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– Qué gusto verte, Victoria. Sabía que vendrías. En ese sentido eres como tu madre. Y además te pareces a ella, aunque tienes los ojos grises de tu papá.

Me arrodillé junto a la cama y la abracé. Bajo el jersey, sentí sus huesos diminutos y quebradizos.

Una tos desgarradora le sacudió el cuerpo entero.

– Perdona. Son tantos malditos cigarrillos y durante tantos años. Aquí la señorita me los esconde; como si pudieran ponerme peor de lo que estoy.

Caroline se mordió los labios y se colocó junto a la cama.

– Te he traído el café, mamá. A ver si así te olvidas de los cigarrillos.

– Ya, mi única taza. Dichosos médicos. Primero te atiborran con tantas mierdas que no sabes si vienes o vas. Y entonces, cuando ya te tienen atada de las patas traseras, te quitan todo lo que puede ayudarte a pasar el tiempo. Te digo, mujer, que no te veas nunca así.

Tomé la gruesa taza de porcelana de manos de Caroline y se la entregué a Louisa. Le temblaban las manos ligeramente y apretó la taza contra el pecho para afirmarla. Me incorporé sentándome en una silla de respaldo recto cercana a la cama.

– ¿Quieres quedarte un rato a solas con Vic, mamá? -preguntó Caroline.

– Sí, claro. Anda, hija. Sé que tienes cosas que hacer.

Cuando la puerta se cerró detrás de Caroline dije:

– Siento de veras verte así.

Hizo un gesto como de desprecio.

– Bah, qué demonios. Estoy harta de pensar en ello, y ya hablo del asunto con los malditos médicos más que suficiente. Quiero que me hables de ti. Sigo todos tus casos cuando aparecen en los papeles. Tu madre estaría muy orgullosa de ti.

Reí.

– No estoy segura. Ella aspiraba a que fuera cantante concertista. O en todo caso una abogada muy cotizada. Puedo imaginármela si viera cómo vivo.

Louisa me puso una mano huesuda sobre el brazo.

– No lo creas, Victoria. No lo creas ni por un instante. Tú sabes cómo era Gabriella; le habría dado su última camisa a un mendigo. Acuérdate cómo me defendió cuando la gente vino a tirar huevos y mierda a mis ventanas. No. Es posible que hubiera querido verte viviendo mejor. Qué demonios, yo también lo quisiera para Caroline. Con su inteligencia, su formación y todo lo demás, podría hacer algo mejor que andar por este agujero. Pero estoy muy orgullosa de ella. Es honrada y trabajadora y lucha por lo que cree. Y tú eres igual. No, señor. Si Gabriella te viera ahora estaría tan orgullosa como la que más.

– En fin, no podríamos haber salido adelante sin tu ayuda cuando estuvo tan enferma -farfullé, incómoda.

– Mierda, niña. ¿Mi única oportunidad de compensarla por todo lo que había hecho por mí? Aún la veo cuando aquellas señoras tan decentes de San Wenceslao desfilaban ante mi puerta. Gabriella salió como una locomotora y casi las tira al Calumet.

Soltó una carcajada breve y ronca que al convertirse en un ataque de tos la dejó sin resuello y levemente amoratada. Quedó en silencio durante unos minutos, sofocada, con el aliento entrecortado y jadeante.

– Cuesta creer que a la gente le importara tanto una adolescente soltera y preñada, ¿verdad? -dijo al fin-. Tenemos a la mitad de la población sin trabajo en esta comunidad; así es la vida y la muerte, muchacha. Pero en aquel entonces supongo que aquello les parecía el fin del mundo. Hasta mi madre y mi padre, digo, echándome a la calle de aquel modo -su expresión se reconcentró un minuto-. Como si fuera todo culpa mía o algo así. Tu madre fue la única que se puso de mi parte. Incluso cuando mis padres cedieron y admitieron por fin que Caroline estaba viva, nunca la perdonaron de verdad por haber nacido ni a mí por traerla al mundo.

Gabriella nunca hacía las cosas a medias: yo la ayudé a cuidar a la criatura para que Louisa pudiera trabajar en el turno de noche de Xerxes. Los días que tenía que llevar a Caroline a casa de sus abuelos eran mi peor tormento. Rígidos, faltos de humor, no me dejaban entrar en la casa a menos que me quitara los zapatos. Un par de veces llegaron incluso a bañar a Caroline fuera antes de admitirla en sus prístinos portales.

Los padres de Louisa andaban tan sólo en torno a los sesenta; la misma edad que tendrían Gabriella y Tony de estar aún vivos. Debido a que Louisa tenía una niña y vivía sola, yo siempre la consideré como parte de la generación de mis padres, pero sólo me llevaba cinco o seis años.

– ¿Cuándo has dejado de trabajar? -pregunté. Yo llamaba a Louisa ocasionalmente, cuando mi imaginación culpable evocaba la imagen de Gabriella, pero había pasado bastante tiempo desde la última vez. El sur de Chicago revoloteaba con excesiva angustia en el fondo de mi espíritu para buscar voluntariamente su retorno a mi vida, y hacía dos años que no hablaba con Louisa. En aquel momento no me había dicho nada de sentirse mal.

– Ah, llegué a un punto en que no me tenía en pie; debe hacer alrededor de un año. Así que entonces me pusieron en incapacitación. Ha sido en los últimos seis meses cuando ya no he podido levantarme en absoluto.

Levantó la ropa para descubrir sus piernas. Eran como ramitas, con débiles huesos como de pájaro, pero jaspeadas de gris verdoso como su cara. Las manchas lívidas de sus pies y sus tobillos denunciaban los puntos donde sus venas habían renunciado a transportar más sangre.

– Son los riñones -me dijo-. Los puñeteros no me dejan orinar como es debido. Caroline me lleva dos o tres veces a la semana y me meten en la maldita máquina, que dicen que me limpia, pero entre tú y yo, hija, yo preferiría que me dejaran marchar en paz -levantó una mano delgada-. Pero no vayas a contárselo a Caroline; hace todo lo posible para conseguir lo mejor para mí. Y además lo paga la compañía, o sea que no tengo la sensación de esquilmarle los ahorros. No quiero que me tenga por desagradecida.

– No, no -le dije en tono tranquilizador, cubriéndola con la ropa suavemente.

Ella volvió sobre los viejos tiempos de la calle, la época en que sus piernas habían sido esbeltas y fuertes, cuando solía irse a bailar después de salir del trabajo a media noche. Habló de Steve Ferraro, que quería casarse con ella, y de Joey Pankowski, que no quería, y de que si tuviera que volver a vivir, volvería a hacerlo todo igual, porque tenía a Caroline, pero para Caroline anhelaba algo distinto, algo mejor que quedarse en Chicago Sur matándose a trabajar hacia una vejez prematura.

Por fin cogí los dedos huesudos y los apreté suavemente.

– Tengo que irme, Louisa. Hay veinte millas hasta mi casa. Pero volveré.

– Bueno, pues ha sido estupendo volver a verte, niña -ladeó la cabeza hacia un lado y sonrió maliciosamente-. Supongo que no podrás arreglártelas para pasarme un paquete de cigarrillos, ¿verdad?

Reí.

– No los toco ni con un remo, Louisa. Eso lo hablas con Caroline.

Le mullí las almohadas y le encendí la TV antes de marchar para ver a Caroline. Louisa nunca había sido muy amiga del besuqueo, pero me apretó la mano fuertemente durante unos segundos.

3.- La guardiana de mi hermana

Caroline estaba sentada en la mesa del comedor, comiendo pollo frito y haciendo anotaciones sobre un gráfico de colores. La pequeña superficie estaba totalmente cubierta por caóticos montones de papeles: informes, revistas, propaganda. Una gran pila cercana a su codo izquierdo oscilaba inestable al borde de la mesa. Al oírme entrar en la habitación, dejó el lápiz.

– Salí a comprar pollo al Kentucky mientras estabas con mamá. ¿Quieres un poco? ¿Qué te ha parecido? Impresionante, ¿no?

Moví la cabeza con consternación.

– Es tremendo verla así. ¿Y tú cómo lo llevas?

Hizo una mueca.

– La cosa no fue tan mal hasta que las piernas dejaron de sostenerla. ¿Te las ha enseñado? Sabía que lo haría. Es terriblemente duro para ella no poderse valer. Para mí lo más difícil fue cuando comprendí que llevaba mucho tiempo enferma antes de que yo me diera cuenta de nada. Ya conoces a mamá; no se queja por nada del mundo, especialmente tratándose de algo tan íntimo como los riñones.