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Alargó la mano nerviosamente para coger la botella de vino y se sirvió lo que quedaba de Barolo en el vaso. Cuando se hubo tragado la mayor parte empezó a escupir la historia, poco a poco. Sabía que Art era contrario a la planta de reciclaje. Su padre estaba esforzándose mucho por atraer nuevas industrias hacia Chicago Sur, y temía que la planta de reciclaje intimidara a algunas compañías; que no quisieran operar en una comunidad donde tendrían la dificultad extra de tener que meter sus residuos en bidones para ser reciclados, en lugar de verterlos simplemente en lagunas practicadas en el río.

Le había dicho aquello a Nancy y ella había insistido en ver toda la documentación sobre los planes. Al parecer, igual que yo, había pensado que sería inútil discutir si los pretendidos motivos de Art el Viejo eran los auténticos o no.

El joven Art se había resistido, pero ella le había presionado mucho. Volvieron a la agencia de seguros una noche a última hora y ella registró la mesa de Art. Fue horrible, la noche más horrible que había pasado en toda su vida, angustiado porque pudieran aparecer su padre o el secretario de su padre, o uno de los policías de la ronda al ver luz, y les sorprendieran.

– Lo comprendo. La primera vez que entras clandestinamente es la peor. ¿Pero por qué eligió Nancy este documento del seguro en vez de algo sobre el reciclaje?

Sacudió la cabeza.

– No lo sé. Estaba buscando algo donde aparecieran los nombres de las compañías implicadas en la planta de reciclaje. Y entonces vio esos papeles y dijo que no sabía que nosotros -la agencia de mi padre- lleváramos los seguros de Xerxes, después lo leyó y afirmó que aquello era materia caliente, que iba a copiarlo y a llevárselo. Entonces se fue por el pasillo para buscar la fotocopiadora. Y entró el viejo Art.

– ¿Tu padre la vio? -pregunté sin aliento.

Cabeceó afligido.

– Steve Dresberg venía con él. Nancy corrió, pero se le cayeron los originales por el suelo. Por eso supieron lo que estaba copiando.

Sus facciones se disolvieron en un concentrado de vergüenza tan abyecta que casi le tuve lástima.

– No se enteraron de que yo estaba allí también. Me escondí en mi oficina con las luces apagadas.

No supe qué decir. Que hubiera sido capaz de abandonar a Nancy a su suerte. Que supiera que Dresberg había estado allí con su padre. Y al mismo tiempo la parte lógica de mi cabeza empezó a darle vueltas al problema: ¿eran los papeles del seguro, o era el hecho de que Nancy hubiera visto a Art con Dresberg? No era extraño que el concejal tuviera relación con el Rey de la Basura. Pero era comprensible que lo mantuviera bien cubierto.

– ¿No lo entiendes? -exclamé al fin, con una voz que era casi un aullido-. Si hubieras dicho algo sobre tu padre y Dresberg la semana pasada podríamos haber avanzado en la investigación de la muerte de Nancy. ¿Es que te da igual que encontremos o no a sus asesinos?

Me miró fijamente con sus trágicos ojos azules.

– Si fuera tu padre, ¿querrías saber -saber de verdad- que hacía esa clase de cosas? Además, ya cree que soy un fracasado total. ¿Qué habría pensado si le entregara a la policía? Diría que estaba poniéndome al lado de PRECS y de la facción Washington en contra de él.

Agité la cabeza para ver si lograba aclararme las ideas, pero no me sirvió de gran cosa. Quise hablar, pero las frases que inicié acabaron todas con unas cuantas palabras farfulladas. Al fin, pregunté débilmente qué quería que hiciera yo.

– Necesito ayuda -susurró.

– Y que lo digas, chico. Pero no sé siquiera si un psicoanalista de la Avenida Madison puede hacer algo por ti, y te juro que yo no puedo.

– Sé que no soy muy fuerte. No como tú o… o Nancy. Pero tampoco soy un imbécil. No tengo que aguantar tus burlas. No puedo arreglar esto solo. Me hace falta ayuda y pensé que como habíais sido amigas podrías… -su voz fue apagándose.

– ¿Salvarte? -concluí yo con sarcasmo-. Muy bien. Te voy a ayudar. A cambio de lo cual quiero información sobre tu familia.

Me miró con ojos enloquecidos.

– ¿Mi familia? ¿Qué tiene que ver eso con nada?

– Simplemente dime esto. No tiene nada que ver contigo. ¿Cuál es el nombre de soltera de tu madre?

– ¿El nombre de soltera de mi madre? -repitió estúpidamente-. Kludka. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿No era Djiak? ¿Nunca oíste ese nombre?

– ¿Djiak? Claro que conozco ese apellido. La hermana de mi padre se casó con uno que se llamaba Ed Djiak. Pero se trasladaron a Canadá antes de nacer yo. No llegué a conocerlos; no sabría nada de la hermana de mi padre si no hubiera visto el nombre en una carta cuando me incorporé a la agencia. Cuando le pregunté a mi padre me lo contó… me contó que nunca se habían llevado bien y ella había cortado toda relación. ¿Por qué te interesa eso?

No le respondí. Era tal la repugnancia que sentía que bajé la cabeza y la apoyé sobre las rodillas. Cuando Art había entrado con el rostro acalorado y el cabello rojizo frenéticamente alborotado en torno a la cabeza, el parecido con Caroline había sido tan fuerte que podrían haber sido gemelos. El color de pelo lo había heredado de su padre. Caroline se parecía a Louisa. Era evidente. Qué sencillo. Qué sencillo y qué horrendo. Los mismos genes, la misma familia. Simplemente me había negado a empezar siquiera a considerar semejante posibilidad cuando los vi uno junto al otro. Por el contrario, había querido imaginar alguna forma en que la mujer de Art pudiera estar relacionada con Caroline.

Mi conversación con Ed y Martha Djiak de hacía tres semanas volvió a mí con fuerza arrolladora. Y con Connie. Que a su tío le gustaba venir y hacer bailar a Louisa delante de él. La Sra. Djiak lo sabía. ¿Qué había dicho? «Los hombres se controlan con dificultad.» Pero que era culpa de Louisa; porque ella le había incitado.

Me subieron unas náuseas tan violentas que creí que iba a asfixiarme. ¡Hacerla culpable a ella! ¡Hacer culpable a su hija de quince años cuando había sido su propio hermano el que la había dejado embarazada! Mi primera reacción fue salir de allí, irme al Sector Este con la pistola y pegar a los Djiak hasta que admitieran la verdad.

Me levanté, pero la habitación osciló oscuramente ante mí. Volví a sentarme, sobreponiéndome, cobrando conciencia de que el joven Art hablaba asustado en la silla de enfrente.

– Te he dicho lo que querías. Ahora tienes que ayudarme.

– Ya, claro. Te voy a ayudar. Ven conmigo.

Empezó a protestar, a exigir que le dijera lo que iba a hacer, pero le interrumpí bruscamente.

– Tú ven conmigo. Ahora mismo no tengo más tiempo.

El tono de mi voz, más que mis palabras, le hizo callar. Me observó en silencio mientras cogía el abrigo. Metí el carnet de conducir y algo de dinero en el bolsillo de los vaqueros para que no me estorbara la cartera. Empezó a balbucir más preguntas -¿iba a matar a su padre?- cuando me vio sacar la Smith & Wesson y comprobar el cargador.

– Se han cambiado los papeles -dije secamente-. Los compinches de tu padre han estado queriendo matarme toda la semana.

Volvió a sonrojarse avergonzado y quedó en silencio.

Le llevé a casa del Sr. Contreras.

– Este es Art Jurshak. Es posible que su papá haya tenido algo que ver con la muerte de Nancy y ahora mismo no está lleno de cariño por su hijo tampoco. ¿Puede quedarse aquí hasta que le busque algún otro sitio? Quizá Murray esté dispuesto a acogerle.

El viejo se irguió satisfecho.

– Desde luego, muñeca. No digo ni una palabra a nadie, y puedes contar con su señoría para que haga lo mismo. No hace falta que vayas a pedirle al Ryerson ése que haga nada; estoy perfectamente conforme con tenerlo aquí todo el tiempo que quieras.

Sonreí débilmente.

– Después de un par de horas con él es posible que cambie de opinión; no es muy divertido. Pero no le hable a nadie de él. Puede que ese abogado -Ron Kappelman- venga por aquí. Dígale que no sabe dónde he ido ni cuando volveré. Y ni una palabra del invitado.