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– ¿No siente usted curiosidad, Srta. Warshawski? -preguntó al fin.

– No especialmente -empecé a disertar sobre las perspectivas de los Mets después de su concentración para el entrenamiento-. En fin, hay tantas cosas rastreras que podría hacer usted que sería una pérdida de tiempo pensar con cuál de ellas ha topado esta vez.

Dejó el vaso de whisky con un golpe seco y se inclinó hacia adelante. Peppy gruñó levemente con la garganta. Yo deposité lo que parecía ser una mano tranquilizadora en su cabeza: es difícil imaginar que un perro retreiver vaya a atacar a nadie, pero si no te gustan los perros puede que no lo sepas.

Humboldt no perdía de vista a Peppy.

– ¿De modo que está dispuesta a sacrificar su casa y la carrera de la Dra. Herschel por su obstinado orgullo?

– ¿Qué es lo quiere que haga? -dije con irritación-. ¿Tirarme al suelo con una pataleta? Estoy dispuesta a creer que tiene usted muchos más medios que yo en poder, dinero y demás. Si quiere restregármelo por las narices, no se corte. Pero no espere que reaccione como si me emocionara.

– No saque sus conclusiones con tanta prisa, Srta. Warshawski -replicó quejumbroso-. No le faltan alternativas. Simplemente no quiere enterarse de cuáles son.

– Muy bien -sonreí vivazmente-. Cuéntemelas.

– Primero haga que el perro se tumbe.

Le hice a Peppy una señal con la mano y obedientemente se echó en el suelo, pero sus cuartos traseros siguieron tensos, listos para saltar.

– Le estoy ofreciendo posibilidades. No debe reaccionar tan rápidamente a la primera. Ése es uno solo de los cuadros, comprende, su hipoteca y la licencia de la Dra. Herschel. Hay otros. Podría pagar su deuda y tener aún dinero suficiente para comprarse un coche más adecuado a su personalidad que ese Chevy viejo; como ve, he estado haciendo mis indagaciones. ¿Qué coche le gustaría, de tener la oportunidad?

– Huy, pues no lo sé, Sr. Humboldt. No lo he considerado detenidamente. Quizá ascendiera a un Buick.

Humboldt suspiró como un padre decepcionado.

– Debería escucharme con más seriedad, jovencita, o se va a encontrar pronto sin alternativas.

– Está bien, está bien -dije-. Me gustaría llevar un Ferrari, pero ése ya lo tiene Magnum. Entonces un Alfa… O sea, que me da el piso y el deportivo y la licencia de la Dra. Herschel. ¿Y qué quiere de mí como muestra de agradecimiento por tanta generosidad?

Sonrió: todo el mundo puede ser presionado o comprado.

– El Dr. Chigwell. Un hombre dispuesto y trabajador, pero, dicho sea, no de gran valía. Desgraciadamente, tener que contratar a un doctor en una zona industrial no da acceso a médicos del calibre de la Dra. Herschel.

Dejé el periódico y las caricias a la perra para demostrar que era toda atención.

– Fue anotando datos sobre nuestros empleados de Xerxes durante años. Sin mi conocimiento, claro está; no puedo estar al tanto de todos los detalles de una operación de las dimensiones de Químicas Humboldt.

– Usted y Ronald Reagan -murmuré compasiva.

Me miró receloso, pero yo mantuve una expresión de interés atento en la cara.

– Sólo recientemente he conocido la existencia de estas notas. La información que contienen es inútil porque es totalmente inexacta. Pero si cayera en manos indebidas podría parecer muy perjudicial para Xerxes. Podría resultarme difícil demostrar que todos los datos que reunió eran falsos.

– Especialmente a lo largo de un período de veinte años -dije yo-. Pero si obtuviera esos cuadernos, ¿dejaría en paz mi hipoteca? ¿Y retiraría toda amenaza contra la Dra. Herschel?

– Y habría además una bonificación para usted por todos los trastornos de que ha sido objeto por el exceso de celo de algunos de mis amigos.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y me alargó un papel escrito para que lo inspeccionara. Tras echarle un vistazo desinteresado lo dejé caer en la mesita que había entre los dos. Me costó trabajo aquella impasibilidad: el documento representaba dos mil acciones de preferencia de Químicas Humboldt. Cogí el Times nuevamente y busqué el resumen de la bolsa.

– Cerró a 101 3/8 ayer. Una bonificación de doscientos mil dólares sin gastos de corretaje. Estoy impresionada -me recosté en la butaca y le miré directamente a los ojos-. El problema es que podría doblar la cantidad sólo con estafar a Químicas Humboldt. Si el dinero fuera muy importante para mí. Pero es que no lo es. Y además no ha tenido ni una mierda de éxito con los cuadernos, porque ya están en manos de un abogado y de un equipo médico de especialistas. Está usted muerto. No sé qué le costarán los próximos pleitos, pero quizá medio billón no sea una cifra desorbitante.

– ¿Prefiere dejar sin trabajo a su amiga, la mujer que ha sido como una madre para usted, en beneficio de unas personas que no conoce y que no son dignas de su consideración en todo caso?

– Si ha hecho indagaciones sobre mí ya sabrá que Louisa Djiak no es una simple conocida -respondí agriamente-. Y le desafío a que idee cualquier trampa contra la Dra Herschel que su fama de probidad no pueda superar.

Sonrió de un modo que le prestó un fuerte parecido con un tiburón.

– Vamos, Srta. Warshawski. Debe aprender a no precipitarse. Yo jamás haría una amenaza que no me supiera capaz de cumplir.

Tocó un timbre empotrado en la repisa de la chimenea. Anton apareció tan rápidamente que debía estar merodeando por el vestíbulo.

– Trae a la otra visita, Anton.

El mayordomo inclinó la cabeza y salió. Volvió unos instantes después con una mujer de unos veinticinco años. Su cabello castaño estaba peinado en una permanente corta que le rodeaba toda la cabeza de apretados ricitos, dejando excesivamente al descubierto su enrojecido cuello. Era evidente que se había tomado muchas molestias sobre su aspecto; supuse que su vestido de volantes de acetato sería el mejor que tenía, dado que los toscos zapatos de tacón alto habían sido teñidos del mismo color azul turquesa. Bajo la densa máscara de maquillaje que cubría su acné tenía una expresión beligerante y algo asustada.

– Le presento a la Sra. Portis, Srta. Warshawski. Su hija fue paciente de la Dra. Herschel. ¿No es eso, Sra. Portis?

Ella asintió con la cabeza vigorosamente.

– Mi Mandy. Y la Dra. Herschel hizo algo que no tendría que haber hecho; una mujer mayor con una niña. Mandy estaba chillando y llorando cuando salió de la sala de reconocimiento, tardé varios días en tranquilizarla y enterarme de lo que había pasado. Pero cuando me enteré…

– Se fue al abogado estatal y presentó un informe completo -terminé yo suavemente, pese a la rabia que hacía arder mis mejillas.

– Como es natural, estaba demasiado afectada para saber qué hacer -dijo Humboldt con tal untuosidad que me dio ganas de matarle a tiros-. Es muy difícil acusar a un médico de cabecera, especialmente cuando tiene los apoyos con que cuenta la Dra. Herschel. Por eso doy gracias por mi posición, que me permite ayudar a una mujer como ésta.

Yo le miré incrédula.

– ¿De verdad piensa que puede llevar a los tribunales a alguien del buen nombre de la Dra. Herschel con una mujer como ésta de testigo? Un abogado experto la haría pedazos. No es usted solamente un egomaníaco, Humboldt; encima es estúpido.

– Tenga cuidado a quién llama estúpido, joven. Un abogado experto puede descomponer a cualquiera. Pero no hay nada que despierte la animadversión de un jurado más rápidamente. Y además, ¿qué tal le iría la publicidad al trabajo de la Dra. Herschel? Especialmente si se unen a la Sra. Portis otras madres con hijas que la doctora haya tratado. Después de todo, la Dra. Herschel tiene casi sesenta años y no se ha casado: el jurado empezaría sin duda a sospechar de sus inclinaciones sexuales.

Las palpitaciones de mi garganta latían tan violentamente que apenas podía respirar, no digamos ya pensar. La perra gimoteaba levemente a mis pies. Me forcé a acariciarla delicadamente; eso me ayudó a recuperar un ritmo cardiaco más pausado. Me levanté y fui hacia el teléfono que había en la mesita en un rincón, con Peppy pegada a mis talones.