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Movió la cabeza.

– Yo no tengo secretos. Al menos que tengan relación con Nancy Cleghorn. Soy asesor legal de PRECS. Trabajo para una serie de asociaciones de la comunidad; mi especialidad es el derecho de interés público. Era fenomenal trabajar con Nancy. Era ordenada, perspicaz, sabía cuándo se podía luchar y cuando había que batir retirada. A diferencia de su jefe.

– ¿Caroline? -era difícil imaginar a Caroline como jefe de nadie-. ¿De modo que tu trato con Nancy fue siempre puramente profesional?

Levantó una cucharilla de café hacia mí.

– No intentes ponerme la zancadilla, Warshawski.

Ya juego al balón con los hombres. ¿Crema? Tómala. Sabes… anula la cafeína y te evita el cáncer de estómago.

Colocó un pesado tazón de porcelana ante mí y metió la bandeja de muffins en el microondas.

– No. Nancy y yo tuvimos un flirteo breve hace un par de años. Cuando entré en PRECS. Ella se estaba recuperando de algo fuerte y yo llevaba unos diez meses divorciado. Nos animábamos mutuamente, pero no teníamos nada especial que ofrecernos. Aparte de amistad, que es ya lo bastante especial para no fastidiarla. Y desde luego no aporreando a tus amigos en la cabeza y tirándolos a un pantano.

Sacó los bollitos del horno y trepó a la banqueta que había en el extremo del mostrador a mi izquierda. Bebí unos sorbos del sabroso café y cogí un bollo de moras.

– Dejo a la policía la labor de hacerte la ficha. Dónde estabas el jueves por la tarde a las dos y demás. Lo que a mí realmente me interesa saber es quién pensaba Nancy que la estaba siguiendo. ¿Creía que había hecho retroceder a Dresberg. ¿O tenía efectivamente relación con la planta de reciclaje?

Hizo una mueca.

– La teoría de la pequeña Caroline; lo cual me induce a tacharla. No es la postura más adecuada para el abogado de su cuadrilla. La verdad es que no lo sé. Los dos estábamos cabreadísimos después de la audiencia de hace dos semanas. Cuando hablamos el martes, Nancy me dijo que ella se ocupaba del lado político, para enterarse de si Jurshak estaba obstruyéndonos y por qué. Yo estaba trabajando los aspectos legales, preguntándome si podríamos engatusar al DSM -el Distrito Sanitario Metropolitano- para que nos diera el permiso. Quizá incluso implicar en el asunto a los departamentos estatal y nacional de la Agencia de Protección del Medio Ambiente.

Distraídamente, Kappelman se comió un segundo bollo y puso mantequilla a un tercero. Su abultada cintura me movió a rechazarlo con un gesto cuando me ofreció el plato.

– ¿Entonces no sabes con quién habló en la oficina de Jurshak?

Negó en silencio.

– Tenía la impresión, aunque sin datos concretos, pero creo que tenía un amante allí. Alguien con quien le avergonzaba un poquito salir y no quería que sus amigos se enteraran, alguien a quien creía que debía proteger -fijó la mirada a lo lejos, intentando expresar con palabras sus impresiones-. Anulaba planes para cenar, no quiso ir a los partidos de los Hawks, para los que compartíamos un abono de temporada. Cosas así. De modo que es posible que estuviera recibiendo información del tipo y no quisiera que yo me enterara. La última vez que hablamos -hoy debe hacer una semana- me dijo que creía tener algo entre manos, pero necesitaba más pruebas. No volví a hablar con ella -se interrumpió de forma brusca y se concentró en su café.

– Bien ¿y qué hay de Dresberg? Basándose en lo que conoces de la situación, ¿crees posible que fuera contrario a un centro de reciclaje?

– Hombre, yo diría que sí. Aunque con un tipo así nunca se sabe. Mira.

Dejó la taza y se inclinó sobre el mostrador con interés, describiendo con amplios gestos de las manos las operaciones de Dresberg. Su imperio de residuos incluía traslados, incineración, contenedores de almacenaje y obras de relleno de terrenos. En sus dominios, Dresberg era muy celoso de cualquier sospecha de intromisión; incluso de cualquier indagación. De ahí las amenazas cuando Caroline y Nancy habían querido oponerse a un nuevo incinerador de bifenilos policlorados que no cumplía la normativa vigente.

– Pero el centro de reciclaje no tenía nada que ver con ninguna de sus operaciones -concluyó-. Xerxes y Glow-Rite arrojan ahora sus vertidos en sus propias lagunas artificiales. Lo único que haría PRECS sería recoger los residuos y reciclarlos.

Reflexioné unos instantes.

– Quizá creyera que el potencial de expansión podía reducirle el negocio por allí. O a lo mejor quiere que PRECS utilice sus camiones para el transporte.

Movió la cabeza.

– Si fuera así, simplemente les engatusaría para que emplearan sus camiones, no se cargaría a Nancy. No estoy diciendo que sea imposible el que esté implicado. Desde luego el centro entra dentro de su esfera de acción. Pero así a primera vista no me parece lo más evidente.

Después de aquello la conversación giró hacia otras cosas, amigos comunes del bar Illinois, mi primo Boom-Boom, al que Kappelman solía ver en el estadio cuando jugaba con los Hawks.

– No ha habido nunca un jugador como él -dijo Kappelman pesaroso.

– Dímelo a mí -me levanté y me puse el abrigo-. Entonces, si topas con algo raro… cualquier cosa, te parezca o no que tiene alguna relación con la muerte de Nancy… me das un telefonazo, ¿de acuerdo?

– Sí, claro -su mirada tenía un aspecto algo desenfocado. Pareció estar a punto de decir algo, después cambió de opinión, me estrechó la mano y me acompañó hasta la puerta.

18.- A la sombra de su padre

No desconfiaba de Kappelman. Pero tampoco le creía. Porque, a fin de cuentas, el tipo se ganaba la vida convenciendo a jueces y comisionados para que apoyaran asociaciones de barrio en vez de a los pesos pesados de la política y la industria a los que acostumbraban a favorecer. Pese a sus pantalones y su chaqueta gastados, sospechaba que debía ser bastante persuasivo. Y si Nancy y él habían sido tan amiguetes como Kappelman decía, no era realmente muy creíble que no le hubiera dado ni la más leve idea de lo que había averiguado a través de la oficina del concejal.

Claro que era algo tópico por mi parte el querer que fuera Dresberg quien pagara el pato. Sólo porque hubiera hecho amenazas anteriormente y tuviera mucha palanca y estuviera interesado en la eliminación de residuos.

Serpenteé por una serie de callejas y me dirigí hacia el Sector Este, a las oficinas del distrito en la Avenida M. Era algo después de las tres y el lugar estaba muy animado. Me crucé con un par de policías de patrulla al entrar. Cuando llegué a la oficina principal mis amigos de las panzas estaban muy enfrascados con media docena de aspirantes a enchufes. Otra pareja, posiblemente trabajadores de la clientela política que habían concluido la limpieza de las calles por aquel día, jugaban a las damas en la ventana. Nadie se fijó en mí realmente, pero las conversaciones bajaron de tono.

– Busco al joven Art -dije cordialmente en dirección al calvo que había sido portavoz durante mi primera visita.

– No está -dijo secamente sin mirarme.

– ¿A qué hora le esperan?

Los tres empleados de la oficina intercambiaron la silenciosa comunicación que había observado antes y coincidieron en que mi pregunta merecía una risita leve.

– No le esperamos -dijo el calvete, volviendo a su cliente.

– ¿Saben dónde podría encontrarlo?

– No andamos marcando al chico -añadió el calvete, pensando acaso en las órdenes de pago que estaban esperando de mí-. A veces aparece por la tarde, otras veces no. Hoy todavía no ha venido, o sea que podría presentarse. Nunca se sabe.

– Comprendo -cogí el Sun-Times de su mesa y me senté en una de las sillas pegadas a la pared. Era vieja, de madera, amarilla y muy rayada, increíblemente incómoda. Leí la sección de «Sylvia», hojeé las páginas deportivas e hice un esfuerzo por interesarme en el último juicio de Greylord, removiendo la pelvis sobre el asiento duro en un frustrado intento de encontrar algún punto que no me rozara los huesos. Pasada una media hora me di por vencida y deposité una de mis tarjetas sobre el escritorio del calvete.