– Te creo, Victoria. Y no tengo ninguna gana de hablar contigo en ese tono. Pero sí quiero pedirte una cosa: que no pienses en mí la próxima vez que necesites ayuda en alguna de tus persecuciones -colgó antes de que pudiera decir una palabra.
– Pues que te zurzan, santurrón de mierda -grité por el teléfono mudo-. ¿Te crees que eres mi madre, o sólo la balanza de la justicia?
No obstante mi rabia, me sentí inquieta: había azuzado a Murray Ryerson contra el matasanos en mitad de la noche. Era posible que le hubieran acosado y que su imaginación hubiera transformado un pecadillo menor en asesinato. Con la esperanza de aquietar mi conciencia, localicé al director de la sección de sucesos delictivos en la redacción del Herald-Star. Estaba indignado: él había enviado reporteros para interrogar al médico sobre Pankowski y Ferraro, pero no les habían permitido entrar.
– No me vengas con acosos, Doña Listilla. Tú eres la que hablaste con el tipo. Hay algo que no me quieres decir, pero ni siquiera voy a especular sobre lo que es. Tenemos unos cuantos mandados en la fábrica Xerxes y vamos a llegar al grano antes sin que nos cruces los cables con tu ayuda. Vamos a publicar una historia preciosa de interés humano sobre la Sra. Pankowski mañana, y espero recibir algo de ese abogado Manheim que los representó.
Al final, le arranqué a Murray a regañadientes algunos detalles más sobre el intento de suicidio de Chigwell. Había desaparecido después de comer, pero su hermana no le había echado de menos porque había estado ocupada con la casa. A las cuatro decidió ir al garaje para revisar el equipo de jardinería con objeto de tenerlo listo para la primavera. En sus comentarios a la prensa no había incluido mención alguna ni de mí ni de Xerxes, simplemente había dicho que su hermano se había mostrado alterado desde hacía varios días. Tenía tendencia a las depresiones y a ella no le había extrañado en el momento.
– ¿Existe alguna duda sobre que lo hiciera él mismo?
– ¿Quieres decir si alguien entró en el garaje, le ató y le amordazó, le sujetó al coche y después le desató cuando estuvo inconsciente, suponiendo que había muerto y parecería suicidio? No me tomes el pelo, Warshawski.
Cuando al fin concluyó la conversación yo estaba de peor humor que antes de iniciarla. Había cometido el pecado mortal de dar a Murray más información de la que había recibido a cambio. Como resultado, sabía tanto sobre Pankowski y Ferraro como yo. Dado que él contaba con un equipo de trabajo que podía seguir toda una serie de pistas, era muy posible que desenmarañara lo que inducía las mentiras de Humboldt y Chigwell antes que yo.
Soy tan competitiva como el que más -y más que muchos- pero no era sólo el temor a llegar después que Murray lo que me molestaba. Era el derecho a la intimidad de Louisa; ella no se merecía que la prensa manoseara su pasado. Y no dejaba de escocerme -irracionalmente, de acuerdo- que no hubiera estado en casa en ningún momento cuando Nancy intentó localizarme el día que la mataron.
Eché un vistazo lastimero al pollo a medio cocinar. El único dato que no le había dado a Murray era la carta al Descanso del Marino que había encontrado en el coche de Nancy. Y ahora que el joven Art había desaparecido no estaba muy segura de a quién dirigirme a ese respecto. Me serví una copa (una de las diez señales de peligro: ¿recurres al alcohol en estados de ansiedad o frustración?) y me fui al salón.
El Descanso del Marino era una gran compañía de seguros de vida y médicos con central en Boston, pero tenía una sucursal grande en Chicago. Había visto su anuncio de televisión un millón de veces, con su marinero de aspecto confiado tumbado en una hamaca: descanse con los marinos y duerma tan apaciblemente como ellos.
Sería peliagudo explicar al actuario de una corporación el origen de mi información. Casi tan difícil como querer explicárselo a Art el Viejo. Las compañías de seguros guardan sus datos actuariales con un cuidado generalmente asociado al Santo Grial. De modo que, aun si estuvieran dispuestos a aceptar mi palabra de tener derecho a aquellos documentos, no sería fácil convencerles de que me dieran información sobre ellos; como, por ejemplo, si los datos eran exactos. Primero tendrían que obtener permiso de las oficinas centrales de Boston y eso podía tardar un mes o más.
Era posible que Caroline conociera el significado de los documentos, pero no me dirigía la palabra. La única otra persona a la que se me ocurría preguntar era Ron Kappelman. La información del seguro no tenía aspecto de guardar relación alguna con la planta de reciclaje de PRECS, pero a Nancy le caía bien Ron, trabajaba en estrecha colaboración con él. Quizá hubieran visto las mismas posibilidades jugosas en la carta que ella poseía.
Gracias al cielo el número de su casa estaba en la guía, y -mayor milagro si cabe- Ron estaba allí. Cuando le conté de lo que se trataba pareció muy interesado, haciéndome muchas preguntas ladinas en cuanto a la forma en que había dado con ello. Yo respondí vagamente que Nancy me había legado la responsabilidad de algunos de sus asuntos personales, y conseguí que accediera a pasarse por mi casa a las nueve a la mañana siguiente antes de irse a trabajar.
Volví a contemplar el desorden del salón. Por muchos números atrasados del Wall Street Journal que quitara de en medio aquello no podía parecerse a su resplandeciente casa de Langley. Metí la sartén con el pollo en la nevera; había perdido todo interés en guisarlo, por no hablar de comerlo. Llamé a una vieja amiga mía, Velma Riter, y me fui con ella a ver Las brujas de Eastwick. Cuando al fin regresé a casa había conseguido despejarme la cabeza de Chigwell y Max lo bastante para permitirme dormir.
23.- Carrera final
Estaba en el garaje de Chigwell. Max me tenía asida por la muñeca apretándomela ferozmente. Me obligó a acompañarle al coche negro donde estaba el médico. «Ahora vas a matarlo, Victoria», dijo Max. Yo procuré soltarme, pero me tenía tan fuertemente cogida que me forzó el brazo hacia arriba, obligándome a apretar el gatillo. Cuando disparé se disolvió el rostro de Chigwell, convirtiéndose en el perro de ojos inyectados en sangre de la Laguna del Palo Muerto. Yo iba dando golpes ciegos a las altas hierbas del pantano, intentado escapar, pero el perro salvaje me perseguía implacablemente.
Me desperté a las seis empapada en sudor, jadeando, luchando contra el impulso de deshacerme en lágrimas. El perro del pantano de mi sueño era exactamente igual a Peppy.
Pese a ser tan temprano, no quería permanecer más en la cama; no iba a conseguir más que sudar, con la cabeza a punto de estallarme. Quité las sábanas, hice un bulto con ellas y el chándal sucio, me puse unos vaqueros y una camiseta y deambulé escaleras abajo a la lavandería del sótano. Si pudiera encontrar algo con que correr, podría sacar a la perra. Una carrera y una ducha fría me despejarían la cabeza para entrevistarme con Ron Kappelman.
Después de mucho buscar encontré los pantalones de calentamiento de la universidad metidos al fondo de una caja en el armario del recibidor. Tenían la goma suelta -con la cinta sola se sostendrían a duras penas- y el rojo oscuro se había convertido en un rosa descolorido, pero servirían para una mañana. Consideré la pistola, pero todavía tenía el sueño muy presente; aún no me sentía capaz de llevarla. Nadie iba a atacarme delante de todos los corredores que atestaban la orilla del lago. Sobre todo si iba acompañada de un perro grande. Eso esperaba.
El Sr. Contreras había soltado ya a Peppy cuando terminé de hacer los ejercicios de calentamiento. Me reuní con ella en las escaleras de la cocina y juntas nos pusimos en marcha.
Por el borde rocoso se veía un puñado de pescadores, esperanzados incluso con aquel tiempo tristón. Saludé con la cabeza a un trío con impermeables negros sentados en el rompeolas frente a mí y me dirigí hacia la entrada del puerto. Me detuve un momento en el extremo del promontorio, contemplando el agua taciturna estrellándose contra las rocas, pero con aquella neblina fría mis ropas sudadas empezaron a adherirse de forma molesta a mi cuerpo. Me até el cordón suelto de los pantalones y di media vuelta.