– Tengo ese efecto sobre los hombres -dije brevemente-. Los vuelvo locos. ¿Has encontrado al asesino?
– No lo sé. El cromo éste era el único que actuaba de modo sospechoso. ¿Por qué no demuestras que eres una ciudadana dispuesta a colaborar y me das su nombre?
Me volví para mirarle.
– No es un secreto; el nombre es muy conocido por estos lares, Art Jurshak.
McGonnigal apretó los labios.
– El que Mallory sea mi jefe no quiere decir que puedas traerme y llevarme como haces con él. Dime el nombre del chico.
Levanté la mano derecha.
– Palabra de Girl Scout, Sargento. Jurshak es su padre. El joven Art se ha incorporado a su gestoría o su oficina o algo así. Si le alcanzas, no le apliques el látigo -no creo que tenga mucho aguante-.
McGonnigal sonrió brutalmente.
– No te preocupes Warshawski. Tiene mejor protección que una piel dura. No voy a estropearle los bucles… ¿Vas a casa de los Cleghorn a tomar café? Oí a algunas de las señoras comentando lo que iban a llevar. ¿Te importa que me filtre contigo?
– Nosotras las pequeñas detectives polacas vivimos para ayudar a los polis. Vente.
Sonrió y me abrió la portezuela del coche.
– ¿Te ha llegado al alma, eh, Warshawski? Me disculpo; no eres tan pequeña.
Un puñado de los asistentes se encontraba ya en la casa de Muskegon cuando llegamos nosotros. La Sra. Cleghorn, con el maquillaje manchado de lágrimas secas, me recibió afectuosamente y aceptó a McGonnigal con cortesía. Permanecí unos minutos hablando con ella en el pequeño recibidor mientras el sargento deambulaba hacia el fondo de la casa.
– Kerry se ha llevado a los niños a su casa, de modo que hoy tendremos más tranquilidad -dijo-. Quizá me traslade a Oregón cuando me jubile.
La abracé.
– ¿Vas a cruzar todo el país para no ejercer de abuela? Podrías cambiar las cerraduras; sería menos drástico.
– Supongo que se debe a lo alterada que estoy, Victoria, el decir cosas así; nunca he querido que nadie supiera mi opinión sobre los niños de mis hijos -quedó unos instantes en silencio y después añadió con incomodidad-: Si quieres hablar con Ron Kappelman sobre… sobre Nancy u otras cosas, está en el salón.
Sonó el timbre. Mientras ella iba a abrir la puerta yo crucé el pequeño vestíbulo hacia el salón. Nunca había visto a Ron Kappelman, pero no tuve dificultad alguna para reconocerlo: era el único hombre de toda la habitación. Era aproximadamente de mi edad, quizá algo mayor, robusto, con cabello castaño oscuro muy corto. Llevaba una chaqueta gris de tweed que estaba gastada por las solapas y los puños, y pantalones de pana. Estaba sentado solo en un taburete de imitación de cuero, hojeando tranquilamente las páginas de un viejo National Geographic.
Las cuatro mujeres de la sala, las que yo había supuesto compañeras de la Sra. Cleghorn en la iglesia, murmuraban juntas en un rincón. Miraron hacia mí, comprobaron que no me conocían, y volvieron a su suave zumbido.
Arrastré una silla de respaldo junto a Kappelman.
Éste levantó los ojos hacia mí, hizo una especie de gesto y dejó otra vez la revista sobre la mesa baja.
– Ya lo sé -dije compasiva-. Es un fastidio tener que hablar con desconocidos en una situación como ésta. No sería admisible si no creyera que puede ayudarme.
Arqueó las cejas.
– Lo dudo, pero inténtelo.
– Me llamo V. I. Warshawski. Soy una vieja amiga de Nancy. Jugamos al baloncesto en el mismo equipo hace años. Hace muchos años -no logro recuperarme de la velocidad con que ha empezado a correr el tiempo a partir de mi treinta cumpleaños. No me parecía que hubieran pasado tantos años desde que Nancy y yo estuvimos en la universidad.
– Desde luego. Sé quién eres. Nancy me habló de ti varias veces; me dijo que gracias a ti no se volvió loca cuando estaba en la escuela superior. Soy Ron Kappelman, pero al parecer eso ya lo sabías al entrar.
– ¿Te dijo Nancy que ahora soy investigadora privada? Bueno, hacía algunos años que no la veía, pero nos vimos en un reencuentro de baloncesto hace alrededor de una semana.
– Sí, lo sabía -me interrumpió-. Asistimos juntos a una reunión inmediatamente después. Algo me contó.
Un enjambre de gente entró en la habitación con ruido de murmullos. Pese a mantener las voces amortiguadas, no había espacio suficiente para absorber ni los cuerpos ni el rumor. Alguien que estaba de pie junto a mí encendió un cigarrillo y sentí aterrizar una ceniza caliente en el cuello redondo de mi chaqueta bolero.
– ¿Podemos ir a algún sitio para hablar? -pregunté-. ¿La antigua habitación de Nancy o un bar o algo así? Estoy intentando aclarar su muerte, pero al parecer no logro hacerme con un cabo del que poder tirar. Esperaba que pudieras decirme algo.
Sacudió la cabeza.
– Puedes creerme, si yo pensara que tenía alguna píldora fuerte me habría presentado en la policía como un rayo. Pero sí me apetece salir de aquí.
Nos abrimos paso entre la multitud, presentando nuestros afectuosos respetos a la Sra. Cleghorn al salir. La cordialidad con que se dirigió a Kappelman parecía indicar que él y Nancy habían mantenido relaciones amistosas. Me pregunté vagamente qué habría sido de McGonnigal, pero ya era un hombrecito, sabía cuidarse.
Una vez fuera, Kappelman dijo:
– ¿Por qué no me sigues hasta mi casa en Pullman? No hay ningún café por aquí que sea agradable y tranquilo. Como seguramente ya sabes.
Seguí el paso de su decrépito Rabbit por una serie de callejuelas hasta la manzana de la Ciento Trece y Langley. Se detuvo ante una de esas filas de pulcras casas de ladrillo que flanquean las calles de Pullman, casas con fachadas sobrias y pórticos que recuerdan a las ilustraciones de Filadelfia en la época en que se firmó la Constitución.
Pese a su exterior de buen gusto y cuidado, no estaba preparada para la meticulosa restauración del interior. Las paredes estaban empapeladas con vivos dibujos florales Victorianos, el revestimiento de madera relucía con un satinado tono de nogal oscuro, el mobiliario y las alfombras eran piezas originales de época perfectamente conservadas colocadas sobre suelos de madera dura finamente pulida.
– Qué preciosidad -dije, arrobada-. ¿Lo has arreglado tú?
Asintió en silencio.
– La carpintería es como si dijéramos mi hobby; supone un cambio considerable respecto a los trapicheos con los catatónicos con los que paso el día. Los muebles son todos cosillas que he encontrado en los mercadillos de barrio.
Me condujo a una pequeña cocina con azulejo italiano en el suelo y las encimeras, y relucientes cacharros de fondo de cobre colgados en las paredes. Me encaramé en una banqueta alta a un lado de un mostrador saliente de azulejos mientras él ponía el café en el fogón al otro.
– ¿Entonces, quién te pidió que investigaras la muerte de Nancy? ¿Su madre? ¿No está muy segura de que la poli vaya a arremeter contra los políticos de por aquí para que la ley siga su curso inexorable? -me miró de reojo mientras montaba con destreza una cafetera de colador.
– Nada de eso. Si conoces algo a la Sra. Cleghorn ya sabrás que su talante no es propenso a la venganza.
– ¿Quién es tu cliente, pues? -giró hacia la nevera y sacó crema y un plato de muffins.
Distraídamente observé la trasera de su pantalón ajustarse en torno a sus posaderas al inclinarse. La costura estaba algo raída; si se agachaba así unas cuantas veces más podría crearse una situación interesante. Noblemente, me abstuve de tirarle un plato a los pies, pero esperé a responder hasta que estuvo incorporado frente a mí.
– Una parte de lo que mis clientes compran cuando me contratan es confidencialidad. Si te chismeo sus secretos, difícilmente podría esperar que tú me chismearas los tuyos, ¿no crees?