame lo que quieras.
– Nancy Cleghorn -dijo Bobby sin rodeos.
– Eso no es una pregunta, y no tengo respuesta. Acabo de leer en el periódico de esta mañana que la mataron ayer. Estoy segura de que tú sabes mucho más del asunto que yo.
– Desde luego -asintió secamente-. Sabemos mucho: que murió hacia las seis de la tarde, Por la cantidad de hemorragia interna el forense dice que probablemente fuera golpeada alrededor de las cuatro. Sabemos que tenía treinta y seis años y que estuvo embarazada por lo menos una vez, que comía cantidades excesivas de alimentos grasos y se había roto la pierna derecha de mayor. Sé que un hombre, o una mujer con zapatos tamaño trece y una zancada de cuarenta pulgadas, la arrastró en una manta verde hasta la parte sur de la Laguna del Palo Muerto. La manta se adquirió en alguna sucursal nacional de Sears en algún momento entre 1978, cuando empezaron a fabricarlas, y 1984, cuando interrumpieron esa marca. Otra persona, presumiblemente un hombre, acompañó a la primera en el paseo, pero no ayudó a arrastrar ni a arrojar el cuerpo.
– El laboratorio hizo horas extras anoche. No sabía que hicieran esas cosas por el cadáver del ciudadano medio.
Bobby se negó a seguirme la burla.
– Hay también alguna cosilla que no sé, pero es la parte que cuenta. No tengo idea de quién la querría muerta. Pero tengo entendido que os criasteis juntas y que erais bastante buenas amigas.
– ¿Y quieres que encuentre yo al asesino? Pues yo suponía que vosotros contabais con la maquinaria para hacer una cosa así mejor que yo.
Su mirada habría hecho desmayarse a un recluta de academia.
– Quiero que me lo digas.
– No lo sé.
– No es eso lo que me han dicho -dirigió una mirada furibunda a un punto por encima de mi cabeza.
Yo no podía imaginar de qué me estaba hablando, y entonces recordé los mensajes que había dejado para Nancy en PRECS y en casa de su madre. Pero aquellos me parecían palitos demasiado débiles para levantar una casa.
– Deja que adivine -le dije con animación-. No ha empezado el horario comercial y tú has arredilado ya a todo el personal de PRECS y has hablado con ellos.
McGonnigal se removió inquieto y miró a Mallory. El teniente cabeceó brevemente. McGonnigal dijo:
– Hablé con la Srta. Caroline Djiak a última hora de la noche. Me dijo que habías asesorado a Cleghorn con respecto a la forma de investigar un problema que tenían con un permiso de zonificación para una planta de reciclaje. Dijo que sabrías con quién había hablado la fallecida sobre ese asunto.
Me quedé mirándole estupefacta. Finalmente dije ahogadamente:
– ¿Son ésas sus palabras exactas?
McGonnigal sacó un cuadernillo del bolsillo de la camisa. Pasó las páginas consultando sus notas con ojos estrábicos.
– No lo apunté palabra por palabra, pero se parece mucho -dijo al fin.
– Yo no diría que Caroline Djiak es una embustera patológica -respondí en tono coloquial-. Pero sí una mosquita muerta que utiliza al prójimo. Y aunque estoy lo bastante furiosa con ella para ir a romperle la crisma personalmente, no me hace excesiva gracia que vengáis a verme de esta manera. Vamos, que la cosa se repite siempre que pensáis que estoy implicada en algún delito, ¿a que sí, teniente? Me montáis un ataque frontal que da por sentado mi conocimiento culpable del caso.
– Podríais haber empezado por comunicarme las palabras fantasiosas de Caroline y preguntarme si eran ciertas. Entonces os habría contado todo lo ocurrido -que fueron unos cinco minutos de conversación en el comedor de Caroline- y podríais haberos ido con un cabo suelto bien atadito.
Me levanté del suelo y me dirigí a la cocina. Bobby entró tras de mí cuando metía la cabeza en la nevera para comprobar si había algo comestible que poder emplear como desayuno. El yogur se había convertido en moho y leche agria. No había fruta, y el único pan que quedaba estaba lo bastante duro para fabricar proyectiles.
Bobby arrugó la nariz inconscientemente al ver los platos sucios, pero se contuvo heroicamente de hacer comentarios. Por el contrario dijo:
– Siempre que te veo cerca de un crimen se me remueven las tripas. Ya lo sabes.
Eso era lo más parecido a una disculpa que iba a ofrecerme.
– No estoy cerca de éste -dije con impaciencia-. No sé por qué quiere Caroline meterme en eso. Me arrastró hasta Chicago Sur la semana pasada para una reunión de baloncesto. Entonces me engatusa para que la ayude con un problema personal. Después me llama para decirme que no me meta más en su vida. Ahora quiere que vuelva. O quizá lo que quiere es castigarme.
Encontré unas galletas en un armario y las unté con mantequilla de cacahuete.
– Mientras comíamos pollo frito, Nancy Cleghorn pasó por allí para hablar del problema de la demarcación de zona. De eso hará una semana. Caroline creía que Jurshak -el concejal del distrito- estaba obstruyendo el permiso. Me preguntó qué haría yo si estuviera investigando el caso. Le dije que lo más fácil sería hablar con algún amigo entre el personal de Jurshak, si es que Nancy o ella tenían alguno. Nancy se fue. Esa es la suma total de mi participación.
Me serví más café, estaba tan irritada que me temblaba la mano y derramé el líquido por encima de la cocina eléctrica.
– A pesar de tu trabajito de investigación, no nos habíamos visto en más de diez años. No sabía quiénes eran sus amigos o sus enemigos. Ahora Caroline quiere producir la impresión de que Jurshak mató a Nancy, para lo cual no existe ni un átomo de evidencia. Y quiere que parezca que yo la impulsé a hacerlo. ¡Coño!
Bobby retrocedió.
– No sueltes tacos, Vicki. No se consigue nada. ¿Qué estás haciendo para la chica Djiak?
– Mujer -dije yo automáticamente con la boca llena de mantequilla de cacahuete-. En todo caso mocosa. Te lo voy a decir gratis, aunque no sea de tu incumbencia. Su madre fue una de las buenas obras de Gabriella. Ahora se está muriendo. De forma muy desagradable. Caroline quería que encontrara a alguna de las personas compañeras de trabajo de su madre con la esperanza de que vinieran a verla. Pero como probablemente te habrá comunicado, me despidió hace dos días.
Los ojos azules de Bobby se entornaron formando dos pequeñas aberturas en su cara rojiza.
– Hay algo de verdad en todo eso. Ojalá supiera cuánta.
– Tendría que haber sabido que no me iba a servir de nada hablar francamente contigo -dije con rabia-. Sobre todo cuando iniciaste la conversación con una acusación.
– Venga, Vicki, no te rasgues la ropa -dijo Bobby, poniéndose súbitamente colorado cuando la imagen así evocada le cruzó la cabeza-. Y limpia la cocina más de una vez al año. Esto parece una pocilga.