El distante contralto de su voz me saludó con tono de perdonarme la vida.
– No he tenido oportunidad de hablar con el Sr. Humboldt sobre usted, Srta. Warshawski. Yo me encargo de darle los mensajes, pero ya no viene al despacho todos los días.
– Ya, y supongo que no le llama a su casa para hacerle consultas. En caso de que lo haga, puede añadir a mi mensaje anterior que anoche vi al Dr. Chigwell.
Ella concluyó nuestra conversación con una presteza condescendiente que me dejó gritando por el teléfono colgado. Acabé de vestirme como pude con las manos temblonas, y me dirigí una vez más hacia el sur.
La iglesia metodista Monte de los Olivos se remontaba a comienzos de siglo, sus bancos de respaldo alto y su gigantesca ventana de roseta evocaban una época en que se llenaba de mujeres con faldas largas y niños con botines. La actual congregación no podía permitirse la conservación de las vidrieras donde se representaba a Jesús en el Calvario. Los espacios donde se había roto el rostro melancólico y ascético de Jesús, se habían rellenado con vidrio reforzado, dándole el aspecto de haber contraído una enfermedad cutánea aguda.
Mientras los cuatro hermanos de Nancy iban acomodando a la gente, sus niños permanecían sentados en los bancos delanteros, empujándose y dándose manotazos no obstante la presencia cercana del féretro adornado con colgaduras de su tía. Sus mutuos insultos, susurrados en voz ronca, se oían por toda la nave hasta que quedaron ahogados por los acordes tristones de un órgano.
Avancé hasta el frente para hacer saber a la Sra. Cleghorn que me encontraba allí. Me sonrió con trémulo afecto.
– Ven a casa después de la ceremonia -murmuró-. Nos tomamos un café y charlamos.
Me invitó a sentarme con ella, lanzando una mirada hastiada a sus nietos. Yo me separé suavemente -no quería servir de amortiguador entre ella y los forcejeantes monstruos-. Además, quería ponerme detrás para observar a los asistentes; es un cliché, pero muchas veces los asesinos no pueden resistir la tentación de asistir a los funerales de sus víctimas. Quizá formara parte de una superstición primitiva, ese afán por asegurarse de que la persona está realmente muerta, que queda bien enterrada para que su espíritu no vuelva.
Una vez me hube situado cerca de la entrada apareció Diane Logan, resplandeciente con un abrigo de zorro plateado. Me rozó la mejilla y me apretó la mano antes de avanzar por el pasillo.
– ¿Quién es ésa? -susurró una voz en mi oído.
Di un respingo y me volví. Era el sargento McGonnigal, esforzándose por adoptar un aire de luto con su traje oscuro. Es decir, que la policía tenía también esperanzas.
– Jugaba al baloncesto con Nancy y conmigo; ahora es dueña de una de las agencias de relaciones públicas Gold Coast -susurré yo a mi vez-. No creo que ella sacudiera a Nancy… jugaba mejor que ella hace años. Y hoy también, si se mira bien. No sé el nombre de todo el mundo… dime cuál de ellos es el asesino.
Sonrió ligeramente.
– Cuando te vi sentada aquí creí que ya no tenía de que preocuparme… la pequeña detective polaca va a acogotar al asesino delante del altar.
– Iglesia metodista -murmuré-. Creo que no se llama altar.
Caroline entró taconeando con el grupo de personas que había visto con ella en las oficinas de PRECS. Exhibía esa gravedad trascendental de las personas que no acuden a actos solemnes con mucha frecuencia. Los rizos cobrizos de Caroline habían sido peinados con algo que recordaba aseo. Llevaba un traje negro pensado para una mujer mucho más alta: los fruncidos de la tela en el bajo delataban la línea por donde lo había acortado con su habitual torpeza impaciente. Si me había visto, no dio muestra alguna, avanzando con el contingente de PRECS hasta un banco aproximadamente a mitad del pasillo.
Tras ellos entró un puñado de señoras mayores, acaso compañeras de la Sra. Cleghorn en la sección local de la biblioteca. Cuando hubieron pasado advertí a un joven delgado situado inmediatamente detrás de ellas. La penumbra del lugar resaltaba su silueta angulosa. Miró a su alrededor confuso, se percató de mi mirada, y apartó la vista.
La humilde turbación con que giró la cabeza me llevó a recordar quién era: el joven Art Jurshak. También había mostrado un gesto de gran modestia al hablar con los viejos paniaguados en las oficinas de su padre.
Con la media luz de las ventanas no lograba distinguir sus bien dibujadas facciones. Se deslizó en un asiento de la parte trasera.
McGonnigal me tocó en el hombro.
– ¿Quién es ese brote de alfalfa? -musitó.
Le sonreí angelicalmente y me llevé un dedo a los labios; el órgano había empezado a sonar más fuerte, denotando la llegada del pastor. Pasamos por el Habita entre nosotros a ritmo tan pausado que tuve que prepararme entre un acorde y otro.
El pastor era un hombre pequeño y rechoncho, con el cabello negro que aún conservaba peinado en dos filas iguales a ambos lados de su arrugada bóveda. Tenía el aspecto de esos evangelizadores de TV que te ponen mal estómago, pero cuando empezó a hablar comprendí que había cometido el temible error de juzgar por las apariencias. Era evidente que había conocido bien a Nancy y habló de ella con elocuente energía. Otra vez sentí un nudo en la garganta y me recosté en el banco para observar las vigas del techo. La madera había sido pintada con esos adornos azules y anaranjados que son frecuentes en las iglesias victorianas. Concentrándome en los complicados encajes de los dibujos conseguí tranquilizarme lo bastante para unirme al himno final.
Volvía los ojos continuamente hacia el joven Art. Éste pasó la ceremonia sentado al borde del banco, asiendo fuertemente el respaldo del asiento de delante. Cuando las últimas estrofas de Habito en amor divino fueron laboriosamente arrancadas del órgano, se deslizó del banco poniéndose en pie y avanzó hacia la salida.
Le alcancé en el porche, donde se movía nerviosamente de un pie a otro incapaz de deshacerse de un pedigüeño borracho. Cuando toqué a Art en el brazo se sobresaltó.
– No sabía que Nancy y tú fuerais amigos -dije-. Nunca me habló de ti.
Murmuró unas palabras que parecían ser «la conocía poco».
– Soy V. I. Warshawski. Nancy y yo jugábamos juntas al baloncesto en el colegio y en la universidad. Te vi en las oficinas del Distrito Diez la semana pasada. ¿Eres hijo de Art Jurshak, no?
Ante esta pregunta su cara de mármol tallado se volvió aún más pálida; temí que fuera a desmayarse. Pese a ser un joven esbelto, no estaba segura de tener fuerza para detener su caída.
El borracho, que había escuchado todo con interés, se acercó todavía más.
– Su amigo tiene muy mal aspecto, señora. ¿Qué tal si me da cincuenta centavos para un café… uno para él y otro para mí?
Le volví la espalda con decisión y cogí a Art por el codo.
– Soy detective privada y estoy procurando aclarar la muerte de Nancy. Si tenías amistad con ella, me gustaría hablar contigo. Sobre sus relaciones con las oficinas de tu padre.
Sacudió la cabeza con aturdimiento y sus ojos azules se oscurecieron de temor. Tras un prolongado debate interior pareció estar a punto de obligarse a hablar. Desgraciadamente, cuando abrió la boca los restantes asistentes al funeral comenzaron a salir de la iglesia. En cuanto empezaron a pasar personas a nuestro lado, Art se liberó de mi mano y marchó a toda velocidad calle abajo.
Intenté seguirle, pero tropecé con el borracho y caí al suelo. Le maldije a gusto mientras volvía a ponerme en pie. Él me vilipendiaba a su vez, pero calló súbitamente cuando apareció McGonnigaclass="underline" los muchos años pasados en las cercanías de la policía le habían dotado de un sexto sentido para detectar incluso a los de paisano.
– ¿Qué es lo que tiene tan asustado al pelirrojo, Warshawski? -inquirió el sargento, haciendo caso omiso del pedigüeño. Le vimos entrar en su coche, un modelo reciente de Chrysler aparcado al final de la calle, y salir despendolado.