Forcé a mi fatigada cabeza a regresar a los momentos anteriores al ataque. Sólo hacía tres días, pero las neuronas se movían como si tuvieran moho de años. Cuando te duele hasta el último músculo es difícil recordar la sensación de estar entero.
Me habían advertido que abandonara Chicago Sur el lunes por la noche. El miércoles me habían despachado eficazmente. Eso significaba que algo de lo que había hecho el martes había suscitado una reacción inmediata. Fruncí el ceño, procurando recordar qué había ocurrido aquel día.
Había encontrado el informe del seguro sobre Jurshak y le había hablado a Ron Kappelman del asunto. También le había dejado un mensaje al joven Art insinuando que tenía el papel. Se trataba de documentos tangibles, y resultaba tentador pensar que demostraban algo tan perjudicial que había gente dispuesta a matar para que no vieran la luz. Podría ser difícil extraer la verdad de Kappelman si me ocultaba algo, pero Jurshak era un joven tan frágil que seguramente podría sonsacarle los hechos. Si es que podía encontrarle. Si seguía vivo.
Sin embargo, no debía concentrarme en esos dos a expensas de las restantes personas implicadas. Curtís Chigwell, por ejemplo. A primera hora del martes le había azuzado a Murray Ryerson y doce horas después había querido suicidarse. Y además estaba el gran tiburón, el propio Gustav Humboldt. Fuera lo que fuera lo que sabía Chigwell, lo que estuvieran ocultando sobre Steve Ferraro y Joey Pankowski, Gustav Humboldt estaba perfectamente informado de todo. De otro modo no me habría buscado para intentar hacerme tragar una sarta de mentiras sobre dos empleados insignificantes de su imperio internacional. Y el informe del seguro que había encontrado Nancy se refería a su compañía. Esto tenía que significar algo; pero ocurría que aún no sabía qué.
Y por fin, claro está, estaba la pequeña Caroline. Ahora que había comprendido que protegía a Louisa, supuse que podría hacerle hablar. Puede que incluso supiera lo que Nancy había visto en el informe del seguro. Ella era mi mejor punto de partida.
Me quité la manta de las piernas y me levanté. De inmediato, la perra se puso en pie como un resorte, moviendo la cola: si me levantaba, era evidentemente hora de salir a correr. Cuando vio que sólo me dirigía al teléfono, se tumbó alicaída.
Caroline estaba reunida, me dijo la recepcionista de PRECS. No se la podía molestar.
– Pues apunte por favor la nota siguiente y hágasela llegar: «¿La vida de Louisa en primera página del Herald Star?» Y añada mi nombre. Le garantizo que se pondrá al teléfono en fracciones de segundo.
Tuve que engatusarla algo más, pero la mujer accedió al fin. Me llevé el teléfono al sillón. Peppy me dirigió una mirada de disgusto, pero yo quería esperar sentada la descarga que se acercaba.
Oí la voz de Caroline sin preámbulos. La dejé despotricar sin rechistar unos minutos, en los que hizo trizas mi personalidad, expresándome su pesar porque hubiera salido indemne del pantano, y hasta lamentándose de que no me hubiera quedado enterrada en fango.
Ante eso decidí interrumpir.
– Caroline, eso es vil y ofensivo. Si tuvieras un ápice de sensibilidad o imaginación nunca habrías pensado semejante cosa, no digamos ya decirlo.
Quedó en silencio unos instantes y después refunfuñó.
– Lo siento, Vic. Pero no debiste mandarme mensajes amenazando a mamá.
– Está bien, pequeña. Lo entiendo. Entiendo que la única razón de que hayas estado dando más coces que de costumbre es porque hay alguien acorralando a Louisa. Quiero saber quién y por qué.
– ¿Cómo lo sabes? -exclamó abruptamente.
– Es tu carácter, cielo. Simplemente tardé algo en acordarme. Manipulas a los demás, te pasas las reglas por donde quieres con tal de lograr lo que buscas, pero no eres gallina. Sólo hay una cosa que puede aterrarte.
Volvió a callar un buen rato.
– No pienso decirte si te equivocas o no -dijo al fin-. No puedo ni hablar de ello. Si no te equivocas ya comprendes por qué. Si te equivocas… supongo que será porque doy coces.
Intenté transmitir toda la fuerza de mi personalidad por el teléfono.
– Caroline, esto es importante. Si alguien te ha dicho que le hará daño a Louisa a menos que me obligues a dejar de rastrear a tu padre, tengo que saberlo. Porque significa que hay alguna relación entre la muerte de Nancy y mis pesquisas sobre Joey Pankowski y Steve Ferraro
– Tendrías que embaucarme y no creo que puedas -su tono era serio, más maduro del que estaba acostumbrada a oírle.
– Por lo menos dame una pista, chiquilla. ¿Te vienes por aquí mañana a cualquier hora? Como puedes comprender, no estoy muy en forma ahora mismo, si no me pasaba a verte esta noche.
Al final, a regañadientes, accedió a venir mañana por la tarde. Colgamos el teléfono con una afabilidad que no habría creído posible hacía diez minutos.
27.- El juego está servido
Una irritante laxitud se había apoderado de mi cuerpo. Incluso la breve conversación con Caroline me había agotado. Me serví más té y encendí la tele. Faltando aún dos semanas para los entrenamientos de primavera, no había gran cosa durante el día. Pasé de un serial o otro serial, después de una lacrimógena congregación de rezo -la sollozante sucesora de Tammy Faye- y a Barrio Sésamo y apagué el aparato asqueada. Era mucho esperar que ordenara papeles o pagara facturas en mi debilitado estado; me envolví en la manta y me eché en el sofá para dormir un rato.
Desperté unos veinte minutos antes de la hora de llegada de Kappelman y me tambaleé hasta el cuarto de baño para mojarme la cara con agua fría. Alguien me había robado todas las toallas sucias, había fregado el lavabo y la bañera, y había ordenado los cachibaches de aseo y maquillaje. Eché un vistazo a mi habitación y me quedé pasmada al ver la cama hecha y prendas de vestir y zapatos guardados. Detestaba admitirlo, pero las habitaciones limpias alegraban mi ánimo afligido.
Había escondido los documentos de Nancy entre los montones de música del piano. Los duendes habían metido las partituras cuidadosamente en el banco del piano, pero los papeles del seguro permanecían intactos entre Italienisches Liederburch y las Arias de concierto de Mozart.
Estaba muy enfrascada con Che no sei capace -cuyo título me parecía admirablemente adecuado, puesto que no entendía nada- cuando Kappelman tocó el timbre. Antes de que pudiera llegar al telefonillo, el Sr. Contreras había salido de un salto al vestíbulo para inspeccionarle. Cuando abrí la puerta escuché sus voces en la escalera mientras subían juntos, procurando el Sr. Contreras acallar los recelos que le despertaba todo hombre que viniera a verme, y Kappelman disimular la impaciencia que le producía su acompañante.
Mi vecino empezó a hablarme en cuanto asomó su cabeza por el último giro de la escalera y me echó la vista encima.
– Ah, qué tal, pequeña. ¿Has descansado bien? Vengo sólo a recoger a su señoría, para que tome el aire y algo de comer. ¿No estarías dándole queso, verdad? Iba a decírtelo; no lo digiere.
Entró en la habitación y empezó a inspeccionar a Peppy por si hubiera señales de enfermedad.
– Ahora no debes llevártela de paseo sola, ni irte por tu cuenta a correr por ahí. Y no dejes que este joven te tenga levantada hasta que te agotes. Que necesitas mi ayuda para algo, la perra y yo estamos al tanto; no tienes más que darnos un grito.
Con esta advertencia apenas velada, recogió a Peppy. Remoloneó en la puerta con más admoniciones hasta que tuve que empujarle suavemente al descansillo.
Kappelman me miró agriamente.
– De haber sabido que el viejo me iba a investigar los papeles me habría traído a mi abogado. Yo diría que si lo tienes al lado no corres peligro; mataría con su charla a cualquiera que se le ocurriera atacarte.