– Después, en los años sesenta y setenta, cuando la gente comenzó a pensar en serio sobre el medio ambiente, hubo personas como Irving Selikoff que empezaron a indagar en la contaminación industrial y la salud de los obreros. Y empezaron a ver que había productos químicos como la xerxina que podían ser tóxicos en concentraciones bastante bajas; ya sabe, cien moléculas por millón de moléculas de aire. Lo que llaman partes por millón. Entonces Xerxes instaló depuradores de aire y cerró mejor sus tuberías, y redujo sus partes por millón hasta la normativa federal. Eso habría sido en los años setenta, cuando la Agencia de Protección del Medio Ambiente fijó el límite para la xerxina. Cincuenta partes por millón.
Sonrió a modo de disculpa.
– Siento ser tan técnico. Ya no soy capaz de pensar en este caso en términos simples. En fin, Pankowski y Ferraro vinieron a verme a comienzos de 1983. Los dos estaban ya fatal, uno de ellos con un cáncer de hígado y el otro con anemia aplástica. Habían trabajado en Humboldt mucho tiempo -Ferraro desde el 59 y Pankowski desde el 61-, pero lo habían dejado cuando su estado les impidió trabajar. Eso sería dos años antes. O sea, que no pudieron cobrar la incapacitación. Creo que nadie les informó de que tenían la posibilidad de exigirla.
Asentí con la cabeza. Las empresas no suelen ofrecer voluntariamente información sobre aquellas prestaciones que aumentan las primas de sus seguros. En especial en casos como el de Louisa, en que le estaban cubriendo grandes facturas médicas además de su sueldo de incapacitación.
– ¿Pero y su sindicato? -pregunté-. ¿No les habría informado su representante sindical?
Negó en silencio.
– Es un sindicato de empresa que habla en gran medida por boca de la dirección. Especialmente ahora; hay tanto paro en el barrio que no quieren remover el cotarro.
– A diferencia de los metalúrgicos -intervine yo secamente.
Sonrió por vez primera, adquiriendo un aspecto incluso más juvenil que antes.
– Bueno, no se les puede echar en cara. Al sindicato de Xerxes quiero decir. Pero, en fin, aquellos dos habían leído en alguna parte que la xerxina podía ser perjudicial para la salud, y dado que ambos andaban mal económicamente, pensaron que al menos podrían cobrar indemnización por no estar capacitados para trabajar. Ya sabe, enfermedad laboral y esas cosas.
– Ya veo. ¿Entonces usted fue a Humboldt para intentar negociar algún acuerdo? ¿O fueron directamente a los tribunales?
– Tenía que moverme deprisa; no estaba muy claro cuánto iban a vivir ninguno de los dos. Primero fui a la compañía, pero cuando se negaron a jugar no me anduve por las ramas: puse demanda. Claro está que si hubiéramos ganado después de haber muerto los tipos, sus familias habrían tenido derecho al cobro de la indemnización. Y habría significado un notable cambio económico para ellas. Pero sueles preferir que tus clientes estén vivos a la hora de su triunfo.
Asentí. Habría significado un cambio notable, especialmente para la Sra. Pankowski y todos sus críos. Las compañías aseguradoras de Illinois pagan un cuarto de millón a las familias de los obreros que mueren en accidente laboral, por tanto habría merecido la pena el esfuerzo.
– ¿Entonces qué ocurrió?
– Pues que yo vi en seguida que la compañía nos iba a dar largas, y por tanto demandamos. Entonces nos metieron en una de las primeras listas de causas a juzgar. Aunque esté aquí perdido en el Sector Sur tengo unas pocas influencias -sonrió para sí, pero rehusó compartir la broma.
– El problema era que los dos tipos fumaban, Pankowski bebía mucho, y los dos habían vivido toda su vida en Chicago Sur. Supongo que si usted se crió allí no tengo que recordarle cómo era el aire. O sea que Humboldt nos dio una buena somanta. Dijeron que por una parte no había modo alguno de demostrar que era la xerxina la que les había afectado y no los cigarrillos o la mierda del ambiente. Y además apuntaron que los dos habían trabajado allí antes de que nadie supiera que aquello era tan tóxico. Es decir, que incluso si era la xerxina lo que les había perjudicado, no contaba; ya sabe, la fábrica funcionaba conforme a los conocimientos médicos vigentes. O sea, perdimos como convenía. Hablé con un excelente abogado de apelación y su opinión fue que no había realmente nada en qué apoyarnos. Final de la historia.
Reflexioné alrededor de un minuto.
– Ya, pero si eso fue todo lo que pasó, ¿por qué saltan todos en Xerxes como conejos nerviosos cuando oyen los nombres de los tipos?
Se encogió de hombros.
– Probablemente por la misma razón por la que yo no quería hablar con usted en un principio. No se creen que actúe por cuenta propia. No se creen que esté buscando a un padre perdido. Lo que piensan es que está intentando remover el caldero otra vez. Tiene que admitir que su historia es bastante improbable a primera vista.
Con renuencia, miré el asunto desde su punto de vista. Dados todos los datos que yo desconocía, digamos que podía comprenderlo. Seguía aún sin poder imaginar por qué había creído Humboldt necesario intervenir. Si su compañía había ganado el caso sin tapujos, ¿por qué iba a importarle que sus empleados me contaran cosas de Pankowski y Ferraro?
– Y además -dije en voz alta-, ¿por qué se altera tanto? ¿Cree que se equivocaron? Quiero decir que si cree que el juicio estuvo amañado de alguna manera.
Sacudió la cabeza alicaído.
– No. Basándonos en la evidencia, no creo que pudiéramos haber ganado. Creo que deberíamos haber ganado. Vamos, que aquellos hombres merecían algo a cambio de haber invertido veinte años de su vida en la empresa, sobre todo teniendo en cuenta que era probable que fuera el trabajar allí lo que les matara. Es como la madre de su amiga. Ella se está muriendo también. ¿Una afección de riñón, dijo? Pero la ley es muy clara, o al menos los precedentes lo son: no se puede hacer responsable a la compañía por funcionar conforme a la mejor información disponible en el momento.
– ¿De modo que eso es? ¿Prefiere no hablar del asunto porque sencillamente se siente mal por no haber ganado el caso?
Volvió a concentrarse en sus gafas y su corbata.
– Bueno, eso me tendría que afectar. A nadie le gusta perder, y es que ¡Dios mío! era inevitable querer que ganaran aquellos dos. Pero, sabe, entonces podía ocurrir que la compañía viera que aquella planta se iba al garete si sentábamos un precedente favorable, porque todo el que hubiera estado enfermo o hubiera muerto vendría a reclamar una indemnización cuantiosa.
Calló. Yo permanecí sentada, muy quieta.
Al fin dijo:
– No. Es que recibí una llamada amenazante. Después del caso. Cuando considerábamos la posibilidad de apelar.
– Eso le habría dado motivo para revocar el fallo -exclamé con fuerza-. ¿No acudió al fiscal del estado?
Movió la cabeza.
– Sólo recibí una llamada telefónica. Y quien quiera que llamase no habló del caso por su nombre; fue sólo una referencia general a los peligros de recurrir al sistema de apelación. Yo no soy muy fuerte físicamente, pero tampoco soy un cobarde. La llamada me enfureció, nunca he estado tan furioso, y removí el cielo con la tierra a continuación para la apelación. Simplemente no hubo forma de hacerlo.
– ¿No le llamaron después para felicitarle por haber seguido sus recomendaciones?
– No volví a saber nada del tipo que llamó. Pero cuando usted apareció así por las buenas…
Reí.
– Me alegro de saber que me pueden confundir con un matón. Es posible que me haga falta serlo antes de que termine el día.
Se ruborizó.
– No, no. Usted no parece -no es eso lo que- lo que quiero decir, usted es una mujer muy atractiva. Pero en estos tiempos nunca se sabe… Ojalá pudiera darle algún dato sobre el padre de su amiga, pero nunca hablamos de esas cosas. Mis clientes y yo.