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El teniente sonrió con renuencia.

– Creí que iba a ser como una aguja en un pajar, pero es el tipo que cogimos delante de tu puerta anoche. No sé si tu identificación será suficiente para el fiscal del estado. Pero quizá podamos enterarnos de quién ha pagado su fianza.

Trajeron a la segunda fila, una serie de hombres negros. Sólo había visto de cerca a uno de mis atacantes. Aun presumiendo que Troy fuera uno de los hombres que tenía ante mí, no pude señalarlo, incluso con prueba de voz.

Bobby estaba de un humor excelente por mi identificación del primer hombre. Me ayudó afablemente con todos los trámites y llamó a la agente Neely para que me llevara a casa, despidiéndome con una palmadita en el brazo y la promesa de comunicarme cuándo sería la primera fecha para el juicio.

Mi estado de ánimo, sin embargo, no era tan jovial. Cuando Neely me dejó en casa subí a ponerme los zapatos de correr. Todavía no me sentía con fuerza para una carrera, pero me hacía falta un paseo largo para aclarar mi cerebro antes de ver a Caroline por la tarde.

Primero, no obstante, tenía que reparar mis cercas. El Sr. Contreras me recibió distante, procurando disimular sus heridos sentimientos con un barniz de cortesía. Pero la sutileza no formaba realmente parte de su constitución. Cedió pasados unos minutos, me dijo que nunca más subiría a mi casa sin llamar antes, y me frió unos huevos con bacon para comer. Después, permanecí un rato sentada charlando con él, conteniendo mi impaciencia ante su prolongado flujo de reminiscencias irrelevantes. Además, cuanto más tiempo estuviera hablando él, más podía postergar el enfrentarme a una conversación mucho más difícil. Pese a ello, a las dos supuse que ya estaba bien de eludir a Lotty y salí hacia Sheffield.

No fue tan fácil hacer las paces con Lotty y darle un beso. Estaba en casa entre sus horas de clínica de la mañana y un concierto con Max por la tarde. Hablamos en la cocina mientras ella sobrecosía con diminutas puntadas el dobladillo de una falda negra. Por lo menos no me dio con la puerta en las narices.

– No sé cuántas veces he tenido que remendarte en los últimos diez años, Victoria. Muchas. Y prácticamente siempre ha sido una situación con riesgo de muerte. ¿Por qué te quieres tan poco?

Miré fijamente al suelo.

– No quiero que nadie me resuelva mis propios problemas.

– Pero anoche viniste aquí. Me metiste en tus problemas, y después desapareciste sin decir palabra. Eso no es independencia; eso es crueldad desconsiderada. Tienes que decidirte sobre lo que quieres de mí. Si es sólo que sea tu médico -la persona que te cose cuando te empeñas en meter la cabeza delante de una bala- muy bien. Pasaremos a encuentros fríos del todo. Pero si quieres que seamos amigas, no puedes comportarte con ese alegre desprecio por mis sentimientos hacia ti. ¿Lo comprendes?

Me froté la cabeza fatigada. Al fin miré hacia ella.

– Lotty, estoy asustada. Nunca he estado tan atemorizada desde el día en que mi padre me dijo que Gabriella se moría y no se podía hacer nada. Entonces supe que era un enorme error depender de alguien para que me solucionara las cosas. Ahora estoy, por lo visto, demasiado aterrada para resolverlos sola y estoy dando coletazos. Pero cuando pido ayuda me pone totalmente frenética. Sé que es difícil para ti. Y lo siento. Pero ahora mismo no consigo el suficiente distanciamiento para remediarlo.

Lotty terminó de pasar el hilo por el dobladillo y dejó la falda. Sonrió con gesto torcido.

– Sí. No es fácil perder a tu madre, ¿verdad? ¿Podíamos llegar a un acuerdo, querida? No te exigiré conductas que no puedes seguir. Pero cuando te encuentres en este estado, ¿me lo dirás, para que no me enfade tanto contigo?

Cabeceé unas cuantas veces, con la garganta tan apretada que me impedía hablar. Lotty se acercó a mí y me abrazó fuertemente.

– Tú eres la hija de mi corazón, Victoria. Ya sé que no es lo mismo que tener a Gabriella, pero el cariño está ahí.

Sonreí trémula.

– En vuestro ardor sois las dos iguales.

Después de aquello le hablé de los cuadernos que me había dejado allí. Prometió revisarlos el domingo, para ver si podía sacar algo en limpio.

– Y ahora tengo que vestirme, cariño. ¿Pero por qué no te vienes a pasar la noche? Es posible que nos venga bien a las dos.

31.- Bola de fuego

Cuando volví a casa pasé a informar al Sr. Contreras de que había llegado y a decirle que Caroline llegaría pronto. Mi conversación con Lotty había contribuido algo a devolverme el equilibrio. Me sentía lo bastante tranquilizada para abandonar mi plan de pasear en pro de un poco de trabajo doméstico.

El pollo a medio hacer que había metido en la nevera el martes por la noche estaba bastante maloliente. Lo llevé al callejón de los cubos de basura, fregué la nevera con bicarbonato para amortiguar el olor, y saqué los periódicos a la puerta de entrada para que los recogiera el equipo de reciclaje. Cuando llegó Caroline poco después de las cuatro, había pagado todas mis facturas de diciembre y había organizado los recibos para pagar el impuesto sobre la renta. También se me resentían todos los músculos doloridos.

Caroline subió las escaleras despacio, sonriendo un poco nerviosa. Me siguió al salón, rechazando mi oferta de refrescos con voz queda y nasal. No recordaba haberla visto nunca tan turbada.

– ¿Cómo va Louisa? -pregunté.

Hizo un gesto de rechazo con la mano.

– Ahora mismo parece estable. Pero los fallos renales te dejan hecha polvo; al parecer la diálisis sólo extrae del organismo una fracción de las impurezas, de modo que te encuentras fatal en todo momento.

– ¿Le contaste la llamada que recibiste, sobre que Joey Pankowski era tu padre?

Movió la cabeza.

– No le he dicho nada. Ni que tú estuvieras buscándolo ni… ni, en fin, nada. No tuve más remedio que hablarle de la muerte de Nancy, claro; lo habría visto en la televisión o se lo habría dicho su hermana. Pero no puede tolerar más perturbaciones como ésa.

Jugueteó nerviosamente con los flecos de uno de los cojines del sofá y después exclamó:

– Ojalá no te hubiera pedido nunca que buscaras a mi padre. No entiendo qué clase de magia creí que podrías invocar. Y no sé por qué pensé que encontrarle iba a alterar mi vida de alguna manera -soltó una risita áspera-. ¿Qué estoy diciendo? Sólo el hecho de ponerte a buscarlo me ha cambiado la vida.

– ¿Podríamos hablar de eso un poco? -pregunté mansamente-. Alguien te llamó hace dos semanas y te dijo que me hicieras salir de la escena, ¿no? Entonces me telefoneaste con esa monserga increíble de que no querías que buscara a tu padre.

Inclinó tanto la cabeza hacia abajo que sólo vi sus indómitos rizos cobrizos. Esperé pacientemente. No habría hecho todo el recorrido hasta Lakeview si no estuviera resuelta a contarme la verdad; simplemente estaba costándole algún tiempo el poner el último perno a su valor.

– Es la hipoteca -susurró al fin mirándose los pies-. Pasamos muchos años en alquiler. Entonces, cuando yo empecé a trabajar pudimos al fin ahorrar lo suficiente para una entrada. Recibí una llamada. Un hombre… no sé quién era. Dijo… dijo… que había estado estudiando nuestro préstamo. Creía… me dijo… que lo iban a cancelar si no te obligaba a dejar de buscar a mi padre… a dejar de ir por ahí haciendo preguntas sobre Ferraro y Pankowski.

Por último levantó los ojos, destacándose fuertemente sus pecas en la palidez de su cara. Alargó las manos suplicante y yo me levanté de la silla para ir a abrazarla.

Durante unos minutos se acurrucó contra mí, temblando, como si siguiera siendo la pequeña Caroline y yo la chica mayor que podía protegerla de todo peligro.

– ¿Llamaste al banco? -pregunté al fin-. ¿Para enterarte de si sabían algo del asunto?

– Tenía miedo de que si me oían hacer preguntas, lo hicieran, ya sabes -la voz se apagaba en mi axila.