Cuando la habitación estuvo seca Bobby hizo un esfuerzo por sofocar su ira. Me hizo repasar los detalles del episodio, esperando pacientemente en los puntos de los que me resultaba difícil hablar, inquiriendo muy profesionalmente cuando había algo que no recordaba bien. El hecho de que contara con un nombre, aunque no fuera más que un nombre de pila, le animó levemente -si Troy era un profesional ligado a alguna organización conocida, la policía tendría ficha suya.
– Vamos a ver, Vicki -Bobby estaba siendo afable-, vayamos al fondo del asunto. Sí no sabías nada sobre la muerte de Cleghorn, ¿por qué han querido matarte de la misma manera y en el mismo sitio que la mataron a ella?
– Huy, Bobby. Visto así, supongo que tendría que saber quién la mató. O al menos por qué.
– Exacto. Pues habla.
Sacudí la cabeza, con cuidado, porque la espalda seguía más bien dolorida.
– Es sólo visto así. Como yo lo veo, he debido hablar con alguien que se figura que sé más de lo que parece. El problema es que he hablado con tanta gente en los últimos días y todos han sido tan desagradables que no sé con cuál quedarme como sospechoso óptimo.
– Muy bien -Bobby estaba siendo decididamente paciente-. Vamos a ver con quién hablaste.
Miré hacia las manchas de humedad del techo.
– Pues está el joven Art Jurshak. Ya sabes, el hijo del concejal. Y Curtís Chigwell, el médico que quiso suicidarse el otro día en Hindsdale. Y Ron Kappelman, asesor legal de PRECS. Gustav Humboldt, claro. Murray Ryerson…
– ¿Gustav Humboldt? -el tono de voz de Bobby subió un registro.
– Ya sabes, el presidente de Químicas Humboldt.
– Sé a quién te refieres -dijo cortante-. ¿Vas a hacerme partícipe de por qué hablaste con él? ¿Con relación a la chica Cleghorn?
– Lo que hablé con él no tenía nada que ver con la chica Cleghorn -dije con expresión seria, mirando hacia la mandíbula apretada de Bobby-. Eso es lo que te decía. Que no he hablado de Nancy con ninguna de estas personas. Pero dado que todas fueron más o menos desagradables, cualquiera de ellas pudo querer tirarme en el pantano.
– No me costaría más de dos centavos que te volvieran a dejar allí. Me ahorraría mucho tiempo. Tú sabes algo y te crees que vas a ser otra vez la reina del día, ponerte a buscar sin decirme nada de nada. Esta vez casi te cogen. La próxima te cogen de seguro, pero hasta que eso pase tengo que malgastar dinero municipal poniéndote a alguien para que te vigile.
Le centellearon los ojos azules.
– Eileen se ha alterado mucho al saber que estabas aquí. Quería mandarte flores, y llevarte a nuestra casa y cubrirte de cuidados. Le dije que no te lo merecías.
25.- Horas de visita
Cuando Bobby salió me tumbé de espaldas. Intenté dormir, pero el dolor del hombro se había trasladado al primer plano de mi cabeza. Los ojos me escocían con lágrimas de ira. Casi me habían matado, y todo lo que se le ocurría era insultarme. No merecía las molestias de cuidarme, y sólo por no ser una bocazas dispuesta a contarle todo lo que sabía. Había procurado mencionar el nombre de Gustav Humboldt, y lo único que había conseguido a cambio era un grito de incredulidad.
Me retorcí incómoda. El nudo del camisón se me estaba clavando en los resentidos músculos del cuello. Claro que podía haberle comunicado todas mis actividades de la última semana con pelos y señales. Pero Bobby jamás habría creído que un pez gordo como Gustav Humboldt pudiera estar implicado en aporrear jovencitas en la cabeza. Aunque quizá si se lo presentara todo en blanco y negro… ¿Tenía razón Bobby? ¿Estaba yo simplemente faroleando con el propósito de volver a hacerle un corte de mangas?
Mientras permanecía inmóvil, dejando pasar por mi mente imagen tras imagen, comprendí que esta vez, al menos, no era el deseo de regalar con una pitada a los poderes fácticos lo que me había mantenido la boca cerrada. Estaba real y verdaderamente asustada. Cada vez que intentaba dirigir mi pensamiento hacia los tres hombres de impermeable negro, retrocedía ante el recuerdo como un caballo aterrado por el fuego. Había varias partes del asalto que no había relatado a Bobby, no porque quisiera ocultarle algo sino porque no soportaba acercarme siquiera a su memoria. La esperanza de que alguna frase o cadencia olvidada pudiera proporcionarme una pista sobre la identidad de la persona para la que trabajaban, no bastaba para forzar el recuerdo de aquella espantosa y casi mortal asfixia.
Revelar a Bobby todo lo que sabía, haciéndole depositario de todo aquel turbio asunto, sería la forma de decirlo bien claro: eh, vosotros, quién quiera que seáis, me habéis cogido. No me habéis matado pero me habéis asustado tanto que estoy abdicando toda responsabilidad sobre mi vida.
Una vez que aquel pequeño dato de autoconocimiento pudo flotar hasta la superficie de mi conciencia, empecé a ser presa de una terrible furia. No iban a conseguir convertirme en eunuco, obligarme a vivir mi vida dentro de los límites decididos por una voluntad ajena. No sabía qué estaba pasando en Chicago Sur, pero nadie, ni Steve Dresberg ni Gustav Humboldt, ni siquiera Caroline Djiak, iba a impedirme averiguarlo.
Cuando Murray Ryerson se presentó algo después de las once, me encontró paseando por la habitación con los pies descalzos y el camisón del hospital ondeando en torno a mis piernas. Vagamente, había visto a mi compañera de habitación aparecer vacilante en la puerta y volver a marchar, y confundí la presencia de Murray con su vuelta hasta que empezó a hablar.
– Me han dicho que has estado a quince minutos de la muerte, pero ya sabía yo que eso no podía creérmelo.
Di un salto.
– ¡Murray! ¿No te enseñó tu madre a llamar antes de entrar embistiendo?
– Lo intenté, pero no estabas por el planeta Tierra -arrastró la silla junto a mi cama-. Pareces el tigre siberiano que hay en la zona abierta del zoológico de Lincoln Park, V. I. Me estás poniendo nervioso. Siéntate y dame la exclusiva de tu roce con la muerte. ¿Quién ha querido liquidarte? ¿La hermana del Dr. Chigwell? ¿Los tipos de la fábrica Xerxes? ¿O tu amiguita Caroline Djiak?
Eso me hizo parar. Cogí la silla de mi compañera para sentarme frente a Murray. Yo tenía la esperanza de mantener los asuntos de Louisa al margen de la prensa, pero una vez que Murray empezara a husmear se enteraría prácticamente de lo que le diera la gana.
– ¿Qué te ha dicho la pequeña Caroline? ¿Que yo era de las que sabía reconocer cuándo había metido la pata?
– Es un tanto desconcertante hablar con Caroline. Dice que estabas investigando la muerte de Nancy Cleghorn por encargo de PRECS, aunque nadie de esas oficinas parece saber nada del asunto. Afirma que no sabe nada de Pankowski y Ferraro, aunque no estoy seguro de creérmelo.
Murray se sirvió un vaso de agua de la nueva jarra traída por un enfermero.
– Los de Xerxes insisten en referirnos a su asesoría legal si queremos enterarnos de algo sobre esos dos. O sobre el médico suicida. Y cuando alguien sólo está dispuesto a hablar por medio de abogados empiezas a recelarte algo. Estamos trabajándonos a la secretaria de la fábrica, la chica empleada con el contable y administrador de personal. Y uno de mis ayudantes ronda por el bar donde van los del cambio de turno al salir del trabajo, o sea que algo vamos a pillar. Pero desde luego tú podías facilitárnoslo, Srta. Marple.
Me deslicé de la silla a la cama y me tapé hasta la barbilla. Caroline estaba protegiendo a Louisa. Evidentemente. Eso era lo que había detrás de toda aquella pantomima. Una posible amenaza a su madre era lo único que podía asustarla, la única explicación consistente con su fiera personalidad de perro terrier. Nada le importaba su salvaguarda; y desde luego tampoco la mía lo bastante para ponerse histérica por no haber querido yo abandonar la investigación.
Era difícil imaginar qué peligro podía correr una mujer en el estado de Louisa. Quizá hacer explotar públicamente unos asuntos privados que ella deseaba ardientemente mantener ocultos; acaso fuera su mayor preocupación en sus últimos meses de vida. Aunque Louisa no tenía aspecto de estar alterada cuando la había visto el martes…