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– No, no -dijo simplemente-. Algunas veces tiene que trabajar toda la noche. Cuando hay una presentación importante que hacer para un cliente o algo así. En los últimos meses ha tenido varias de ésas. Pero nunca sin llamarme.

Sonreí levemente para mis adentros: el chico era más emprendedor de lo que yo había imaginado. Pensé unos instantes y después dije con cuidado:

– Yo participo en uno de esos casos importantes, Sra. Jurshak. El nombre de la cliente es Nancy Cleghorn. Art está buscando unos papeles que le interesan. ¿Podría decirle que los tengo yo?

El nombre no pareció tener significado alguno para ella. Al menos no palideció y se desmayó, ni retrocedió alarmada. Por el contrario, me pidió que lo apuntara porque tenía una memoria horrible, y estaba tan preocupada por Art que no creía retener bien el nombre ni a la fuerza. Escribí el nombre de Nancy y un breve mensaje informándole de que tenía sus carpetas al dorso de la tarjeta.

– Si algo ocurre, Sra. Jurshak, puede dejarme un mensaje en ese número. A cualquier hora, día o noche.

Cuando llegué al portón ella seguía en el umbral de la puerta, con las manos envueltas en el delantal.

Sentí no haber sido más insistente con el joven Art anoche. Estaba asustado. Sabía lo que fuera que Nancy sabía también. De modo que o bien mi aparición había sido el último giro de la tuerca -había huido para evitar la suerte de Nancy-; o había encontrado ya la suerte de Nancy. Tendría que ir a ver a McGonnigal, decirle lo que sabía, o más bien lo que sospechaba. Pero. Pero. En realidad no tenía nada concreto. Acaso sería mejor dar al chico veinticuatro horas para que reapareciera. Si ya estaba muerto, daría igual. Pero si seguía vivo, debía informar a McGonnigal para que pudiera contribuir a que continuara así. Di vueltas y vueltas al asunto.

Al final aplacé la decisión volviendo en el coche a Chicago Sur, primero para entregar las carpetas de Nancy en PRECS, después para hacer una visita a Louisa. Se mostró encantada de verme, apagó la tele con el control remoto y después me asió la mano con dedos quebradizos.

Cuando fui poco a poco llevando la conversación hacia Pankowski y Ferraro y su fracasado pleito, pareció auténticamente sorprendida.

– No sabía que esos dos estuvieran tan enfermos -dijo con su voz ronca-. Yo los veía de vez en cuando antes de morir y nunca dijeron ni esta boca es mía de eso. Ni sabía que hubieran llevado a Xerxes a juicio. Esa compañía se portó muy bien conmigo; quizá los chicos se metieron en líos. No sería raro con Joey: siempre fue un problema para alguien. Por lo general, alguna chica que no tenía la cabeza en su sitio. Pero el bueno de Steve, ése era el hombre cabal a machamartillo, ya me entiendes. No veo por qué no le iban a pagar a él su indemnización.

Le conté lo que sabía de sus enfermedades y su muerte y sobre la angustiosa vida de la Sra. Pankowski. Aquello provocó su risa rasgada de toses.

– Ya, yo le podría haber dicho algunas cosillas de Joey. Todas las chicas del turno de noche podían, bien mirado. Yo ni siquiera sabía que estuviera casado el primer año que trabajé allí. Cuando me enteré puedes estar bien segura de que le di el pasaporte. Conmigo no iba eso de ser la otra mujer. Claro que hubo otras menos quisquillosas, y te tenías que reír con él. Es terrible pensar que tuvo que pasar por lo que estoy pasando yo estos días.

Charlamos hasta que Louisa se sumió en su sueño jadeante. Era evidente que nada sabía de las preocupaciones de Caroline. Tenía que reconocérselo a la mocosa; protegía bien a su madre.

22.- El dilema del doctor

El Sr. Contreras me esperaba ansioso frente a la casa cuando llegué. La perra, percatada de su estado inquieto, bostezaba nerviosa a sus pies. Cuando me vieron, ambos expresaron su alegría: la perra brincó a mi alrededor en círculos mientras el viejo me reprendía por no haberle comunicado mi ronda del día.

Le pasé un brazo por los hombros.

– ¿No va a empezar ahora a montarme la guardia, verdad? Repita veinte veces al día: ya es una mujercita, puede descalabrarse si quiere.

– No bromees, niña. Ya sabes que no tendría que decir esto, no tendría siquiera que pensarlo, pero tú eres mi familia más que mi propia familia. Cada vez que miro a Ruthie no logro entender cómo Clara y yo pudimos tener una hija así. Cuando te miro a ti es como si fueras de mi propia sangre. Te lo digo de verdad, muñeca. Tienes que cuidarte. Por mí y por su alteza real aquí presente.

Esbocé una sonrisa burlona.

– Supongo que he salido a usted, entonces; soy muy cabezota y testaruda.

Consideró mis palabras un minuto.

– Esta bien, niña -acordó con desgana-. Tienes que hacer las cosas a tu modo. No me gusta pero lo entiendo.

Cuando entraba por la puerta oí que le decía a la perra:

– Ha salido a mí. ¿Has oído, princesa? Lo ha heredado de mí.

No obstante mis bravatas ante el Sr. Contreras, había estado todo el día mirando a mi espalda de vez en cuando. También registré cuidadosamente el piso antes de sentarme a mirar el correo, pero nadie había intentado introducirse por el acero reforzado de la puerta de entrada ni por las barras corredizas de la trasera.

No me sentía capaz de soportar otra noche de whisky y mantequilla de cacahuete. Y tampoco quería que mi vecino de abajo sintiera que tenía derecho a revolotear a mi alrededor. Cerrando la puerta con cuidado una vez más, me dirigí a la Isla del Tesoro de Broadway para abastecerme.

Estaba salteando unos muslos de pollo con ajos y aceitunas cuando llamó Max Loewenthal. Lo primero que pensé al oír su voz inesperadamente fue que algo le había ocurrido a Lotty.

– No, no, está bien, Victoria. Pero ese médico sobre el que me preguntaste hace dos semanas, ese Curtis Chigwell, ha intentado suicidarse. ¿No lo sabías?

– No -me llegó el olor a aceite quemado y con el brazo izquierdo y el cable de teléfono estirado al máximo alcancé a apagar la cocina-. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo te has enterado?

Lo habían dicho en las noticias de las seis. La hermana de Chigwell le había encontrado al ir al garaje a buscar unas herramientas de jardinería a las cuatro.

– Victoria, esto me resulta de lo más violento. Muy violento. Hace dos semanas me pediste su dirección y hoy intenta suicidarse. ¿Qué papel has jugado en esto?

Me puse rígida de inmediato.

– Gracias, Max. Te agradezco el cumplido. La mayor parte de los días yo no me siento tan poderosa.

– Por favor, no lo eches a perder con tus ligerezas. Me has implicado. Quiero saber si he contribuido a la desesperación de ese hombre.

Procuré controlar mi ira.

– ¿Quieres saber si le eché en cara su dudoso pasado hasta tal punto que no pudo aguantar más y puso en marcha el monóxido?

– Algo así, efectivamente -el tono de Max era muy grave, su fuerte acento vienes más pronunciado que de costumbre-. Ya sabes, Victoria, que muchas veces buscando la verdad fuerzas a la gente a enfrentarse a cosas sobre sí mismos que habría sido mejor que no supieran. Te perdono que lo hicieras con Lotty, porque es fuerte y puede encajarlo. Y tú no te tratas con indulgencia tampoco. Pero al ser tan fuerte no ves que hay personas que no pueden asimilar esas verdades.

– Mira, Max; no sé por qué ha querido suicidarse Chigwell. No he visto el informe médico por tanto ni siquiera sé si lo hizo. Quizá le diera un infarto al encender el motor del coche. Pero si ha sido por las preguntas que he hecho, no siento ni un minuto de remordimiento. Estaba implicado en una operación de tapadera para Químicas Humboldt. Qué era, por qué o hasta qué punto, no lo sé. Pero eso no tiene nada que ver con sus fuerzas y sus debilidades personales; tiene que ver con las vidas de muchas otras personas. Si -y es un si tremendamente aventurado- si hubiera sabido hace dos semanas que mi visita le habría llevado a encender el gas, puedes estar seguro de que volvería a hacérsela -cuando dejé de hablar estaba jadeando, con la boca muy seca.