Sentí más que oí a Murray farfullar.
– He tenido un día duro, V. I. No me hagas jugar a las Veinte Preguntas contigo.
Del suelo, junto a la cama, alcancé una camiseta. Por algún motivo, la noche me estaba haciendo sentirme demasiado vulnerable en mi desnudez. Al inclinarme, la luz de la lámpara resaltó el polvo de un rincón de la habitación. Si vivía una semana más, pasaría el aspirador.
– Eso es lo que tengo para ti -dije pausadamente-. Veinte preguntas. Ni una respuesta. Curtís Chigwell sabe algo que no quiere contar. Hace veinticuatro horas no creía que tuviera la más remota relación con lo de Nancy. Pero he recibido una llamada de amenaza esta noche advirtiéndome que me largara de Chicago.
– ¿De Chigwell? -casi pude sentir el aliento de Murray a través de la línea telefónica.
– No. Yo pensé que tenía que ser de Jurshak o Dresberg. Pero es que hay otra cosa; un par de horas después me ha dicho lo mismo alguien que sólo me conoce por el lado de Xerxes; la fábrica donde trabajaba Chigwell.
Le expliqué las discrepancias que habían surgido entre la versión de Manheim y la de Humboldt sobre el pleito de Pankowski y Ferraro -sin decirle que lo había sabido por el propio Humboldt.
– Chigwell sabe cuál es la verdad y por qué. Pero no quiere contarlo. Y si los de Xerxes me están amenazando, él tiene que saber por qué.
Murray ensayó mil métodos distintos para lograr que le dijera más cosas. Pero, sencillamente, no podía entregarle a Caroline y a Louisa; Louisa no se merecía ver su triste pasado rodando por las calles de Chicago. Y no sabía nada más. Nada sobre la posible relación entre la muerte de Nancy y Joey Pankowski.
Al fin Murray afirmó:
– Tú no quieres ayudarme, tú lo que quieres es que te haga de correveidile. Lo presiento. Pero no es una mala historia; mandaré a alguien a hablar con el tipo.
Cuando colgamos conseguí dormir un poco, pero volví a despertarme definitivamente hacia las seis y media. Amaneció otro día gris de febrero. El frío cortante y la nieve habrían sido preferibles a esta eterna neblina inclemente. Me puse la ropa de gimnasia, hice mi calentamiento y después levanté a la brava al Sr. Contreras llamando en su puerta hasta que la perra le despertó a ladridos. Me la llevé de ida y vuelta al lago, deteniéndome de vez en cuando para atarme el zapato, sonarme la nariz, tirarle un palo: gestos que me permitían vigilar mi retaguardia disimuladamente. No creí ver a nadie en ella.
Tras haber depositado a la perra me fui al café de la esquina para desayunarme unas tortitas. De vuelta a casa para cambiarme, estaba casi decidida a hacerle una visita a Louisa por ver si ella podía darme alguna pista sobre el pánico de Caroline, cuando llamó Ellen Cleghorn. Estaba muy alterada: había ido a casa de Nancy en Chicago Sur para recoger sus documentos financieros y la había encontrado arrasada.
– ¿Arrasada? -repetí absurdamente-. ¿Cómo lo sabe?
– Como se sabe siempre, Victoria; la casa estaba hecha auténticas trizas. Nancy no tenía mucho dinero y sólo había podido amueblar dos habitaciones. Los muebles estaban destrozados y había papeles desparramados por todas partes.
Me estremecí involuntariamente.
– Parece como si fueran ladrones enloquecidos. ¿Sabe si falta alguna cosa?
– No intenté comprobarlo -la voz se le quebró ligeramente con un sollozo nervioso-. Miré en su habitación y salí corriendo todo lo deprisa que pude. Yo… te agradecería si pudieras venir a revisar la casa conmigo. No soporto estar allí sola con esa… esa destrucción de Nancy.
Le prometí que me reuniría con ella frente a su casa dentro de una hora. Habría preferido ir directamente a casa de Nancy, pero la Sra. Cleghorn estaba excesivamente nerviosa por el asalto para acercarse a casa de su hija, aunque permaneciera en el exterior. Terminé de ponerme los vaqueros y la sudadera, y después, sin muchas ganas, me dirigí a la pequeña caja fuerte que tengo empotrada en el armario de mi habitación y saqué la Smith & Wesson.
Yo no suelo llevar pistola; si la llevas, tiendes a depender de ella y se te entorpece la sesera. Pero estaba ya bastante asustada entre el asesinato de Nancy y la amenaza de mandarme al pantano a hacerle compañía. Y ahora esta agresión a la casa. Supuse que cabía la posibilidad de que fueran gamberros del barrio que hubieran espiado la casa y comprobado que no había nadie. Pero el destrozo del mobiliario. Podía haber sido un drogata tan absolutamente ido que hubiera despedazado los muebles en busca de dinero. Pero también pudieron ser sus asesinos buscando algo que ella tenía y podía incriminarlos. Por eso, introduje un segundo cargador en el bolso y me metí la pistola cargada en la cintura de los vaqueros; mi sesera no era lo bastante rápida para detener una bala a toda velocidad.
La casa de los Cleghorn tenía un aspecto distante y destartalado bajo la niebla grisácea. Incluso la torrecilla que había sido habitación de Nancy parecía algo lánguida. La Sra. Cleghorn me esperaba frente al camino de acceso, su cara redonda, por lo general plácida, estaba demacrada y tensa. Me ofreció una sonrisa trémula y subió al coche.
– Vamos en tu coche si no te importa. Estoy tan agitada que no sé cómo he conseguido llegar a casa.
– Si quiere puede simplemente darme las llaves de la casa -dije-. No hace falta que venga si se siente mejor quedándose aquí.
Sacudió la cabeza.
– Si fueras sola no haría más que pasar el tiempo preocupándome por si alguien te estuviera acechando
Mientras seguía sus directrices para hacer el camino más corto hacia allí, a través de Chicago Sur hasta Yates, le pregunté sí había llamado a la policía.
– Creí mejor esperar. Esperar hasta que hubieras visto lo que ha pasado. Entonces -torció la boca en una sonrisita-, podrías llamarla tú en mi lugar. Creo que ya he hablado con la policía todo lo que puedo soportar. No ya ahora, sino para toda la vida.
Pasando el brazo por encima de la palanca de cambios le estreché ligeramente la mano.
– Está bien. Encantada de poder ayudarla.
La casa de Nancy estaba en Crandon, cerca de la Calle Setenta y Tres. Comprendí por qué la Sra. Cleghorn la calificaba de elefante blanco: era un enorme monstruo blanco de madera, tres pisos que llenaban un solar de tamaño excesivo. Pero también comprendí por qué la había comprado Nancy; las pequeñas cúpulas de las esquinas, las ventanas de vidriera artística, la barandilla de madera tallada de la escalera una vez dentro, todo ello evocaba el confort y el orden de una Alcott o un Thackeray.
No era inmediatamente evidente que alguien hubiera estado en la casa. Al parecer, Nancy había invertido todo lo que tenía en comprarla, de modo que el vestíbulo de entrada no tenía muebles. Hasta que no hube subido las escaleras de roble y encontrado el dormitorio principal no vi los daños. Entonces comprendí plenamente la decisión de la Sra. Cleghorn de esperarme en la entrada.
Al parecer, Nancy había convertido este dormitorio en objeto de sus primeros planes de rehabilitación. El suelo estaba acuchillado, las paredes emplastecidas y pintadas, y en la pared frente a la cama se había instalado una chimenea, con marco de azulejo y accesorios de latón reluciente. El efecto habría sido encantador, pero el mobiliario y la ropa de cama estaban desparramados por el suelo de la habitación.
De puntillas avancé entre aquel destrozo. Estaba violando todas las normas policiales posibles: no llamar para informar de los daños, recorrer el lugar alterando la evidencia, añadir mis detritus a los de los vándalos. Pero es sólo en los libros de reglamento donde todo delito recibe una inspección detallada en el laboratorio. En la vida real no creía que prestaran demasiada atención, pese a haber sido asesinada la propietaria del inmueble.
Fuera lo que fuera lo que buscaban los asaltantes, no debía ocupar mucho espacio. No sólo habían desgarrado la funda del colchón y hecho cortes en el relleno, sino que habían sacado la parrilla de la chimenea y quitado varios ladrillos. O bien dinero, si me atenía a la teoría del adicto con mono. O papeles. Algún tipo de prueba que Nancy poseía de algo tan espantoso, que había gente dispuesta a matar para ocultarlo.