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Al fin resucité hacia las seis de la mañana del jueves. Tras unos cuantos minutos de perplejidad, comprendí que estaba en la cama de un hospital, pero no conseguía imaginar qué hacía allí ni por qué estaba allí. Tan pronto como intenté incorporarme, sin embargo, mis hombros me transmitieron un mensaje de dolor tan severo que la memoria me volvió como una marea.

La Laguna del Palo Muerto. El horrible envoltorio de muerte. Levanté los brazos a la altura de los ojos, no obstante la agonía que me produjo el movimiento. Tenía las muñecas y las manos vendadas con gasa; los dedos parecían salchichas de un rojo vivo sobresaliendo por encima del vendaje blanco. Tenía una aguja intravenosa sujeta al antebrazo izquierdo con esparadrapo más arriba de la gasa. Seguí la goma hasta una serie de bolsas suspendidas en lo alto y guiñé los ojos para leer las etiquetas. D5.45NS. Mucho me decía aquello.

Uní suavemente las yemas de los dedos. Estaban hinchados, pero tenía tacto. Volví a echarme, embargada de una sosegada satisfacción. Había sobrevivido. Tenía las manos bien. Habían querido matarme, humillarme en el momento de mi muerte, pero estaba viva. Volví a dormirme.

Cuando desperté otra vez fue en pleno ajetreo de la rutina hospitalaria -tensión arterial, temperatura, visita- y ni una respuesta a mis preguntas: «el médico se lo dirá». Después de las enfermeras vino un eficiente interno que me miró los ojos y me clavó agujas en los pies. Aquellos alfileres eran al parecer la más avanzada tecnología de la neurociencia. Otro interno estaba ocupado con mi compañera de habitación, una mujer de mi edad a la que habían hecho cirugía plástica. Cuando terminaron entró Lotty en persona, con sus ojos oscuros brillándole de una emoción nada clínica. Mi interno revoloteó a su espalda, ansioso por informarle de sus hallazgos en mi cuerpo. Lotty escuchó un minuto y después lo despidió con un imperioso movimiento de mano.

– Estoy convencida de que tienes los reflejos a la perfección, pero déjame comprobarlo personalmente. Veamos primero el pecho. Respira. Quieta. Exhala. Sí -me auscultó de cabo a rabo, después me hizo cerrar los ojos y juntar las manos, salir de la cama-, un proceso lento y vacilante, y caminar con los talones, después de puntillas. No era gran cosa si se comparaba con mis ejercicios habituales, pero me dejó sin respiración.

– Tendrías que tener hijos, Victoria; ibas a producir una especie nueva de superhéroes. Por qué sigues viva en estos momentos es un milagro médico, no digamos ya el que puedas caminar.

– Gracias, Lotty. La verdad es que estoy bastante satisfecha de mí. Dime cómo he llegado aquí y cuándo me puedo ir.

Me contó los detalles de Peppy y los camilleros.

– Y tu amigo el Sr. Contreras está esperando ansioso en el pasillo. Ha pasado aquí toda la noche, con la perra, totalmente en contra de las normas hospitalarias, pero las dos hacéis buena pareja, tercas, obstinadas, y con una sola forma de hacer las cosas: la vuestra.

– La sartén llamando negro al cazo, Lotty -dije impenitente, tumbándome-. Y no me digas que la perra se ha quedado aquí sin tu connivencia. O por lo menos la de Max.

Fruncí levemente el ceño y me mordí la lengua, recordando mi última conversación con el director ejecutivo del hospital. Lotty me contempló comprensiva.

– Sí, Max también quiere hablar contigo. Tiene su poco de remordimiento. Y es indudablemente que por eso ha pasado la perra la noche en el hospital. Pero ahora tiene que irse, o sea, que si quieres decirle al pesado de tu vecino que vas a vivir para seguir embistiendo molinos, se irán los dos. Mientras tanto, dado que tu cerebro no está peor que de costumbre, voy a buscar a alguien que te quite esa aguja.

Giró sobre sus pies a sus normales cuarenta nudos. El Sr. Contreras entró en un minuto o dos después, con los ojos llenos de lágrimas y las manos temblándole ligeramente. Bajé los pies a un lado de la cama y le abrí los brazos.

– Ay, niña. No voy a olvidar nunca en qué estado te encontramos ayer. Más muerta que viva, estabas. Y ese pollo sin creer que pudieras estar allí y yo tenerle casi que aporrear para que nos llevara en el coche. Y después no conseguía que ninguna enfermera me dijera nada de cómo ibas, yo no hacía más que preguntar y no me decían porque no era de la familia. Yo, no ser yo tu familia. A ver quién tiene más derecho, que me lo digan, les decía, un primo lejano de Melrose Parle que ni siquiera le felicita las Pascuas, o yo que le he salvado la vida. Pero la Dra. Lotty se presentó y lo dejó todo bien claro, ella y el Sr. Loewenthal juntos, y me metieron con la perra en una habitación vacía de este pasillo, pero tuvimos que prometer no molestarte.

Sacó un inmenso pañuelo rojo del bolsillo trasero y se sonó la nariz ruidosamente.

– Pero bueno, a buen fin mejor principio, y tengo que llevar a casa a su señoría para darle de comer, pero no vuelvas a decirme que me meta en mis cosas, niña, no cuando haya tipos como éstos por el medio.

Le expresé mi agradecimiento lo mejor que pude, dándole un fuerte abrazo y un beso. Cuando se hubo marchado volví a tenderme en la cama, maldiciendo mi falta de energía. Lotty quería que me quedara un día más; había dicho que no descansaría si me iba por mi cuenta. Tenía razón: me encontraba ya en un estado bastante inquieto, más irritable aún a causa de los doloridos músculos de los hombros. Pero Lotty me había tirado la ropa y no me iba a traer otra hasta el viernes por la mañana.

A fin de cuentas la mayoría de las personas que yo habría querido ver vinieron a visitarme, así como otras cuantas de las que podría haber prescindido, como la policía. El teniente Mallory apareció en persona, señal no de mi importancia sino de su furibunda preocupación; furibunda porque tendría que haberme mantenido del todo al margen de un asunto policial, preocupación porque había tenido afecto a mis padres.

– Vicki, ponte en mi lugar por una vez. Uno de tus mejores amigos muere y cada vez que das media vuelta te encuentras a su única hija haciéndote un corte de mangas. ¿Cómo crees que me sienta?

– Sé cómo te sienta; me lo has dicho seis billones de veces -respondí recalcitrante. Detesto hablar con nadie cuando estoy vestida con un camisón de hospital; es como si fueras un crío metido en la cama a quien vienen a dar las buenas noches.

– Si te hubieran matado, habría cargado con esa responsabilidad hasta la tumba. ¿Es que no lo entiendes? ¿No ves que cuando te doy órdenes es porque me preocupa tu seguridad, porque se lo debo a Tony y Gabriella? ¿Qué hace falta para hacerte entrar en razón?

Miré colérica a las sábanas.

– Soy autónoma precisamente para no tener que recibir órdenes de nadie. Además, Bobby, accedí a no ir con la historia de Nancy Cleghorn al fiscal del estado. Y accedí a decírtelo si topaba con algo que pudiera parecer una pista sobre su muerte. Pues eso no ha pasado.

– ¡Es evidente que sí! -vociferó, descargando el puño sobre la mesilla de noche con tal fuerza que tiró la jarra. Eso le hizo recapacitar. Pidió a gritos un ordenanza desde la puerta, después le chilló al hombre hasta que el suelo estuvo limpio a su gusto. Mi compañera de habitación apagó el Juego del amor de la televisión y se escabulló hacia la sala de espera.