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– Y yo creí que te importaría un carajo -vociferó-. Creí que si yo no te importaba por lo menos harías algo por Nancy, por haber sido compañeras de equipo. Supongo que así se demuestra que estaba totalmente equivocada.

Se dirigió hacia la puerta. La cogí por el brazo y la obligué a mirarme de frente.

– Caroline, estoy tan furiosa que puedo darte una jodida paliza. Pero no tanto que me impida pensar. Tú me has mandado a los polis porque sabes algo que te da miedo contar. Quiero saber lo que es.

Me miró ferozmente.

– No sé nada. Sólo que alguien había empezado a seguir a Nancy durante el fin de semana.

– Y ella llamó a la policía para denunciarlo. O fuiste tú.

– No. Nancy habló con el fiscal estatal y le dijeron que iban a abrir un expediente. Supongo que ahora ya tienen algo que ponerle.

Puso una sonrisa de mártir triunfante. Me obligué a hablarle con calma. Pasados unos minutos accedió de mala gana a volver a sentarse y contarme lo que sabía. Si decía la verdad -un sí problemático- no era gran cosa. No sabía con quién se había entrevistado Nancy en la oficina del fiscal, pero creía que podía haber sido Hugh Mclnerney; era con él con quien habían tratado otras cuestiones. Tras nuevos sondeos admitió que hacía dieciocho meses McInerney había escuchado las declaraciones de su organización sobre los problemas que tenían con Steve Dresberg, una figura de la Mafia local dedicada a la eliminación de residuos.

Recordaba vagamente el juicio a causa del incinerador de bifenilos políclorados de Dresberg y el acuerdo de su presunta novia con el Distrito Sanitario pero no sabía que Caroline y Nancy hubieran estado involucradas en aquello. Cuando le pedí que me informara sobre su parte en el asunto, frunció el ceño pero dijo que Nancy había testificado que había recibido amenazas de muerte por su oposición al incinerador.

– Es evidente que Dresberg sabía a quién untar en el Distrito Sanitario. Lo que nosotras dijéramos daba igual. Supongo que creyó que PRECS era demasiado insignificante para que nadie le hiciera caso y por tanto no tenía necesidad de cumplir sus amenazas.

– Y no le has dicho nada de eso a la policía -me pasé las manos por la cara con cansancio-. Caroline, tienes que llamar a McGonnigal y rectificar tu declaración. Tienes que hacerles buscar a las personas que te constaba que habían amenazado a Nancy anteriormente. Yo misma voy a llamar al sargento en cuanto llegue a casa para contarle nuestra conversación. Y si estás pensando en mentirle otra vez, piénsatelo dos veces; me conoce profesionalmente hace muchos años. Es posible que no le sea simpática, pero sabe que puede creer lo que le diga.

Me miró enfurecida.

– Ya no tengo cinco años. No tengo que hacer lo que me digas.

Fui hacia la puerta.

– Hazme un simple favor, Caroline: la próxima vez que estés en dificultades, llama al 911 como el resto de los ciudadanos. O habla con un loquero. No vengas a cazarme.

12.- Sentido común

Arrastré los pies hasta el Chevy, con la sensación de tener cien años. Estaba asqueada con Caroline, conmigo por ser lo bastante idiota para dejarme coger en su red una vez más, con Gabriella por haber ofrecido su amistad a Louisa Djiak. Si mi madre hubiera sabido el lío en que me iba a meter la maldita cría de Louisa… Oí la voz melodiosa de Gabriella respondiendo a esta misma clase de protesta hacía veintidós años. «De esa no espero más que problemas, cara. Pero de ti espero racionalidad. No porque seas mayor, sino porque es tu carácter.»

Hice un gesto de amargura ante aquel recuerdo y puse el coche en marcha. A veces, la carga de ser racional y responsable mientras todos los demás se desmelenaban a mi alrededor me resultaba ingrata. Aun así, en lugar de lavarme las manos con respecto a las dificultades de Caroline y tomar la dirección norte hacia mi casa, me encontré dirigiéndome hacia el oeste. Hacia la casa donde Nancy había pasado su infancia en Muskegon.

Pero no era para ayudar a Caroline por lo que hacía aquel penoso recorrido. Nada me importaba haber dicho a Nancy que hablara con alguien de la oficina de Jurshak, ni siquiera que hubiéramos compartido la vieja toalla del colegio. Lo que quería era aliviar mis propios sentimientos de culpa por no haber estado allí cuando Nancy me llamó.

Claro está que podría haberme llamado para condolerse por las Tigresas: nuestras sucesoras habían sido eliminadas de los cuartos de final estatales. Pero no me parecía probable. Pese a mi briosa actuación ante Caroline, tendía a pensar que tenía razón: Nancy se había enterado de algo sobre la planta de reciclaje para lo que necesitaba mi ayuda.

No tuve la menor dificultad en encontrar la residencia de la madre de Nancy, lo cual no me animó precisamente. Creía haber dejado a mi espalda el Sector Sur, pero al parecer mi inconsciente tenía un recuerdo exacto de cada una de las casas de allí que solía frecuentar.

Había tres coches apretados en el corto acceso al garaje. La calzada ante la casa estaba también llena, y tuve que bajar unas cuantas calles antes de encontrar sitio para aparcar. Jugueteé con las llaves del coche unos momentos antes de recorrer el camino hasta la puerta; quizá debiera aplazar mi visita hasta que se hubieran ido todos los venidos a dar el pésame. Pero aun si ser racional forma parte de mi carácter, la paciencia no es mi virtud más sobresaliente. Me metí las llaves en el bolsillo de la camisa y avancé hacia la entrada.

Me abrió la puerta una mujer joven desconocida de alrededor de treinta años, con vaqueros y sudadera. Me miró inquisitiva sin decir nada. Al final, cuando hubo transcurrido un minuto sin que dijera nada, le di mi nombre.

– He sido amiga de Nancy desde hace mucho tiempo. Quisiera hablar con la Sra. Cleghorn unos minutos, si se siente capaz de recibirme.

– Voy a preguntárselo -susurró.

Volvió, encogió un hombro, me dijo que entrara, y regresó a lo que fuera que estuviera haciendo cuando toqué el timbre. Al entrar en el pequeño vestíbulo me sorprendió el alboroto: aquello más parecía la casa ruidosa que había sido cuando Nancy y yo éramos niñas que un lugar de luto.

Seguí el ruido hasta el salón de estar, de él salieron disparados dos críos, persiguiéndose con los bollos que utilizaban a modo de pistolas. El que iba delante se empotró en mí y rebotó con una disculpa. Esquivé al segundo y miré con cautela hacia la puerta antes de entrar.

La habitación, alargada y hogareña, estaba atestada de gente. No reconocía a nadie, pero supuse que los hombres eran los cuatro hermanos de Nancy, ya adultos. Presumiblemente, las tres jóvenes eran sus mujeres. Por lo demás, aquella especie de parvulario en plena actividad estaba lleno hasta las costuras de niños dándose mutuos codazos, forcejeando, lanzando risitas, haciendo caso omiso de las admoniciones de silencio de los mayores.

Nadie me prestó la menor atención, pero al fin vislumbré a Ellen Cleghorn al fondo de la habitación, sosteniendo en los brazos un niño berreante sin excesivo entusiasmo. Cuando me vio se levantó con dificultad y entregó el niño a una de las mujeres. Se abrió paso entre el enjambre de nietos y vino hasta mí.

– Siento lo de Nancy -le dije, estrechándole la mano-. Y siento molestarla en un momento como éste.

– Me alegro de verte, querida -respondió, sonriendo afectuosamente y besándome en la mejilla-. Los chicos lo hacen con la mejor intención -todos han pedido el día libre y han creído que la abuela se animaría con los críos-, pero este caos es excesivo. Vamos al comedor. Hay bizcocho y una de las chicas está preparando café.

Ellen Cleghorn había envejecido muy bien. Era una versión algo más gruesa de Nancy, con el mismo cabello rubio rizado. Con los años se le había oscurecido en lugar de volverse canoso y seguía teniendo el cutis suave y terso. Llevaba muchos años divorciada, desde que su marido se había marchado con otra mujer. Nunca había recibido ayuda monetaria para los niños ni para ella, y había criado a su familia numerosa con su mísero sueldo de bibliotecaria, haciéndome un sitio en su mesa a la hora de cenar siempre que teníamos entrenamiento de baloncesto.