La puerta se abría a un diminuto corredor. Se habían colocado unas cuantas planchas de madera laminada en la parte donde las tiendas guardan sus excedentes para crear una oficina y un pequeño cuarto de baño.
Llamé a la puerta donde aparecía el nombre de Manheim -escrito en esta ocasión en fuertes trazos negros de letra gótica- y en respuesta se oyó un apagado «un momento». Sonó un susurro de papeles, un cajón se cerró de golpe y Manheim abrió la puerta masticando aún, limpiándose la boca con el revés de la mano. Era un hombre joven de mejillas sonrosadas y pelo claro y abundante que le caía por encima de las gruesas gafas.
– Ah, hola. Annie no me ha dicho que tuviera visitas esta mañana. Adelante.
Estreché la mano que me ofrecía y le dije mi nombre.
– No tengo cita. Siento interrumpir de esta manera, pero pasaba por aquí y he pensado que quizá pudiera dedicarme un minuto o dos.
Me invitó a pasar con un ademán.
– Claro, claro. Sin problema. Siento no poder ofrecerle un café: conseguí el mío en el Dunkin' Donuts de camino hacia aquí.
Había apretado un par de sillas para visitas entre su escritorio y la puerta. Si te recostabas en la de la izquierda, chocabas con el archivador metálico. La de la derecha estaba metida contra la pared; una línea de rozaduras grises marcaba el lugar donde las personas se habían apoyado excesivamente sobre las planchas de fibra de la pared. Me produjo un cierto malestar el no poder inyectar algo de dinero contante en la operación.
Había sacado un cuaderno de papel profesional, colocando el café del Dunkin' Donuts a un lado con cuidado.
– ¿Podría deletrearme su nombre, por favor?
Lo hice.
– Soy abogada, Sr. Manheim, pero actualmente trabajo sobre todo como investigadora privada. En uno de los casos que llevo me han surgido los nombres de dos clientes suyos. Antiguos clientes, supongo. Joey Pankowski y Steve Ferraro.
Manheim había estado mirándome cortésmente a través de los gruesos cristales, con las manos relajadamente unidas en torno a la pluma. Al oír los nombres de Pankowski y Ferraro dejó caer la pluma y adoptó una expresión todo lo preocupada que cabe en un hombre de sonrosadas mejillas querubínicas.
– ¿Pankowski y Ferraro? No estoy seguro…
– Empleados de la fábrica Xerxes de Químicas Humboldt en Chicago Sur. Murieron hace dos o tres años.
– Ah, sí. Ya recuerdo. Necesitaban asesoramiento legal, pero me temo que no pude ayudarles demasiado -parpadeó tristemente tras sus gafas.
– Ya comprendo que no querrá hablar de sus clientes. A mí tampoco me gusta hablar de los míos. Pero si le explico lo que ha suscitado mi interés en Pankowski y Ferraro, ¿estaría dispuesto a responderme a un par de preguntas sobre ellos?
Bajó la vista hacia la mesa y jugueteó con la pluma.
– Es que… realmente… no debo…
– ¿Qué es lo que pasa con esos dos tipos? Cada vez que menciono sus nombres hay algún hombre hecho y derecho que empieza a temblar.
Levantó la vista
– ¿Para quién trabaja?
– Para mí. Para mí, para mí, con eso basta, eso al menos dijo Medea.
– ¿No trabaja para una compañía?
– ¿Quiere decir del estilo de Químicas Humboldt? No. Me contrató en un principio una muchacha que vivía al lado de mi casa para que averiguara quién era su padre. Al parecer había una posibilidad remota de que uno de los dos -probablemente Pankowski- pudiera ser la persona y empecé a husmear para encontrar alguien de Xerxes que lo conociera. La mujer en cuestión me ha despedido el miércoles pasado, pero a mí me ha picado la curiosidad la forma en que la gente está reaccionando a mis preguntas. Esencialmente, me están mintiendo sobre lo que ocurrió entre Pankowski y Ferraro, y Xerxes. Y entonces uno que conozco en el Departamento de Trabajo me dijo que usted les representó. Por eso estoy aquí.
Sonrió mustio.
– Supongo que no hay motivo alguno para que la compañía mande a alguien a estas alturas. Pero me cuesta trabajo creer que actúa usted por cuenta propia. Fueron muchas las personas a las que puso nerviosas el caso, y ahora aparece usted así por las buenas. Es demasiado… demasiado raro. Demasiado retorcido.
Me restregué la frente, por ver si mi cerebro respondía con alguna idea. Finalmente dije:
– Voy a hacer una cosa que no he hecho jamás en toda mi trayectoria como investigadora. Le voy a contar exactamente lo que ha ocurrido. Si después sigue considerando que no soy de fiar, sea como quiera.
Comencé por el principio mismo, con la aparición de Louisa embarazada en la casa de al lado unos meses antes de mi undécimo cumpleaños. Seguí con Gabriella y sus impulsos quijotescos. Con la exuberante filantropía de Caroline a expensas de los demás y la molesta sensación que yo conservaba de seguir siendo en algún modo responsable de ella. No le dije que Nancy había terminado en la Laguna del Palo Muerto, pero le relaté todo lo ocurrido en Xerxes, mi conversación con el Dr. Chigwell y por último la intervención de Humboldt. Ese fue el único episodio al que puse sordina. No conseguí decidirme a contarle que el dueño de la compañía me había invitado a tomarme un coñac; me sentía avergonzada de haberme dejado embaucar por los aderezos de la opulencia. Así pues, balbucí que había recibido una llamada de uno de los altos cargos de la compañía.
Cuando hube terminado, Manheim se quitó las gafas y las sometió a un elaborado ritual de limpieza con la participación de la corbata. Era evidentemente un gesto de nerviosismo habitual, pero sus ojos tenían un aspecto tan desnudo sin la protección de los cristales que aparté la vista.
Al fin volvió a ponerse las gafas y a coger la pluma.
– No soy mal abogado. En realidad soy bastante pasable. Simplemente no soy muy ambicioso. Me crié en el Sector Sur y aquello me gusta. Presto servicios a muchos de los comerciantes de la calle con problemas de arrendamiento, cuestiones laborales, ese tipo de cosas. Por eso, cuando aquellos dos tipos recurrieron a mí posiblemente debiera haberlos mandado a algún otro sitio, pero creí que podría resolver el caso -no es la primera vez que me ocupo de demandas de indemnización- y además me apetecía el cambio. La hermana de Pankowski es dueña de la floristería de al lado -por eso vinieron a mí- ella les dijo que le había hecho un buen trabajo.
Avanzó unos pasos hacia el archivador pero cambió de idea.
– No sé para qué quiero la carpeta; un tic nervioso, supongo. En fin, que me conozco el puñetero caso de memoria, aun después de tanto tiempo.
Se detuvo, pero yo no le insté a seguir. Desde ahora, todo lo que dijera sería para sí mismo más que para mí y no quería interrumpir su locuacidad. Pasados unos instantes continuó.
– Es la xerxina, sabe. Con el método que empleaban para hacerla, dejaba residuos tóxicos en el aire. ¿Sabe algo de química? Yo tampoco, pero en aquella época estudié bastante la cuestión. La xerxina es un hidrocarburo clorinado: normalmente añaden cloro al gas etileno y obtienen un disolvente. Ya sabe, del tipo con el que se puede quitar grasa de una plancha de metal, o pintura o cualquier cosa.
– Pues bien, si se inhalan los vapores mientras se está fabricando no es precisamente lo mejor del mundo. Afecta al hígado y a los riñones y al sistema nervioso central, y a todas esas cosas tan buenas. Cuando Humboldt empezó a fabricar la xerxina allá por los años cincuenta, nadie sabía nada de aquello. Quiero decir que las fábricas no estaban pensadas para matar a los empleados, pero tampoco tuvieron excesivo cuidado en el control de la cantidad de vapores clorinados que pasaba al aire.
Ahora que estaba enfrascado en su narración, su ademán había cambiado. Parecía seguro de sí y experto; su declaración de ser un buen abogado no parecía en absoluto ridícula.