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Acabé por contarle lo de la muerte de Nancy y mi excursión a la Laguna del Palo Muerto. Él no había pasado nunca del Museo Field y no tenía la más leve noción de cómo era la vida del Sector Sur. Saqué mi plano de la ciudad y le mostré la Calle Houston, donde me había criado, y después la ruta hasta el Distrito Industrial del Calumet y las tierras húmedas, donde habían encontrado a Nancy.

Sacudió la cabeza.

– ¿La Laguna del Palo Muerto, eh? El nombre ya lo dice todo. Es duro perder así a una amiga, con la que habías jugado al baloncesto y demás. Ni siquiera sabía que hubieras sido de un equipo, pero tenía que habérmelo imaginado, por tus carreras y eso. Pero tienes que andarte con ojo, niña. Si es ese Dresberg el que está detrás de todo esto, es mucho más bruto que tú. Ya me conoces, nunca he retrocedido en una pelea, pero no se me ocurriría enfrentarme solo a una división acorazada.

Iniciaba una elaborada ilustración basada en sus experiencias en Anzio cuando Jonathan Michaels llamó. Me excusé y pasé la llamada a la extensión de mi habitación.

– Quería hablar contigo antes de salir de la ciudad mañana por la mañana -empezó Jonathan sin preámbulos-. Encargué a uno de personal que localizara a tus tipos, Pankowski y Ferraro. Efectivamente demandaron a Humboldt. Al parecer no por despido improcedente, sino para ver si podían conseguir indemnización laboral. Tengo la impresión de que tuvieron que dejar el empleo por motivo de enfermedad y querían demostrar que tenía relación con su trabajo. No consiguieron nada con el pleito; el asunto se juzgó aquí y a Humboldt no le costó nada ganarlo, después los dos murieron y el abogado no pareció interesado en seguir la apelación. No sé hasta dónde quieres seguir la cuestión, pero el abogado que llevó el caso fue un tal Frederick Manheim.

Interrumpió mis expresiones de agradecimiento con un tieso «me tengo que ir».

Estaba a punto de colgar cuando volví a escuchar su voz.

– ¿Sigues ahí? Bien. Por poco me olvido: no encontramos nada sobre sabotaje, pero es posible que Humboldt se callara eso; para evitar que la idea cundiera, comprendes.

Después que hubo colgado permanecí sentada en la cama mirando al teléfono. Me sentía tan recargada de información inconexa que no conseguía siquiera pensar. Habían picado mi curiosidad profesional las reacciones del director de personal de Xerxes primero y después del médico. Quería saber qué era lo que suscitaba su comportamiento nervioso. Después Humboldt pareció ofrecerme una explicación elocuente y, además, la muerte de Nancy me había hecho cambiar de prioridades; no podía desenmarañar el mundo entero, y encontrar a sus asesinos me pareció más urgente que rascarme la picazón de Xerxes.

Ahora la rueda volvía a girar en el otro sentido. ¿Por qué se había tomado tantas molestias Humboldt para mentirme? ¿O es que no me había mentido? Quizá le hubieran demandado por la indemnización laboral y habían perdido porque el despido se debió a sabotaje. Nancy. Humboldt. Caroline. Louisa. Chigwell. Las imágenes se sucedían inútilmente en mi cabeza.

– ¿Te pasa algo, niña? -era el Sr. Contreras paseándose inquieto por el recibidor.

– No, estoy bien. Creo -me puse en pie y volví a su lado con lo que yo esperaba fuera una sonrisa tranquilizadora-. Simplemente necesito estar sola algún tiempo. ¿No le importa?

– Sí, sí, claro -estaba un poco dolido pero hizo un esfuerzo animoso por disimularlo. Recogió los platos sucios, rehusando con un gesto mi oferta de ayuda, y se volvió con bandeja y perra al piso bajo.

Una vez sola deambulé taciturna por el piso. Caroline me había pedido que dejara de buscar a su padre; no había motivo alguno para insistir en lo de Humboldt. Pero cuando un hombre con diez billones de dólares se empeña en tenderme una trampa se me levantan las agallas.

Revolví en busca de la guía telefónica. No sé cómo, había quedado tapada por un montón de partituras en el piano. Como era lógico, el número de Humboldt no aparecía. Frederick Manheim, Abogado, tenía un despacho entre la Noventa y Cinco y Halsted, y su casa en la cercana Beverly. Los abogados con ingresos cuantiosos o prácticas delictivas no dan el teléfono de su residencia. Ni tampoco suelen ocultarse en el Sector Sudoeste, lejos de los tribunales y de la acción importante.

Estaba lo bastante inquieta para ponerme en movimiento ya, llamar a Manheim, escuchar su historia, y galopar hasta la Calle Oak para enfrentarme con Humboldt. Festina lente, susurré para mis adentros. Averigua los hechos, después dispara. Sería más aconsejable esperar hasta la mañana siguiente para recorrer el trayecto hasta el sur y entrevistarme con el tipo en persona. Lo cual significaba otro día embutida en medias. Lo cual significaba que tendría que limpiarme los zapatos de tacón.

Rebusqué en el armario del recibidor para encontrar el betún y al fin encontré una latita negra bajo un saco de dormir. Estaba limpiando los zapatos con esmero cuando llamó Bobby Mallory.

Me sujeté el teléfono entre el hombro y el cuello y empecé a abrillantar el zapato izquierdo.

– Buenas noches, teniente. ¿En qué puedo servirte?

– Puedes darme una buena razón para no enchironarte -hablaba con un agradable tono conversador, lo cual significaba que estaba a punto de estallar.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Es considerado delictivo el hacerse pasar por agente de policía. Por todo el mundo menos por ti, supongo.

– Soy inocente -miré el zapato. Jamás recobraría la suave pátina que tenía cuando salió de Florencia, pero no estaba del todo mal.

– ¿No eres tú la mujer -alta, unos treinta años, cabello corto rizado- que le dijo a Hugh McInerney que era de la policía?

– Le dije que era detective. Y cuando hablé de la policía, tuve buen cuidado de emplear pronombres de tercera persona, no de primera. Hasta donde yo sé eso no es delito, pero es posible que el Ayuntamiento metiera la pata en mi nombre -cogí el zapato derecho.

– No crees que podrías dejar la investigación de la muerte de Cleghorn a la policía, ¿verdad?

– Pues no sé qué decirte. ¿Crees que la mató Steve Dresberg?

– Si te digo que sí, ¿estás dispuesta a esfumarte y dedicarte a las cosas que sabes hacer?

– Si tienes una orden de detención con el nombre del tipo, lo consideraré. Sin entrar en lo que sé o no sé hacer -cerré el envase de betún y lo dejé junto al paño sobre un periódico.

– Mira, Vicki. Eras hija de policía. Ya debías saber que no hay que meter las narices en las investigaciones policiales. Cuando te vas a hablar con un tipo como McInerney sin decirnos nada, simplemente nos haces el trabajo cien veces más difícil. ¿Sí o no?

– Sí, bueno, digo yo que sí -admití a regañadientes-. No volveré a hablar con un fiscal estatal sin permiso expreso de McGonnigal o tuyo.

– ¿Ni con ninguna otra persona?

– Dame un respiro, Bobby. Si pone ASUNTO POLICIAL en todas las etiquetas, os lo dejo a vosotros. Eso es lo más que me vas a sacar.

Colgamos mutuamente irritados. Pasé el resto de la noche ante la tele mirando una versión muy cortada de Rebelde sin causa. No sirvió precisamente para calmar mi mal humor.

15.- Lección de química

El despacho de Manheim estaba entre un salón de belleza y una floristería, formando parte de la multitud de pequeñas fachadas comerciales que atestan la Calle Noventa y Cinco. Su nombre aparecía en una plancha de vidrio con esos caracteres negros y dorados que dan en teoría un aspecto antiguo y discreto: Frederick Manheim, Abogado.

La parte delantera del local, la que los pequeños comercios empleaban para planta de ventas, había sido convertida en zona de recepción. Contenía un par de sillas de vinilo y una mesa con una máquina de escribir y una violeta africana encima. Sobre otra mesa de conglomerado, frente a las sillas de vinilo, había unos cuantos números atrasados de El Deporte Ilustrado. Hojeé uno durante unos minutos para dar al asistente la oportunidad de salir. Cuando no apareció nadie llamé con la mano en la puerta del fondo de la sala y giré el picaporte.