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Concluí mi relato. Le dije que no sabía cómo se había enredado Chigwell con Jurshak y Dresberg, pero que le habían obligado a venir esta noche para ocuparse de Louisa. Y que la Srta. Chigwell estaba inquieta por él, de modo que cuando yo me presenté con la loca propuesta de que nos colásemos en la planta por la trasera, había saltado sobre la oportunidad.

– Ya sé que tiene setenta y nueve años, pero navegar ha sido su afición desde que era niña y desde luego sabe manejar un remo espléndidamente. Entonces, cuando estuvimos aquí, tuvimos un golpe de suerte: Jurshak entró en la fábrica y Dresberg se fue a ver a la gente de la ambulancia. ¿Quién había en su interior? ¿El que os disparó a vosotros cuando aparecisteis?

– No, era el vigía -respondió McGonnigal-. Intentó salir corriendo. Alguien le dio en el estómago.

De pronto recordé que Caroline Djiak no sabía dónde estaba su madre. Le expuse el problema a McGonnigal.

– Por ahora ha debido ya poner en pie de guerra al alcalde. Yo la llamaría si pudiera meterme en alguna de las oficinas.

Sacudió la cabeza.

– Me parece que ya te has movido bastante por esta noche. Enviaré a un hombre de uniforme a su casa; después pueden ponerle una escolta hasta el hospital si quiere. Tú vete a casa.

Me lo pensé. Tal vez fuera mejor no incluir un encuentro personal con Caroline entre las tensiones de la noche.

– ¿Podemos recoger mi coche? Está en Stony a media milla aproximadamente.

Sacó su walkie-talkie y pidió un agente de uniforme -mi amiga Mary Louise Neely-. Mary Louise saludó a McGonnigal con brío, pero pude ver que me dirigía miradas curiosas. Tal vez fuera humana, después de todo.

– Neely, quiero que nos lleves a la Srta. Warshawski y a mí a la carretera para recoger su coche. Después llévala a la dirección que te dé en Houston -le esbozó la situación sobre Caroline y Louisa.

La agente Neely asintió con entusiasmo: es una suerte ser elegida para una misión especial entre tantos. Aunque no ofreciera más que servicios de transporte, le proporcionaba una ocasión para causar buena impresión a un superior. Neely nos siguió mientras McGonnigal fue a informar a Bobby de lo que íbamos a hacer.

Bobby accedió a regañadientes; no quería contradecir a su sargento delante de mí y de un agente de uniforme.

– Pero mañana hablas conmigo, Vicki, te guste o no. ¿Te enteras?

– Claro, Bobby. Me entero. Pero espera hasta la tarde; seré mucho más cooperadora si puedo dormir.

– Bien, princesa. Vosotros los operadores privados trabajáis cuando os parece y luego dejáis a la policía para barrer los desperdicios. Vas a hablar conmigo cuando a mí me parezca bien.

Las luces volvían a bailarme ante los ojos. Había pasado más allá de la fatiga hacia un estado donde iba a empezar a tener alucinaciones si no me andaba con cuidado. Seguí a McGonnigal y a Neely hacia la oscuridad de la noche sin intentar siquiera responder.

40.- Temblores nocturnos

Cuando la agente Neely nos hubo dejado junto a mi coche, saqué las llaves del bolsillo de los vaqueros y se las entregué a McGonnigal sin decir palabra. Este giró el coche en la explanada llena de surcos mientras yo me recostaba en el asiento delantero, haciendo ceder el respaldo para que quedara casi horizontal.

Estaba segura que me dormiría en cuanto me tumbara, pero las imágenes de la noche no dejaban de explotarme en la cabeza. No el silencioso viaje por el Calumet; eso ya pertenecía al mundo surrealista de los sueños apenas recordados. Louisa tendida en la camilla de ruedas al fondo de la fábrica, la fría indiferencia de Dresberg, la espera a la policía en la oficina de Chigwell. En el momento no había estado asustada, pero ahora los cuadros recurrentes me producían temblores. Intenté apretar fuertemente los brazos contra los lados del asiento para controlar la tiritona.

– Es el efecto de post-conmoción -el tono clínico de McGonnigal me llegó en la oscuridad-. No tienes por qué avergonzarte.

Volví a poner el respaldo en posición vertical.

– Es la iniquidad -dije-. Los horribles motivos de Jurshak para hacerlo, y el hecho de que Dresberg no sea ya un hombre, sino una máquina de muerte insensible. Si hubieran sido un par de desgraciados asaltándome en un callejón, no tendría esta sensación.

McGonnigal alargó un brazo y buscó mi mano izquierda. Me la oprimió tranquilizadoramente pero no dijo nada. Pasado un minuto sentí que sus dedos se ponían rígidos; retiró la mano y se concentró en girar para coger la autovía del Calumet.

– Un buen investigador se aprovecharía de tu cansancio para conseguir que le explicaras cuáles son esos horribles motivos de Jurshak.

En la oscuridad, me preparé, procurando poner a funcionar la cabeza. Nunca se debe hablar sin pensar. Primero la policía te agota, después te muestran un cierto afecto, y después te hacen desembuchar.

McGonnigal puso el Chevy a ochenta por hora, pero bajó a setenta cuando empezó a vibrar. Privilegio de la policía.

– Supongo que tienes listo algún cuento falso -prosiguió-, y realmente sería brutalidad policial el pretender que te mantengas alerta cuando estás tan cansada.

Después de aquello la tentación de decirle todo lo que sabía se hizo casi irresistible. Me forcé a contemplar lo poco del paisaje que se veía desde el encajonamiento de la carretera, para alejar el cuadro de la mirada desorientada de Louisa al confundirme con Gabriella.

McGonnigal no volvió a decir nada hasta que estuvimos pasando las salidas del Loop y entonces fue sólo para preguntarme la dirección de Lotty.

– ¿No querrías volver conmigo al Parque Jefferson en vez de tu casa? -me preguntó inesperadamente-. ¿Para tomarte un coñac y tranquilizarte?

– ¿Y cantar todos mis secretos en la cama a la segunda copa? No, no te ofendas, pretendía ser una broma. Es que en la oscuridad no se nota.

Tenía un aspecto tentador, pero Lotty me estaría esperando con ansiedad. No podía dejarla plantada. Intenté explicárselo a McGonnigal.

– Ella es la única persona a quien jamás he mentido. Es -no mi conciencia- la persona que me ayuda a comprender quién soy verdaderamente, supongo.

No respondió hasta que no entramos en Irving Park saliendo de Kennedy.

– Ya. Lo comprendo. Mi abuelo era así. Estaba procurando ponerme en tu situación y que él estuviera esperándome; yo también tendría que volver.

Eso sí que no lo enseñaban en el seminario de Springfield. Le pregunté más sobre su abuelo. Había muerto hacía cinco años.

– La semana antes de que me llegara el ascenso. Estaba tan enloquecido que a punto estuve de renunciar; ¿por qué demonios no me lo dieron cuando él seguía vivo para verlo? Por entonces le oí decir: «¿Tú qué crees, Johnny, que Dios gobierna el Universo pensando en ti?» -rió suavemente para sí-. ¿Sabes una cosa, Warshawski?, jamás le he contado eso a nadie.

Detuvo el coche frente a casa de Lotty.

– ¿Cómo vas a volver a tu casa? -pregunté.

– Umm, voy a pedir un coche patrulla. Se alegrarán de salir del caos del centro para llevarme.

Me alargó las llaves. Bajo la luz de sodio vi sus cejas arquearse interrogantes. Me incliné por encima del divisor de los asientos, le abracé y le besé. Olía a cuero y a sudor, olores humanos que me impulsaron a deslizarme aún más cerca de él. Permanecimos así durante varios minutos, pero el cenicero del divisor se me estaba clavando en el costado.

Me retiré.

– Gracias por la carrera, sargento.

– Ha sido un placer, Warshawski. Estamos para servir y proteger, ya sabes.

Le invité a subir y llamar a un coche desde casa de Lotty pero dijo que lo haría desde la calle, que necesitaba el aire fresco de la noche. Se quedó mirando hasta que abrí las cerraduras del portal, después esbozó una despedida con la mano y se fue.

Lotty estaba en su salón, vestida aún con la falda oscura y el suéter que se había puesto para ir al hospital hacía siete horas. Hojeaba las páginas de The Guardian, poniendo una débil pretensión de interés en los males de la economía escocesa. Dejó el periódico en cuando me vio entrar.