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Martha Djiak apareció en la puerta. Su rostro cuadrado y surcado de arrugas estaba plantado en un ceño apropiado para despedir vendedores ambulantes. Tras unos momentos me reconoció y el ceño se aligeró levemente. Abrió la puerta interior dejando cerrada la contrapuerta. Vi que llevaba un delantal cubriéndole el delantero replanchado del vestido; jamás la había visto en casa sin delantal.

– Vaya, Victoria. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que trajiste a la pequeña Caroline a hacernos una visita, ¿verdad?

– Sí, desde luego -asentí apáticamente.

Louisa no permitía a Caroline que fuera a casa de los abuelos sola. Si ella o Gabriella no podían llevarla, me daban cincuenta centavos para el autobús y cuidaban de encargarme que me quedara con Caroline hasta que llegara la hora de volver a casa. Yo nunca entendí por qué la Sra. Djiak no podía venir a buscar a Caroline. Quizá Louisa temiera que su madre intentara retener a la niña para que no se criara con una madre soltera.

– Ya que estás aquí, quizá te apetezca una taza de café.

El tono no era efusivo, pero ella nunca fue muy expresiva. Acepté con todo el ánimo que pude reunir y me abrió la contrapuerta con cuidado de no tocar el cristal con la mano. Yo me deslicé en el interior todo lo discretamente que pude, recordando quitarme los zapatos en el diminuto recibidor antes de seguirla hasta la cocina.

Como yo había esperado, estaba sola. La tabla de planchar estaba abierta ante la cocina con una camisa extendida encima. Dobló la camisa, la dejó en la cesta de la ropa, y plegó la tabla con movimientos rápidos y silenciosos. Cuando todo estuvo guardado en el minúsculo recodo a espaldas de la nevera, puso agua a hervir.

– He hablado con Louisa esta mañana. Me dijo que habías ido a verla ayer.

– Sí -afirmé-. Es duro ver a una persona tan activa postrada de esa manera.

La Sra. Djiak echó cucharadas de café a la cafetera.

– Hay muchas personas que sufren más con menos motivo.

– Y muchas personas llevan vidas como la de Atila, rey de los Hunos, y nunca tienen ni un grano. Así son las cosas, ¿no?

Tomó dos tazas de un estante y las colocó escrupulosamente en la mesa.

– Me han dicho que ahora eres detective. No parece un trabajo muy femenino, ¿verdad? Es como Caroline, trabajando en el desarrollo de la comunidad, o como ella lo llame. No entiendo por qué vosotras dos no os habéis casado, y tenéis una casa, una familia.

– Supongo que porque estamos esperando a que llegue un hombre que sea tan estupendo como el Sr. Djiak -dije.

Me miró con seriedad.

– Eso es lo malo de vosotras. Os creéis que la vida es romántica, como aparece en las películas. Un hombre formal que traiga la paga todos los viernes vale mucho más que todas las cenas elegantes y las flores.

– ¿Era ése también el problema de Louisa? -pregunté en voz queda.

Apretó los labios en una línea delgada y volvió a la cafetera.

– Louisa tenía otros problemas -dijo brevemente.

– ¿Como cuáles?

Bajó un azucarero con tapa del armario que había sobre la cocina y lo puso en medio de la mesa con una jarrita de crema. No dijo nada hasta no terminar de servir el café.

– Los problemas de Louisa ya son viejos. Y nunca han sido asunto tuyo.

– ¿Y de Caroline? ¿Le atañen algo a ella? -tomé un sorbo del café cargado que Louisa seguía preparando al antiguo estilo europeo.

– No tienen nada que ver con ella. Mejor le habría ido si hubiera aprendido a no meter las narices en los armarios de los demás.

– El pasado de Louisa tiene mucho que ver con Caroline. Louisa se está muriendo y Caroline se siente muy sola. Quiere saber quién es su padre.

– ¿Y por eso has venido? ¿Para ayudarla a remover toda esa basura? Debía avergonzarse de no tener padre, en vez de hablarlo con todo el mundo.

– ¿Qué tiene que hacer? -pregunté con impaciencia-. ¿Matarse porque Louisa no se casara con el hombre que la dejó preñada? Cualquiera diría que fue todo culpa de Louisa y Caroline. Louisa tenía dieciséis años; quince cuando se quedó embarazada. ¿No cree que el hombre tuvo alguna responsabilidad en el asunto?

Apretó la taza con tal fuerza que temí que la porcelana fuera a quebrarse.

– Los hombres… se controlan con dificultad. Eso se sabe -dijo con voz apagada-Louisa debió provocarle. Pero nunca quiso admitirlo.

– Lo único que quiero saber es su nombre -dije con toda la calma posible-. Creo que Caroline tiene derecho a saberlo si lo desea. Y derecho a saber si la familia de su padre le puede dar algo de afecto.

– ¡Derechos! -exclamó amargamente-. ¡Los derechos de Caroline! ¡Los de Louisa! ¿Y el derecho a una vida tranquila y decente? Eres igual que tu madre.

– Sí -dije-. Para mí eso es un cumplido.

A mi espalda alguien giró una llave en la puerta trasera. Martha palideció levemente y dejó la taza de café.

– No hables de nada de esto delante de él -me dijo apremiante-. Dile que habías ido a ver a Louisa y te has pasado por aquí. Prométemelo, Victoria.

Hice un gesto agrio.

– Bueno, en fin, si no hay más remedio.

Cuando Ed Djiak entró en la habitación, Martha dijo alegremente:

– ¿Ves quién ha venido a vernos? ¡Quién diría que es aquella misma Victoria pequeñita!

Ed Djiak era alto. Las líneas de su cara y su cuerpo eran alargadas, como un cuadro de Modigliani, desde su rostro largo y cavernoso hasta sus dedos, largos también, colgantes. Caroline y Louisa habían heredado el atractivo porte, bajo y anguloso, de Martha. Dios sabe de quién habían heredado su temperamento vivo.

– De modo, Victoria, que fuiste a la Universidad de Chicago y te hiciste demasiado buena para el viejo barrio, ¿eh? -carraspeó y colocó una bolsa de comida sobre la mesa-. Traigo las manzanas y las chuletas de cerdo, pero las judías no tenían buen aspecto y no las he comprado.

Martha sacó los alimentos rápidamente y los guardó, además de la bolsa, en sus compartimentos correspondientes.

– Victoria y yo estábamos tomándonos un café, Ed. ¿Quieres una taza?

– ¿Crees que soy una vieja dama que bebe café a mitad del día? Dame una cerveza.

Se sentó en el extremo de la pequeña mesa. Martha se desplazó hasta la nevera, que estaba inmediatamente al lado de su marido, y sacó una Pabst de la bandeja inferior. La escanció con cuidado en una jarra de cristal y tiró la lata a la basura.

– He estado viendo a Louisa -le dije-. Siento verla en tan mal estado. Pero tiene un ánimo impresionante.

– Nosotros hemos sufrido por su culpa durante veinticinco años. Ahora le toca a ella sufrir un poco, ¿no? -fijó sus ojos en mí con mirada burlona, iracunda.

– Dígamelo con todas las letras, Sr. Djiak -dije en tono ofensivo-. ¿Qué es lo que ha hecho para hacerles sufrir tanto?

Martha emitió un ruido leve con la garganta.

– Victoria trabaja de detective ahora, Ed. ¿No te parece estupendo?

Él no le prestó la menor atención.

– Eres igual que tu madre, sabes. Se comportaba como si Louisa fuera una especie de santa, en vez de la puta que en realidad era. Tú no eres mejor. ¿Que qué me hizo? Se preñó. Usó mi nombre. Se quedó en el barrio exhibiendo a la niña en lugar de irse con las hermanas como habíamos dispuesto que hiciera.

– ¿Louisa se preñó? -repetí-. En el sótano con una espátula de cocina, supongo. ¿No participó ningún hombre?

Martha se tragó el aliento nerviosamente.

– Victoria. No nos gusta hablar de esas cosas.

– No, no nos gusta -corroboró Ed desabridamente volviéndose hacia ella-. Tu hija. No pudiste controlarla. Veinticinco años se pasaron los vecinos murmurando a mi espalda, y ahora tengo que aguantar que me insulte en mi propia casa la hija de esa zorra italiana.

Sentí que me subía el calor a la cara.

– Es usted repugnante, Djiak. Le aterran las mujeres. Odia a su propia mujer y a su hija. No me extraña que Louisa buscara algo de afecto en otra persona. ¿Quién le jaleó tanto? ¿El cura de su parroquia?