– Pescamos a dos tipos rondando tu puerta. Dicen que habían subido solamente a fumarse un cigarrillo, pero llevaban ganzúas y pistolas. El fiscal estatal nos los ha dejado veinticuatro horas por ocultar y no tener registradas armas delictivas. Queremos que vengas para una rueda de reconocimiento; a ver si identificas a alguno de estos caballeros como participante en el ataque del miércoles.
– Ya, claro -dije apagadamente-. Llevaban impermeables negros de los que tienen capuchas que cubren gran parte de la cara. No estoy segura de poder reconocerlos.
– Estupendo -Bobby no hizo el menor caso de mi falta de ardor-. Voy a mandar a uno de uniforme a recogerte dentro de media hora; a menos que sea demasiado pronto para ti.
– Como la Justicia, yo nunca duermo -dije educadamente, y colgué.
Después llamó Murray. Habían cerrado la edición de mañana antes de recibir aviso de sus soplones policiales de que se había hecho una detención en mi casa. Su jefe, conociendo nuestra amistad, le había despertado con la noticia. Murray siguió bombeando con incansable energía durante varios minutos. Finalmente le interrumpí malhumorada:
– Me voy a una rueda de reconocimiento. Si entre ellos están Art Jurshak o el Dr. Chigwell te doy un telefonazo. Por cierto, que el bueno del doctor anda con la clase de gente a la que le gusta colarse en las casas ajenas.
Colgué a medio berrido de Murray. El teléfono volvió a sonar cuando me dirigía a grandes pasos hacia mi habitación para vestirme. Decidí no hacer caso: que Murray se enterara de las cosas por la radio o similares. Mientras me cepillaba el pelo con desabrida mala gana, el Sr. Contreras me trajo el desayuno a la puerta. Mi deseo de anoche de tener su compañía se había agotado. Bebí una taza de café con displicencia y le dije que no tenía tiempo para comer nada. Cuando empezó a ponerse pesado perdí los estribos y le contesté una impertinencia.
Sus ojos de un pardo desvaído se llenaron de una expresión herida. Recogió a la perra con sosegada dignidad y se fue. De inmediato me sentí avergonzada y corrí tras él. Pero estaba ya en el vestíbulo y yo no llevaba las llaves. Volví escaleras arriba.
Mientras cogía llaves y bolso, metiéndome la Smith & Wesson en la cinturilla del pantalón, llegó el hombre de uniforme para llevarme a la rueda de reconocimiento. Cerré el cerrojo de seguridad con cuidado -algunos días no me molesto en hacerlo- y corrí escaleras abajo. Cuanto antes empezara, antes acabaría, o lo que fuera que dijo Lady Macbeth.
El hombre de uniforme resultó ser una mujer, Agente de Patrulla Mary Louise Neely. Era tranquila y seria, iba embutida como una vara en su uniforme azul marino agresivamente planchado y se dirigió a mí con un «señora» que me hizo agudamente consciente de los doce años o más que nos separaban. Me abrió la puerta con eficiencia militar y me escoltó por el caminillo hasta el coche patrulla que esperaba.
El Sr. Contreras estaba frente a la casa con Peppy. Yo quería hacer algún gesto de reconciliación, pero la severa presencia de la agente Neely me dejó sin palabras. Le alargué la mano, pero él cabeceó muy tieso, llamando a la perra con voz aguda cuando ésta saltó tras de mí.
Intenté hacer preguntas perspicaces a la agente sobre su trabajo y sobre si los Cubs o los Sox conseguirían empeorar su espantosa actuación de la pasada temporada. Pero la agente me desdeñó por completo, manteniendo fija su grave mirada para malhechores sobre la Carretera del Lago, susurrando periódicamente en el transmisor que llevaba colgado a la solapa.
Recorrimos las seis millas hasta el Distrito Central a buen paso. Paró el coche briosamente en el aparcamiento policial unos quince minutos después de salir de mi casa. Está bien, era sábado y escaso el tráfico, pero con todo era una demostración impresionante.
Neely me guió con ligereza por el laberinto del viejo edificio, intercambiando sobrios saludos con otros agentes, y me llevó a la sala de observación. Allí estaba Bobby, con el sargento McGonnigal y el detective Finchley. Neely les hizo un saludo tan impetuoso que temí que fuera a caerse de espaldas.
– Gracias, agente -Bobby la despidió cordialmente-. Ahora nos hacemos cargo nosotros.
Comprobé que me sudaban levemente las palmas de las manos y el corazón me latía algo más rápidamente. No quería ver a los hombres que me habían envuelto en la manta el miércoles. Por eso había huido de mi casa anoche. Me tenían acobardada, del todo y a fondo. ¿Y ahora iba a tener que comportarme como un perro obediente bajo la mirada vigilante de la policía?
– ¿Tienen nombre los dos que cogisteis anoche? -pregunté, manteniendo un tono sereno, procurando disimular con un poco de arrogancia.
– Sí -gruñó Bobby-. Joe Jones y Fred Smith. Es casi tan divertido tratar con ellos como contigo. Y sí, hemos pedido una comprobación de huellas dactilares, pero estas cosas nunca van tan rápidas como quieres. Podemos montar una acusación por vagabundeo en propiedad privada y por llevar armas ocultas y sin licencia. Pero tú sabes y yo sé que el lunes vuelven a estar en la calle a menos que podamos añadir intento de asesinato. De modo que tienes que decirme si son los amigos que te mandaron a nadar el miércoles.
Movió la cabeza en dirección a Finchley, un negro de paisano que yo conocí cuando empezaba a patrullar. El detective fue hacia la puerta del extremo opuesto de la habitación y dio algunas órdenes a unas personas no visibles para que formaran la fila.
El reconocimiento por parte de testigos presenciales no es esa gran revelación que aparece en los dramas de género legal. Bajo tensión, la memoria te juega malas pasadas: tienes la certeza de haber visto a un hombre algo negro con vaqueros y era en realidad un gordo blanco con traje de calle. Cosas así. Probablemente una tercera parte de mis actuaciones como defensor de oficio se habían fundado en la exposición de increíbles casos de identidad equivocada. Por otra parte, la tensión puede grabar recuerdos indelebles -un gesto, una mancha de nacimiento- que vuelven cuando ves otra vez a la persona. Nunca está de más intentarlo.
Con las manos metidas en los bolsillos para ocultar su temblor, acompañé a Bobby hasta la ventana de observación de visión unilateral. McGonnigal encendió la luz en nuestro lado y la pequeña habitación del otro lado se recortó claramente.
– Tenemos dos grupos -murmuró Bobby en mi oído-. Ya conoces el procedimiento: piénsalo despacio, pide al que te parezca que se vuelva de espaldas o lo que quieras.
Seis hombres entraron con estudiada pugnacidad. Todos eran, a mi juicio, parecidos entre sí: blancos, corpulentos, en torno a los cuarenta años. Intenté imaginármelos con capuchas negras, el verdugo de mi pesadilla de esta mañana.
– Pídeles que hablen -dije bruscamente-. Que digan «Anda, dinos la hora, rica», y después «Tírala aquí, Troy. En el sitio marcado con la X».
Finchley transmitió la petición a los agentes invisibles que dirigían el espectáculo. Uno por uno, los hombres fueron balbuciendo las palabras obedientemente. Yo no hacía más que observar al segundo tipo por la izquierda. Tenía una especie de sonrisa reservada, como si supiera que iba a ser imposible sostener una acusación en serio. Los ojos. ¿Podría recordar los ojos del hombre que se me había acercado a la orilla del lago? Fríos, inexpresivos, calculando las palabras para tocarme en lo más débil.
Pero cuando el hombre habló no reconocí su voz. Era ronca, con el sonsonete del Sector Sur, no el tono impasible que yo recordaba.
Moví la cabeza.
– Creo que es el segundo por la izquierda. Pero no reconozco la voz y no puedo decirlo con absoluta seguridad.
Bobby asintió imperceptiblemente y Finchley dio orden de llevarse a la fila.
– ¿Y? -pregunté-. ¿Es ése?