– ¡Algunos trabajamos, saben!
Antes de que el Sr. Contreras pudiera lanzarse en mi defensa, cogí a Caroline enérgicamente por el brazo y la arrastré al interior del piso. El Sr. Contreras la observó con mirada crítica. Una vez hubo decidido que no era peligrosa -al menos no un peligro inmediato y físico- le alargó su mano encallecida y se presentó.
Caroline no estaba en ánimo de andarse con cortesías.
– Vic, te lo ruego. He venido hasta aquí dado que por teléfono no me haces caso. Tienes que dejar en paz mis asuntos.
– Caroline Djiak -informé al Sr. Contreras-. Está muy alterada. Será mejor que me deje hablar con ella.
Empezó a recoger los platos de la cena. Yo hice sentar a Caroline en el sofá.
– ¿Qué te está pasando, Caroline? ¿Qué es lo que te tiene tan asustada?
– ¡No estoy asustada! -gritó-. Estoy furiosa. Furiosa contigo por no haberme dejado en paz cuando te lo dije.
– Mira, niña, yo no soy una televisión que puedes encender y apagar. Podría haber pasado por alto mi conversación con tus abuelos; son unos dementes de tal calibre que nada de lo que pudiera hacer iba a cambiarlos. Pero todo el personal de Químicas Humboldt me está mintiendo sobre los hombres que fueron compañeros de trabajo de tu madre, los que tenían mayores probabilidades de ser tu padre. Y eso no puedo dejarlo pasar. Y no es precisamente una trivialidad lo que dicen: están inventándose del todo los últimos años de la vida de esos tipos.
– Vic, no lo entiendes -me asió la mano derecha con intensidad, apretándomela fuertemente-. Tienes que dejar de irritar a esa gente. Son unos completos desalmados. No sabes de lo que son capaces.
– ¿Por ejemplo?
Paseó una mirada enloquecida por la habitación, en busca de inspiración.
– ¡Podrían matarte, Vic. Ocuparse de que acabaras en el pantano como Nancy, o en el río!
El Sr. Contreras había abandonado toda pretensión de hacer que se iba. Retiré la mano del apretón en que me la mantenía Caroline y clavé la mirada en ella fríamente.
– Muy bien. Ahora quiero la verdad. No tu versión embellecida. ¿Qué sabes de las personas que mataron a Nancy?
– Nada, Vic. Nada. De veras. Tienes que creerme. Es que… que…
– ¿Es qué? -la agarré por los hombros y la sacudí-. ¿Quién amenazó a Nancy? Llevas toda una semana diciendo que fue Art Jurshak porque no quería que pusiera en marcha la planta de reciclaje. ¿Ahora me colocas que han sido los de Xerxes porque estoy rastreando a tu padre por allí? Demonios, Caroline, ¿no comprendes lo importante que es esto? ¿No ves que hablamos de vida o muerte?
– ¡Eso es lo que te he estado diciendo, Vic! -gritó tan fuertemente que la perra empezó a ladrar otra vez-. ¡Por eso te estoy pidiendo que no te metas en lo que no te importa!
– ¡Caroline! -advertí que mi voz subía a un registro más y procuré sobreponerme antes de retorcerle el pescuezo. Me trasladé al sillón contiguo al sofá.
– Caroline. ¿Quién te llamó? ¿El Dr. Chigwell? ¿Art Jurshak? ¿Steve Dresberg? ¿el propio Gustav Humboldt?
– Nadie, Vic -los ojos color genciana estaban inundados de lágrimas-. Nadie. Lo que ocurre es que tú ya no entiendes cómo es la vida en el sur de Chicago, llevas mucho tiempo fuera. ¿Por qué simplemente no crees lo que te digo, que tendrías que haberlo dejado ya?
Le hice caso omiso.
– ¿Ron Kappelman? ¿Te ha llamado esta tarde?
– La gente me cuenta cosas -dijo-. Ya sabes cómo es aquello. Por lo menos lo sabrías si…
– Si no hubiera sido una cobardica asquerosa y no me hubiera ido -concluí en su lugar-. Tú has estado escuchando ruidos por la oficina de que alguien -no sabes quién- me la tiene jurada, y estás aquí para salvarme el pellejo. No sabes cómo te lo agradezco. Lo que tienes es un susto encima de locura, Caroline. Quiero saber quién ha estado asustándote, y no me digas que corre por la calle el rumor de que me van a ahogar porque no trago. No estarías fuera de ti si se tratara sólo de eso. Desembucha. Ahora.
Caroline se puso en pie bruscamente.
– ¿Qué tengo que hacer para que me hagas caso? -gritó-. Hoy me han llamado de la fábrica Xerxes para decirme que es una lástima todo ese dinero que he tenido que emplear en contratarte. Me han dicho que tenían pruebas de que Joey Pankowski era mi padre. Me han dicho que te convenciera y que dejaras en paz el caso.
– ¿Y se ofrecieron a mostrarte esas extraordinarias pruebas?
– ¡No me hacía falta verlas! No soy tan desconfiada como tú.
Puse una mano de contención sobre Peppy que empezaba a gruñir.
– ¿Y te han amenazado con mutilarte si no me obligabas a retirarme?
– A mí las amenazas me darían igual. ¿Es que no puedes creerlo?
La miré con toda la calma posible. Era una persona desbocada, manipuladora y falta de escrúpulos a la hora de hacer su voluntad. Pero ni por lo más remoto la consideraría nunca cobarde.
– Puedo creerlo -dije lentamente-. Pero quiero saber la verdad. ¿Te dijeron realmente que me harían daño si no dejaba de buscar?
Los ojos de genciana miraron hacia otro lado.
– Sí -susurró.
– No me sirve, Caroline.
– Cree lo que quieras. Si te matan, no esperes que asista a tu funeral porque me dará igual -estalló en llanto y salió de la casa como un vendaval.
20.- Un elefante blanco
El Sr. Contreras se marchó finalmente hacia la una. Yo pasé una noche inquieta, con la cabeza hecha un remolino por la visita de Caroline. Caroline no temía nada. Por eso me seguía confiada hacia la espuma embravecida del Lago Michigan cuando tenía cuatro años. Ni siquiera se asustó cuando estuvo a punto de ahogarse; después que le hube limpiado de agua los pulmones, estuvo dispuesta a volver a entrar inmediatamente. Si alguien le hubiera dicho que mi vida pendía de un hilo, podría haberle enfurecido, pero no le habría aterrado.
Alguien la había llamado para decirle que Joey Pankowski era su padre. Eso no podía habérselo sacado del bolsillo. Pero ¿habían añadido la coletilla de que iban a hacerme daño, o era aquello una simple suposición fundada? Yo llevaba un decenio sin ver a Caroline, pero no se olvidan los gestos característicos de las personas con las que te crías: esa mirada de soslayo cuando pregunté directamente me inducía a pensar que mentía.
La única razón por la que me inclinaba a creerla -en cuanto a las amenazas, claro- era que yo también había recibido esa llamada. Hasta que Caroline apareció yo había supuesto que la llamada provenía de Art Jurshak por haber acosado a su hijo. O por haber hablado con Ron Kappelman. ¿Pero, y si provenía de Humboldt?
Cuando el brillo de los números verdes del reloj me informó de que eran las tres y cuarto, encendí la luz y me senté en la cama para llamar por teléfono. Murray Ryerson se había marchado del periódico cuarenta y cinco minutos antes de su hora. Todavía no estaba en casa. Probando suerte llamé al Golden Glow: Sal cierra a las cuatro. A la tercera fue la vencida.
– ¡Vic! Estoy abrumado. Tienes insomnio y has pensado en mí. Ya veo los titulares: «Mujer detective no puede dormir de amor».
– Y yo convencida de que eran las cebollas que me he comido para cenar. Eso es lo que me debió pasar el día que accedí a casarme con Dick. ¿Te acuerdas de nuestra pequeña conversación de ayer?
– ¿Qué conversación? -bufó-. Yo te conté cosas sobre Nancy Cleghorn y tú escuchaste con papel adhesivo en la boca.
– Me ha vuelto algo a la memoria -dije yo sin rodeos.
– Mejor será que sea bueno, Warshawski.
– Curtís Chigwell -dije-. Es el médico que vive en Hinsdale. Trabajó en la fábrica de Chicago Sur.
– ¿Él ha matado a Nancy Cleghorn?
– Por lo que yo sé, ni siquiera conocía a Nancy Cleghorn.