Leí el informe completo tres veces. No le veía sentido. Es decir, no tenía sentido que fuera éste el documento por el que habían matado a Nancy. Los seguros de vida y médicos no son mi especialidad, pero éste tenía el aspecto de una póliza perfectamente normal y clara. Ni siquiera se me habría antojado fuera de lugar de no haber sido por su antigüedad y por no guardar conexión alguna con el tipo de trabajo de Nancy.
Había una persona que podía explicarme su significado. En fin, más de una, pero no me apetecía presentarme ante Art el Viejo con ella. «¿De dónde ha sacado esto, jovencita?» «Ah, pues andaba revoloteando por la calle, ya sabe cómo son estas cosas.»
Pero era posible que el joven Art me lo dijera. Pese a estar claramente situado en la periferia de la vida de su padre, acaso supiera lo suficiente sobre la parte de seguros para aclararme el documento. O, si Nancy lo había encontrado y tenía algún valor para ella, pudo habérselo dicho. En realidad, tuvo que decírselo, por eso estaba el joven Art tan nervioso. Sabía por qué la habían matado y no quería dar el soplo.
Aquella me pareció una teoría sólida. Pero cómo conseguir que Art me descubriera lo que sabía era cuestión totalmente distinta. Contraje el rostro en un esfuerzo por concentrarme. Cuando aquello no produjo resultados probé relajando todos los músculos y esperando que alguna idea subiera flotando hasta mi cabeza. Por el contrarío, me encontré pensando en Nancy y en nuestra infancia. La primera vez que había ido a cenar a su casa, en cuarto grado, en que su madre nos sirvió spaghetti de lata. Tuve miedo de contar a Gabriella lo que habíamos comido; creí que no me dejaría volver a una casa donde no hacían su propia pasta.
Fue Nancy la que me convenció de que hiciera la prueba para el equipo de baloncesto de la escuela superior. Yo siempre fui buena en deportes, pero mi juego era el softball. Cuando me admitieron en el equipo, mi padre clavó un cesto a un lado de la casa y jugó con Nancy y conmigo. Solía asistir a todos nuestros partidos en la escuela, y después del último partido de la universidad, contra Lake Forest, nos llevó a la Sala Empire para tomarnos unas copas y bailar. Él nos había enseñado a retirarnos, a simular un pase y después girar y encestar, y yo había ganado el partido en los últimos segundos precisamente con ese movimiento. Simular y encestar.
Me incorporé. Nancy y yo funcionamos juntas tantas veces en el pasado, que ¿por qué no ahora también? No tenía prueba alguna, pero que el joven Art creyera que la tenía.
Saqué la agenda más reciente de Nancy de entre el amontonamiento de papeles del asiento contiguo al mío. Había apuntado tres números de teléfono de Art en su ilegible letra. Los descifré, adivinando a medias, y fui hacia el teléfono público que había delante de la casa de la playa.
El primer número resultó ser el de las oficinas del distrito electoral, donde los tonos melosos de la Sra. May negaron todo conocimiento sobre el paradero del joven Art mientras intentaba sonsacarme quién era y qué buscaba. Hasta me ofreció pasarme con Art padre, antes de que yo lograra cortar la conversación.
Marqué el segundo número y salieron las oficinas Jurshak & Parma de seguros. Allí, una recepcionista de tonos nasales me dijo después de un rato que no había visto al joven Art desde el viernes y que le gustaría saber cuándo la habían contratado para cuidar al niño. La policía no se había pasado por allí aquella mañana para preguntar por él y tenía que pasar a máquina un contrato para las doce y que le contara cómo iba a hacerlo si…
– No la entretengo más -dije bruscamente, y le colgué el teléfono.
Hundí las manos en los bolsillos en busca de monedas pero había utilizado mis últimos recursos. Nancy había escrito una dirección a lápiz junto al tercer número, en la Avenida G. Aquélla tenía que ser la casa de Art. En todo caso, si se ponía el chico al teléfono, probablemente colgaría. Era mejor enfrentarme a él en persona.
Volví al coche y regresé hacia el Sector Este, entre la Ciento Quince y la Avenida G. La casa estaba a medio camino de la manzana, un edificio de ladrillo nuevo con uuna valla alta a su alrededor y cierre electrónico en la entrada. Toqué el timbre y esperé. Estaba a punto de volver a tocar cuando una voz de mujer llegó vacilante por el automático.
– Quisiera ver a Art hijo -vociferé-. Me llamo Warshawski.
Se produjo un largo silencio y después la cerradura se abrió con un clic. Empujé el portón y me introduje en la posesión. Al menos se parecía más a una gran posesión que a la típica casita del Sector Este. Si ésta era realmente la residencia de Art, presumí que sería porque aún vivía con sus padres.
Por modesta que fuera la impresión que producían las oficinas de Art el Viejo, no había escatimado en comodidades domésticas. El solar que había a la izquierda había sido anexionado y convertido en un precioso patio ajardinado. En un extremo había una construcción de cristal que podría albergar una piscina interior. Dado que a espaldas de la propiedad corría una reserva forestal, todo ello producía la sensación de estar en el campo a sólo media milla de una de las zonas industriales más activas del mundo.
A paso vivo recorrí el acceso de losas de piedra hasta la entrada, una galería porticada cuyas columnas tenían un aspecto algo incongruente junto al ladrillo moderno. Una rubia marchita me esperaba en el umbral. El entorno tenía alguna pretensión de magnificencia pero ella era puro Sector Sur, con su vestido de flores recién planchado y el delantal almidonado encima.
Me saludó nerviosa, sin intentar invitarme a pasar.
– ¿Quién… quién ha dicho que era?
Saqué una tarjeta del bolso y se la entregué.
– Soy amiga del joven Art. No habría querido molestarle en casa pero no le han visto en la oficina del distrito y es importante que me ponga en contacto con él.
Sacudió la cabeza ciegamente, un movimiento que le prestó un fugaz parecido con su hijo.
– No… no está en casa.
– No creo que le importe hablar conmigo. De verdad, Sra. Jurshak. Sé que la policía está intentando localizarle, pero yo estoy del lado de su hijo, no de los otros. Ni del de su padre -añadí con un destello de inspiración.
– De verdad, no está en casa -me miró afligida-. Cuando el sargento McGonnigal vino preguntando por él, el Sr. Jurshak se puso furioso, pero no sé donde está, señorita… No le he visto desde después del desayuno, ayer por la mañana.
Intenté digerir el dato. Quizá el joven Art no había estado en condiciones de conducir anoche después de todo. Pero si había tenido un accidente, su madre habría sido la primera en enterarse. Aparté de mí una inoportuna visión de la Laguna del Palo Muerto.
– ¿Me podría dar los nombres de algunos de sus amigos? ¿Alguien con quien tenga bastante confianza para pasar allí la noche sin avisar?
– El sargento McGonnigal me preguntó lo mismo. Pero… pero nunca ha tenido amigos. Vamos, es que yo he preferido que se quedara en casa por la noche. No me gustaba que anduviera por ahí como muchos chicos de ahora, metiéndose en drogas y en bandas, y es mi único hijo, que si lo pierdo no tengo otro. Por eso estoy tan preocupada. Sabe que me pongo muy nerviosa si no sé dónde está y sin embargo, míralo, fuera la noche entera.
No sabía qué decir, porque con cualquiera de los comentarios que me apetecía hacer habría dejado de hablar conmigo. Al final pregunté si era la primera vez que había pasado tanto tiempo fuera de casa.