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– Ya sabéis que ha muerto -le dije cuando regresó.

– Lo he leído en la prensa de la mañana. He estado medio esperando a que os personarais alguno de vosotros.

– ¿Y no se te ocurrió tomar la iniciativa de llamarnos? -arqueé las cejas desdeñosa.

Encogió un hombro.

– No tenía nada concreto que contaros. Vino a verme el martes porque creía que alguien la estaba siguiendo.

– ¿Tenías alguna idea de quién era?

Movió la cabeza negativamente.

– Créeme, Detective, si hubiera tenido un nombre aquí dentro, me habría colgado del teléfono desde primera hora de la mañana.

– ¿No has pensado en Steve Dresberg?

Se removió incómodo.

– Pues… esto, hablé con el abogado de Dresberg, Leon Haas. Él… esto, él creía que Dresberg estaba satisfecho con el estado de las cosas actualmente.

– Ya, no me extraña -dije con malevolencia-. Os dejó a todos a la altura del betún en los tribunales, verdad, con aquel asunto del incinerador. ¿Le preguntaste a Hass lo que pensaba Dresberg sobre la planta de reciclaje que quería montar Cleghorn? Si lanzó amenazas de muerte por un incinerador, no estoy segura de que diera saltos de alegría con un centro de reciclaje. ¿O es que decidió usted que Cleghorn veía visiones, Sr. McInerney?

– Oye, Detective, no me atosigues. Estamos del mismo lado en esto. Tú encuentras al que mató a Cleghorn y yo le acuso hasta en foto. Te lo prometo. No creo que fuera Steve Dresberg, pero mira, llamo a Haas y le doy unos toques.

Sonreí ferozmente y me levanté.

– Eso será mejor que se lo dejes a la policía, Sr. McInerney. Que investiguen ellos y encuentren a alguien que puedas acusar hasta en foto.

Salí de la oficina con ademán arrogante, pero en cuanto estuve en el ascensor se me cayeron los hombros. No quería líos con Steve Dresberg. Si eran ciertas la mitad de las cosas que decían de él, podía echarte al Río Chicago antes de que tuvieras tiempo de estornudar. Pero no había hecho ningún daño a Nancy y Caroline con la cuestión del incinerador. O quizá su estrategia fuera: primera vez una advertencia, segunda una muerte repentina.

Con circunspección, uní el Chevy al atasco de hora punta de la Kennedy y me dirigí a casa.

14.- Aguas turbias

Cuando llegué a casa, el Sr. Contreras estaba ante el edificio con la perra. Ésta mordisqueaba un gran palo mientras él limpiaba desperdicios del pequeño retazo de patio delantero. Peppy saltó al verme, pero abandonó al comprobar que no llevaba la ropa de deporte.

El Sr. Contreras esbozó un saludo con la mano.

– ¿Qué hay, preciosa. Te ha cogido la lluvia esta mañana? -se incorporó y me echó un vistazo-. Bueno, bueno, vaya pinta llevas. Parece que hayas estado metida en cieno hasta la cintura.

– Pues sí, es que he ido al pantano de Chicago Sur. Tiene cierta tendencia a quedársete adherido.

– ¿Ah sí? Ni siquiera sabía que hubiera un pantano allí.

– Pues lo hay -dije secamente, apartando a la perra con impaciencia.

Me miró inquisitivo.

– Necesitas un baño. Un baño caliente y una copa, niña. Sube a descansar. Yo me ocupo de su señoría. Tampoco tiene que ir hasta el lago todos los días de su vida, sabes.

– Sí, claro -recogí el correo y subí lentamente las escaleras hasta el tercer piso. Cuando me vi en un espejo de cuerpo entero no me expliqué cómo había logrado que McInerney no pusiera reparos a recibirme. Por mi aspecto podría ser pariente de la pareja de pescadores de la Laguna del Palo Muerto. Tenía las medias hechas trizas y las piernas tiznadas de negro donde había intentado quitarme el barro al llegar a las dependencias del distrito. El bajo del vestido caía pesadamente a causa del barro seco. Hasta mis zapatos de tacón negros estaban polvorientos por la porquería de mis piernas.

Me quité los zapatos delante de la puerta del cuarto de baño y tiré junto a ellos las medias mientras abría el grifo de la bañera. Esperaba que en el tinte pudieran revivir el vestido; no quería sacrificar la totalidad de mi vestuario al viejo barrio.

Busqué el teléfono portátil en mi habitación y me lo llevé al baño. Una vez dentro de la bañera con un whisky al alcance de la mano, puse en marcha el contestador automático. Jonathan Michaels había intentado localizarme. Había dejado el teléfono de su oficina, pero la centralita estaba ya cerrada y no tenía el número de su domicilio, que no figuraba en la guía. Metí el teléfono en el lavabo y me recosté en la bañera con los ojos cerrados.

Steve Dresberg. Conocido también como el Rey de la Basura. No por su carácter, sino porque todo el que quisiera enterrar, quemar o transportar desperdicios en la zona de Chicago, tenía por fuerza que darle un papel en el reparto. Hay quien dice que dos tipos independientes dedicados a la recogida, que desaparecieron después de negarse a tratar con él, están pudriéndose en los terrenos que se rellenaron para construir el Departamento de Investigación Criminal. Otros creen que el hilo del incendio premeditado de un cobertizo de almacenamiento de residuos, que produjo la evacuación de seis manzanas cuadradas del Distrito Sur el verano pasado, podría seguirse hasta su puerta; si es que hubiera bastantes personas con un seguro de vida pagado para hacer el seguimiento.

Dresberg era decididamente asunto de la policía, si no del FBI. Y dado que no había grandes probabilidades de que Caroline llamara a McGonnigal para rectificar su declaración, ello significaba que tendría que hacer de Ciudadana Proba y decírselo yo misma.

Conteniendo la respiración, me deslicé hasta que el agua me cubrió la cabeza. Ahora bien, supongamos que Dresberg no está implicado en modo alguno. Si dirigía la atención de los polis hacia él, no serviría más que para desviarla de otras líneas de indagación más prometedoras.

Me incorporé y empecé a friccionarme el pelo con champú. El agua se iba ennegreciendo a mi alrededor; destapé el desagüe y abrí el grifo del agua caliente. No tenía más que llamar a alguien del personal de Jurshak que hablara conmigo con la misma franqueza que había empleado con Nancy. Después, cuando empezaran a seguirme figuras siniestras, sacaría mi fiel Smith & Wesson y se lo descargaría en el cuerpo. A ser posible, antes de que pudieran aporrearme la cabeza y tirarme al pantano.

Me envolví en un albornoz y me fui a la cocina a la caza y captura. La asistenta no había ido a la compra hacía tiempo y las posibilidades eran escasas. Saqué el bote de mantequilla de cacahuete y la botella de Black Label y me fui con ambas cosas al salón de estar.

Iba ya por mi segundo whisky y mi cuarta cucharada de mantequilla cuando oí un toque vacilante en la puerta. Gemí con resignación; era el Sr. Contreras con una bandeja repleta. La perra le pisaba los talones.

– Espero que no te importe que me presente sin avisar, niña, pero me he dado cuenta de que estabas en las últimas y he pensado que te gustaría cenar algo. Me he hecho un pollito a la parrilla en la cocina, y aunque no sea a la brasa está bueno, digo yo. Y como sé que procuras hacer comidas sanas te he hecho una ensalada grande. Ahora que si quieres estar sola me lo dices y Peppy y yo desaparecemos escaleras abajo. No me ofende nada. Pero no puedes alimentarte de esa porquería que bebes. Y encima con mantequilla de cacahuete. ¿Whisky y mantequilla de cacahuete? No puede ser, niña. Si estás muy ocupada para comprarte la comida, no tienes más que decírmelo. No me cuesta nada coger alguna cosa más cuando voy a comprar lo mío, ya lo sabes.

Le di las gracias débilmente y le invité a entrar.

– Voy a ponerme algo de ropa.

Supongo que debí haberle mandado de vuelta por la escalera: no quería que se acostumbrara a aquello, a creer que podía subir siempre que le pareciera bien. Pero el pollo olía estupendamente y la ensalada tenía un aspecto fresco y la mantequilla de cacahuete empezaba a pesarme en el estómago.