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Después de aquello no podía postergar más una conversación de hombre a hombre con Bobby. Le localicé por teléfono en el Distrito Central y quedé en reunirme allí con él dentro de una hora. Eso me dio tiempo para ponerme a remojo en la bañera de Lotty con el fin de calentar algo mis doloridos hombros y de llamar al Sr. Contreras asegurándole que estaba viva, moderadamente bien, y que volvería a casa a la mañana siguiente. Él se lanzó a una prolongada y nerviosa perorata sobre lo que había sentido al leer las noticias de la mañana; yo le interrumpí suavemente.

– Tengo una cita con la policía. Voy a estar muy cogida todo el día, pero mañana nos tomamos un buen desayuno y nos ponemos al corriente.

– Me parece estupendo, muñeca. ¿Torrijas o tortitas?

– Torrijas -no pude evitar la risa. Gracias a ella llegué al cuartel general de la policía con ánimo lo bastante alegre para enfrentarme a Bobby.

Su orgullo estaba gravemente herido por haber trincado yo al Emperador de la Basura. Dresberg había llevado por la calle de la amargura a lo mejor de Chicago durante años. Cualquier detective privado que lo hubiera cogido con todas las de la ley habría sido un golpe para Mallory. Pero el que tuviera que ser yo le había alterado de tal modo que me hizo quedarme allí cuatro horas.

Bobby en persona me interrogó, mientras la agente Neely tomaba notas; después entraron relevos de la División del Crimen Organizado, seguidos de la Unidad de Funciones Especiales, terminando con una entrevista acompañada con un par de federales. Por entonces me había vuelto el agotamiento con todas sus fuerzas. Empecé a adormecerme entre preguntas y se me hacía difícil recordar lo que iba a revelar y lo que había decidido guardarme para mí sola. La tercera vez que los federales tuvieron que agitarme para despertarme pensaron que ya se habían divertido bastante e instaron a Bobby a que me mandara a casa.

– Sí, me da la impresión de que ya tenemos todo lo que nos va a contar -esperó hasta que la oficina quedó vacía y después dijo nervioso-: ¿Qué le hiciste anoche a McGonnigal, Vicki? Me hizo saber con toda claridad que no estaba dispuesto a estar presente mientras hablaba contigo.

– No le hice absolutamente nada -dije, arqueando las cejas-. ¿Es que se ha vuelto jabalí o algo así?

Bobby me miró ceñudo.

– Si pretendes acusar de algo a John McGonnigal, que es uno de los mejores…

– Circe -apunté de inmediato-. Eso es lo que hizo con la tripulación de Odiseo. Supongo que estabas pensando en eso. O algo por el estilo.

Bobby entornó los ojos pero no dijo más que:

– Vete a casa, Vicki. Ahora mismo no tengo fuerzas para tu sentido del humor.

Estaba ya en la puerta cuando Bobby encendió su último detonador.

– ¿Conoces bien a Ron Kappelman? -su voz tenía un tono estudiadamente distraído que me puso alerta.

Me volví para mirarle, con la mano aún en el picaporte.

– He hablado con él tres o cuatro veces. No somos amantes, si es eso lo que quieres saber.

Los ojos grises de Bobby me midieron fijamente.

– ¿Sabes que Jurshak le hizo algunos favores cuando le contrataron como abogado de PRECS?

Sentí que se me desfondaba el estomago.

– ¿Como por ejemplo?

– Ah, pues darle vía libre para hacer toda la reforma de su casa. Esa clase de cosas.

– ¿Y a cambio?

– Información. Nada fuera de la ética. No pondría en peligro la posición de sus clientes. Sólo contar en la oficina del concejal los movimientos que estaban considerando. O qué movimientos podría hacer una investigadora privada listilla como tú.

– Ya veo -me costó un esfuerzo pronunciar las palabras, no digamos ya que la voz me saliera firme. Me apoyé contra la puerta-. ¿Cómo sabes todo eso?

– Jurshak ha hablado mucho esta mañana. No hay como el miedo a morir para que la gente empiece a largar. Claro está que los tribunales se lo cargarán todo, por ser información extraída bajo coacción. Pero ten cuidado con quién hablas, Vicki. Eres una chica lista; una señorita lista. Estoy incluso dispuesto a admitir que has hecho algunas cosas bien. Pero eres una sola persona. Sencillamente, no puedes hacer el trabajo por el que pagan a la policía.

Estaba excesivamente fatigada y abatida de espíritu para discutir. Me sentía demasiado mal hasta para pensar que se equivocaba. Los hombros se me hundieron, deambulé con torpeza por los largos corredores hasta el aparcamiento y salí hacia casa de Lotty.

41.- Una criatura sensata

Cuando llegué a casa de Lotty, Max estaba ya allí. Estaba tan deprimida tras mi charla con Mallory que hubiera preferido anular mi cita con Manheim: porque ¿qué podía hacer una persona sola? Pero el caso fue que no tuve tiempo más que para explicar a Lotty quién era Frederick Manheim y por qué le había invitado cuando éste apareció. Su rostro redondo y grave estaba acalorado por la excitación, pero estrechó la mano de Max y Lotty cortésmente y le entregó a ésta una botella de vino. Era un Gruaud-Larose del 78. Max levantó las cejas con apreciación, por lo que supuse que sería un buen vino.

Mientras hablábamos en la cocina empezó a reanimarse mi decaída autoconfianza. Después de todo, el papel de Kappelman me había inquietado en todo momento. No era fracaso mío. Sencillamente, Bobby había querido mortificarme porque le había parado los pies a Steve Dresberg mientras que él y sus cientos no habían conseguido ni tocarle.

Batí unas tortillas francesas mientras Max abría el vino, dejándolo respirar con reverencia. Mientras comíamos en la mesa de la cocina hablamos de cuestiones generales; el vino era demasiado espléndido para contaminarlo con xerxina.

Después, no obstante, nos trasladamos al salón. Yo relaté la historia en beneficio de Max y Manheim. Cómodamente instalada en la cama sofá, expliqué lo que había sabido por Chigwelclass="underline" que habían hecho aquellos análisis porque habían detectado sus altas tasas de enfermedad ya en 1955.

– Tendría que intentar ponerse al habla con Ajax. Ellos llevaban los seguros médicos y de vida de Xerxes en aquellos momentos. Sé que acudieron al Descanso del Marino en 1963 con pruebas de lo buenos y puros que eran, pero si nos enteramos de por qué se desentendió Ajax de ellos en los años cincuenta, es posible que le echemos mano a algún trapo sucio que explique por qué decidieron buscar en la sangre en lugar de… no sé, cualquier otra cosa.

Manheim, apoyado en los codos sobre el suelo, estaba lógicamente muy interesado en lo que contenían los cuadernos de Chigwell. Lotty le esbozó los datos, pero le advirtió que tendría que buscarse un batallón de especialistas.

– Yo soy de medicina prenatal, sabe. De modo que lo que le estoy diciendo es lo que he sabido por la Dra. Christophersen. Necesitará mucha gente: hematólogos, un buen patólogo renal. Y sobre todo, va a necesitar un equipo dedicado a medicina del trabajo.

Manheim asintió con seriedad a todos sus consejos. Sus rosadas mejillas de querubín se volvieron de un rojo más intenso mientras llenaba cuadernos legales con sus notas. De cuando en cuando me hacía alguna pregunta sobre la fábrica y los empleados.

Por último, Lotty puso fin a la entrevista: tenía que levantarse temprano, yo era su paciente y no estaba capacitada para otra sesión de toda la noche, y demás. Manheim se puso en pie renuente.

– No voy a hacer nada apresurado -me advirtió-. Quiero verificar a fondo los datos, encontrar el laboratorio que llevó a cabo los análisis de sangre, esa clase de cosas. Y voy a tener que consultar a un especialista en leyes medioambientales.

Levanté las manos.

– Ahora es su criatura. Haga con ella lo que le parezca. Pero tenga siempre presente que Gustav Humboldt no va sentarse con los pies en alto mientras usted reúne pruebas; yo diría que ha encontrado ya el modo de ponerle mordaza al laboratorio. ¿Quiere una última oportunidad para retirarse?