– Es que le encanta imaginarse que tengo dieciséis años y es mi padre y mi madre -dije con más indulgencia de la que sentía. El deberle la vida al Sr. Contreras no me impedía encontrarle un tanto pesado.
Ofrecí una copa a Kappelman. Su primera opción fue cerveza, que casi nunca tengo en casa, seguida de coñac. Al fin conseguí topar con una botella de éste al fondo del armario de bebidas.
– Una chica del Sector Sur como tú tendría que tener siempre a punto un disparo y una cerveza -refunfuñó.
– Supongo que es un indicio más de hasta qué punto he abandonado mis raíces -le conduje al salón, doblando la manta que había dejado en el sofá para que pudiera sentarse. Mi casa nunca podría igualar su vitrina de la calle Pullman, pero al menos estaba aseada. No me felicitó por ello, pero es que tampoco podía saber cómo suele estar.
Después de unas cuantas naderías de cortesía sobre mi salud y su trabajo del día, le entregué el paquete de Nancy. Kappelman sacó unas gafas del bolsillo de la pechera de su raída chaqueta y repasó detenidamente los documentos uno a uno. Yo bebía mi vaso de whisky y leía la prensa del día procurando no mostrarme impaciente.
Cuando hubo terminado se quitó las gafas con un pequeño gesto de perpleja impotencia.
– No entiendo por qué tenía estos papeles Nancy. O por qué creía que podrían ser importantes.
Yo rechiné los dientes.
– No me digas que son totalmente insignificantes.
– No lo sé -encogió un hombro-. Tú puedes ver de lo que se trata igual que yo. No entiendo demasiado de seguros, pero me da la impresión de que Xerxes estaría pagando más que esos otros tipos y Jurshak intentaba persuadir a la compañía -miró los papeles buscando el nombre- Descanso del Marino para que le rebajaran las primas. Es evidente que eso significaba algo para Nancy, pero nada para mí. Lo siento.
Yo fruncí el ceño de un modo terrible, originando la clase de arrugas contra las que advierten a las estrellas en ciernes.
– Quizá la cuestión no sean los datos sino el hecho de que fuera Jurshak el que se ocupara del seguro. Quizá siga siendo esa la cuestión. Jurshak no sería la persona que yo elegiría ni como agente de seguros ni como garante.
Ron sonrió levemente.
– Tú te puedes permitir el lujo de ser exigente; porque no tienes que abrirte camino en Chicago Sur. Es posible que Humboldt creyera más fácil seguir la corriente general con Jurshak que recurrir a un agente independiente. O quizá sea un caso de verdadero altruismo, de querer dar trabajo a la comunidad donde ha montado su fábrica. Jurshak no era gran cosa en Chicago Sur, no digamos ya en la ciudad, en el año 63.
– Es posible -giré el vaso, viendo cómo el dorado líquido se volvía ámbar al reflejar la luz de la lámpara. Art y Gustav haciendo el bien por bien de la comunidad en general. Podía imaginarlo en carteles, pero no tan fácilmente en la vida real. Además yo me había criado cerca de Art y, por consiguiente, seguía lo que se decía de éclass="underline" que gracias a ciertos tratos, él o su socio, Freddy Parma, eran directores -y agentes de seguros- de una compañía local de transportes por camión, una empresa de aceros, un transportista por ferrocarril y otros servicios. Las contribuciones a sus campañas electorales fluían desde estas compañías formando una corriente enormemente gratificante. Podría ser que la Compañía de Seguros Descanso del Marino no supiera estas cosas, pero Ron Kappelman debía saberlas.
– Tienes una mirada tremendamente siniestra -Ron Kappelman interrumpió mi ensimismamiento-. Como si creyeras que soy el asesino del hacha.
– No es más que mi expresión de zorra insensible. Me estaba preguntando cuánto sabrías del negocio de seguros de Art Jurshak.
– ¿Quieres decir cosas como el Ferrocarril Mid-States? Claro que lo sé. Por qué me… -calló a mitad de frase, abriendo los ojos ligeramente-. Sí. Mirándolo así no tiene mucho sentido recurrir a Jurshak como compañía garante. ¿Crees que Jurshak tiene algo contra Humboldt?
– Podría ser lo contrario. Podría ser que Humboldt tuviera algo que ocultar y pensara que Jurshak era la persona para hacerlo.
Me hubiera gustado saber si podía fiarme de Kappelman; no tendría que haber hecho falta que le explicara aquella cuestión. Recuperé los documentos y los observé absorta.
Pasados unos momentos Kappelman me sonrió con curiosidad.
– ¿Qué te parece si cenamos antes de que me vuelva al sur? ¿Te sientes lo bastante fuerte para salir?
Comida de verdad. Supuse que podría hacer el esfuerzo. Por si acaso Kappelman pensaba volver a llevarme con mis amigos de los impermeables negros, fui a mi habitación a coger la pistola. Y a hacer una llamada desde la extensión que hay junto a la cama.
La madre del joven Art contestó al teléfono; su hijo seguía sin aparecer por allí, me dijo con un susurro inquieto. El Sr. Jurshak no sabía aún que había desaparecido, o sea que me agradecería que no fuera diciéndolo.
– Si va por allí, o si sabe algo de él, insista por favor en que se ponga en contacto conmigo. No puedo decirle lo importante que es que lo haga -vacilé unos momentos, no sabiendo si el melodrama la dejaría totalmente paralizada o me garantizaría que transmitiera mi mensaje a su hijo-. Puede que su vida corra peligro, pero si puedo hablar con él creo que podría evitar que le ocurra nada.
Empezaba a dirigirme preguntas en un murmullo silbante y tenso, pero Art el viejo se personó a su espalda, inquiriendo con quién hablaba. Colgó el teléfono apresuradamente.
Cuanto más tiempo faltara el joven Art, más preocupante me resultaba. El chico no tenía amigos y no sabía moverse por las calles. Agité la cabeza inútilmente y me metí la Smith & Wesson en la cintura de los vaqueros.
Kappelman leía tranquilamente el Wall Street Journal cuando volví al salón. No parecía que hubiera estado escuchándome por el teléfono, pero si era realmente un tipejo malvado no tendría dificultad para mostrarse inocente. Renuncié a rumiar sobre la cuestión.
Kappelman hizo un gesto fatalista.
– Creí haber perdido de vista esta clase de mierda cuando me fui de casa de mi madre. Por eso vivo en Pullman; fue lo más lejos de Highland Park que pude trasladarme dentro de lo posible.
Cuando empezaba a echar el cerrojo sonó el teléfono. Pensando que podría ser el joven Art, me excusé con Ron y volví a entrar en el piso. Para mi gran asombro era la Srta. Chigwell, sumamente angustiada. Me preparé, creyendo que me llamaba para recriminarme por haber impulsado a su hermano a un intento de suicidio. Probé unas cuantas disculpas torpes.
– Sí, sí, ha sido muy lamentable. Pero Curtís no fue nunca un carácter fuerte; no me ha sorprendido. Y no es que no pudiera haberlo logrado. Yo sospecho que quería que le encontraran: dejó todas las luces del garaje encendidas y sabía que yo entraría para ver la razón. Después de todo, según él, fui yo la que le impulsé a hacerlo.
El condescendiente desdén de su voz me hizo parpadear levemente. Era evidente que no me llamaba para aliviar una culpabilidad putativa por mi parte. Le hice una pregunta exploratoria.
– Bueno, pues es que… es que ha pasado una cosa muy extraña esta tarde -súbitamente vaciló, perdiendo su habitual seguridad áspera.
– ¿Sí? -dije para alentarla.
– Comprendo que no es considerado por mi parte molestarla, cuando acaba de pasar por un trauma tan horrible, pero usted es investigadora, y me ha parecido que era más adecuado recurrir a usted que a la policía.
Después se produjo otra larga pausa. Yo me eché en el sofá para mitigar el dolor que sentía entre los hombros.
– Es… bueno, es Curtís. Estoy segura de que se ha metido en casa por la fuerza esta tarde.
Aquello era lo bastante asombroso para hacerme incorporarme otra vez.
– ¿Por la fuerza? ¡Yo creía que vivía con usted!
– Sí, y vive, claro, pero, es que yo le llevé a toda prisa al hospital cuando le encontré el martes. Como no estaba muy mal le dejaron marchar el miércoles. Estaba tremendamente avergonzado, no quiso verme cara a cara a la hora del desayuno y dijo que se iba a casa de unos amigos. Y para serle franca, Srta. Warshawski, me alegré de perderle de vista unos cuantos días.