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– Te enviaré un contrato para la firma mañana -le dije-. Y no se te ocurra coger el teléfono cada media hora para exigirme resultados. Esto va a tardar.

– No. Vic. No te preocupes -sonrió trémula-. No puedo expresarte lo que significa para mí que me ayudes en esto.

4.- Padres e hijos

Aquella noche, en sueños, volví a ver a Caroline de pequeñita, con su cara sonrosada llena de manchones rojos por el llanto. Mi madre estaba detrás de mí encargándome que cuidara a la cría. Cuando desperté a las nueve el sueño gravitaba pesadamente sobre mi cabeza, envolviéndome en un letargo. El trabajo que había aceptado hacer me llenaba de aversión.

Encontrar al padre de Caroline por mil dólares. Encontrar al padre de Caroline en contra de la oposición, rotundamente expresada, de Louisa. Si sus sentimientos por aquel tipo seguían siendo tan violentos a estas alturas, probablemente sería mejor que se quedara sin descubrir. Suponiendo que aún estuviera vivo. Suponiendo que viviera en Chicago y no fuera un viajante de comercio en busca de un poco de diversión a su paso por la ciudad.

Al fin, saqué un pie como de plomo por debajo de la ropa. La habitación estaba fría. El invierno había sido tan suave que había cerrado el radiador para evitar que se cargara el ambiente, pero al parecer la temperatura había bajado por la noche. Volví a meter la pierna bajo la manta unos instantes, pero el movimiento había quebrado la cáscara de mi indolencia. Alcé las ropas con fuerza y me levanté.

Cogiendo una sudadera del montón de ropa de una silla, me apresuré hacia la cocina para prepararme un café. Tal vez hiciera demasiado frío para ir a correr. Abrí la cortina de la ventana que miraba al patio trasero. El cielo era plomizo y un viento del Este soplaba desperdicios contra la valla. Iba a soltar la cortina cuando una nariz negra y dos patas aparecieron en la ventana, seguidos de un agudo ladrido. Era Peppy, la perra retreiver dorada que compartía con mi vecino del piso de abajo.

Abrí la puerta, pero no quiso entrar. Por el contrario, brincó en torno al pequeño porche, indicando que el tiempo era perfecto para correr y que hiciera el favor de darme prisa.

«Bueno, ya voy», rezongué. Apagué el agua y fui al salón para hacer mis ejercicios de calentamiento. Peppy no comprendía por qué no me encontraba a punto y lista nada más salir de la cama. Cada pocos minutos lanzaba un ladrido conminatorio desde el fondo. Cuando finalmente aparecí con el chándal y los zapatos deportivos, salió despedida escaleras abajo, volviéndose en cada descansillo para comprobar que seguía aún tras ella. Cuando abrí la puerta del callejón emitió pequeños gruñidos de éxtasis, pese a que hacemos el mismo recorrido juntas tres o cuatro veces a la semana.

A mí me gusta correr unas cinco millas. Dado que esto sobrepasa la capacidad de Peppy, ésta se detiene en un estero cuando llegamos a la altura del lago. Pasa el rato hociqueando patos y ratas almizcleras, revolcándose en el barro o en peces podridos cuando los encuentra, y se lanza hacia mí con la lengua colgando y una sonrisa satisfecha cuando regreso nuevamente hacia el oeste. La última milla hasta casa la hacemos con un trote suave y luego se la entrego a mi vecino. El Sr. Contreras sacude la cabeza, nos come vivas a las dos por dejar que la perra se ensucie, y después pasa una grata media hora cepillándole el pelo hasta devolverle su reluciente rojo dorado.

Esta mañana, estaba esperando como de costumbre cuando regresamos.

– ¿Cómo ha ido la carrera, niña? No habrás dejado a la perra meterse en el agua, espero. Con este tiempo tan frío no conviene que se moje, sabes.

Permaneció en la puerta dispuesto a charlar indefinidamente. Es maquinista jubilado, y la perra, sus comidas y yo constituimos la mayor parte de su entretenimiento. Yo me escabullí en cuanto pude, pero eran casi las once cuando salí de la ducha. Tomé el desayuno en la alcoba mientras me vestía, sabiendo que si me sentaba con un café y el periódico me daría toda clase de excusas para remolonear. Dejando los platos sobre la cómoda, me puse un pañuelo de lana al cuello, cogí mi bolso y mi chaquetón del recibidor, donde los había tirado la noche anterior, y salí en dirección sur.

El viento batía sobre el lago. Las olas de diez pies de altura se estrellaban contra la barrera rocosa y escupían dedos de agua sobre la carretera. El espectáculo de la naturaleza, iracunda, desdeñosa, me hizo sentirme insignificante.

No hubo ni un solo detalle de deterioro que no percibiera mientras seguía la serpenteante carretera hacia el sur. La pintura blanca estaba descascarillada y la puerta de entrada combada en el viejo Club de Campo Playa del Sur, en su día símbolo de la opulencia y distinción de la zona. De niña, yo imaginaba que al hacerme mayor montaría a caballo por sus reservados caminos de herradura. El recuerdo de semejantes fantasías me produce ahora una cierta vergüenza; los aditamentos de casta no encajan bien en mi conciencia adulta. Pero habría deseado mejor suerte para el club que la de pudrirse lentamente a manos del Distrito Parque, sus actuales e indiferentes propietarios.

El sur de Chicago mismo tenía un aspecto moribundo, con su vida congelada en algún momento cercano a la II Guerra Mundial. Cuando pasé ante la principal zona comercial vi que la mayoría de los establecimientos tenía ahora nombres españoles. Por lo demás, su aspecto era muy parecido al que habían tenido cuando yo era pequeña. Las cochambrosas paredes de cemento seguían enmarcando chabacanos escaparates de vestidos de comunión de nailon blanco, zapatos de vinilo, muebles de plástico. Las mujeres, cubiertas con abrigos raídos, seguían llevando pañolones de algodón en la cabeza, que inclinaban para protegerse del viento. En las esquinas, cerca de las ubicuas tabernas de escaparate, había hombres de mirada vacía y ropas ajadas. Siempre los había habido, pero el masivo paro de las fábricas había hinchado su número a la sazón.

Había olvidado el truco para entrar en el Sector Este y tuve que girar hasta la Calle Noventa y Cinco, donde un anticuado puente levadizo cruza el Río Calumet. Si Chicago Sur no había cambiado desde 1945, el Sector Este se metió en formol cuando Woodrow Wilson era presidente. Cinco puentes forman el único vínculo del barrio con el resto de la ciudad. Sus pobladores viven en un terco aislamiento, intentando recrear las aldeas de Europa oriental de sus abuelos. No miran bien a las personas del otro lado del río; se diría que todo el que vive al norte de la Calle Setenta y Uno conduce un tanque soviético a juzgar por la recepción que le deparan.

Crucé con el coche bajo las macizas piernas de hormigón de la carretera interestatal hacia la Calle Ciento Seis. Los padres de Louisa vivían al sur de la Ciento Seis, en la calle Ewing. Imaginaba que la madre estaría en casa y esperaba que el padre no estuviera. Se había jubilado hacía unos años de la pequeña imprenta que dirigía, pero tenía muchas ocupaciones en los Caballeros de Colón y en su albergue para Veteranos de Guerras Exteriores, y era posible que estuviera comiendo con los muchachos.

La calle estaba atestada de casitas bien cuidadas levantadas en terrenos obsesivamente aseados. No se veía en la calle ni una brizna de papel. Art Jurshak atendía a esta parte de su distrito con mano amorosa. Regularmente aparecían cuadrillas para la limpieza de las calles o para hacer reparaciones, las aceras se habían construido tres o cuatro pies por encima del nivel original del suelo. En el sur de Chicago había numerosos socavones abiertos donde se había hundido el asfaltado más reciente, pero en el Sector Este no aparecía ni una sola grieta entre aceras y casas. Al salir del coche sentí como si hubiera debido hacerme un fregado quirúrgico antes de visitar esta barriada.

La casa de los Djiak estaba a mitad de manzana. Sus ventanas encortinadas relucían en el aire opaco, y el porche brillaba a fuerza de restregarlo. Toqué el timbre, intentando hacer acopio de la suficiente energía mental para hablar con los padres de Louisa.