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Se levantó con fuerza de la mesa, tirando la jarra de cerveza, y me golpeó en la boca.

– ¡Sal de esta casa, zorra asquerosa! ¡No se te ocurra volver con tu mente depravada y tu lengua corrompida!

Me levanté despacio y fui hasta quedar frente a él, con la cara lo bastante cerca a la suya para oler la cerveza en su aliento.

– No te tolero que insultes a mi madre, Djiak. Cualquier otra inmundicia de esa letrina que tienes por cabeza la paso. Pero si vuelves a insultar a mi madre otra vez delante de mí te rompo el pescuezo.

Fijé en él mi mirada fiera hasta que volvió la cabeza inquieto.

– Adiós, Sra. Djiak. Gracias por el café.

Ella estaba de rodillas secando el suelo cuando llegué a la puerta de la cocina. La cerveza me había empapado los calcetines. En el recibidor me detuve para quitármelos, metiendo los pies desnudos en los deportivos. La Sra. Djiak vino detrás, limpiando mis huellas húmedas.

– Te rogué que no le hablaras de eso, Victoria.

– Sra. Djiak, lo único que quiero es el nombre del padre de Caroline. Dígamelo y no volveré a molestarles.

– No vuelvas. Ed llamará a la policía. O hasta te puede descargar un tiro él mismo.

– Ya. Bueno, la próxima vez que venga traeré la pistola -saqué una tarjeta del bolso-. Llámeme si cambia de opinión.

No dijo nada, pero tomó la tarjeta y se la guardó en el bolsillo del delantal. Abrí la puerta inmaculada y la dejé en la entrada con el ceño fruncido.

5.- Los sencillos goces de la infancia

Permanecí sentada en el coche un largo rato antes de que mi ira fuera apaciguándose y mi respiración volviera a la normalidad. «¡Cuánto nos ha hecho sufrir!», parodié con saña. Pobre adolescente, asustada, valerosa. Qué coraje no tendría que haber reunido simplemente para decir a los Djiak que estaba embarazada, no digamos ya para no ir al hogar de madres solteras que le habían buscado. Algunas compañeras mías de escuela con menor resistencia que ella regresaron contando historias espantosas de trabajo agotador, habitaciones espartanas y mala alimentación, un castigo de nueve meses bien dosificado por las monjas.

Me sentí ferozmente orgullosa de mi madre por haberse enfrentado a sus pontificantes vecinos. Recuerdo la noche que desfilaron ante la casa de Louisa, arrojando huevos y vociferando insultos. Gabriella salió al porche delantero y los humilló cara a cara. «Sois cristianos, ¿no?», les dijo en su inglés de fuerte acento extranjero. «Pues vuestro Cristo va a sentirse muy orgulloso de vosotros esta noche.»

Los pies desnudos estaban empezando a helárseme dentro de los zapatos. El frío fue devolviéndome poco a poco la serenidad. Encendí el coche y abrí la calefacción. Cuando tuve los pies calientes me dirigí hacia la Calle Ciento Doce y giré al oeste hasta la Avenida L. La hermana de Louisa, Connie, vivía allí con su marido, Mike, y sus cinco hijos. Ya que estaba peinando el Sector Sur podía incluirla a ella.

Connie tenía cinco años más que Louisa, pero seguía viviendo con sus padres cuando su hermana se quedó embarazada. En el Sector Sur vivías en casa hasta que te casabas. En el caso de Connie, vivió con sus padres aun después de casarse hasta que ella y su marido tuvieron dinero ahorrado para una casa propia. Cuando al fin compraron una de tres dormitorios, ella dejó el trabajo para dedicarse a ser madre: otra tradición del Sector Sur.

Comparada con su madre, Connie era una mujer bastante desaseada. Había una pelota de baloncesto en el diminuto césped delantero, y hasta mi mirada inexperta podía detectar que el porche no se había fregado en el pasado reciente. Pero los cristales de la contrapuerta y de las ventanas frontales relucían sin una sola raya, y ni una huella de dedos desfiguraba la madera de sus marcos.

Connie apareció en la puerta cuando toqué el timbre. Sonrió al verme, pero nerviosamente, como si sus padres la hubieran llamado para advertirle que pasaría por allí.

– Ah. Ah, eres tú, Vic. Yo… estaba a punto de irme a la tienda, en realidad.

Su rostro largo y anguloso no era apto para la mentira. Su piel, rosada y pecosa como la de su sobrina, enrojeció al hablar.

– Es una pena -dije secamente-. Hace diez años que no nos vemos. Tenía esperanzas de ponerme al día con los niños y Mike, y demás.

Permaneció con la puerta abierta.

– Ah. ¿Has ido a ver a Louisa, no? Mamá… mamá me ha dicho que no está muy bien.

– Louisa está en un estado terrible. Por lo que dice Caroline, creo que no se puede hacer nada por ella salvo intentar mantenerla cómoda. Me hubiera gustado que alguien me informara antes; habría venido hace meses.

– Lo siento… no creímos… Louisa no quería molestarte, y mamá no quería… no creía -se interrumpió, sonrojándose más intensamente que nunca.

– Tu madre no quería que viniera a remover el cotarro. Lo comprendo. Pero aquí estoy, y voy a hacerlo de todos modos, o sea que por qué no aplazas cinco minutos tu visita a la tienda y hablas conmigo.

Tiré de la contrapuerta hacía mí mientras hablaba y me acerqué a ella con un ademán que yo pretendía que fuera apaciguador y persuasivo. Connie retrocedió vacilante. La seguí al interior de la casa.

– Esto… ¿quieres una taza de café? -se retorcía las manos como una colegiala frente a un maestro severo, no como una mujer que araña los cincuenta con una vida propia.

– Un café me parece estupendo -dije animosa, esperando que mis riñones pudieran asimilar una taza más.

– La casa está hecha un desastre -dijo Connie disculpándose, mientras recogía un par de zapatillas de gimnasia que estaban a la puerta.

Yo jamás digo una cosa así a las visitas; ya es evidente que no he colgado la ropa ni he sacado los periódicos ni pasado el aspirador en dos semanas. En el caso de Connie, no se veía de qué podía estar hablando aparte de las zapatillas de gimnasia. Los suelos estaban fregados, las sillas colocadas en ángulos rectos entre sí, y no había ni un libro ni un papel que desfigurara la estantería del salón que cruzábamos para dirigirnos hacia la parte trasera de la casa.

Me senté ante la mesa de fórmica verde mientras Connie llenaba la cafetera eléctrica. Esta pequeña desviación de su madre me alentó levemente: si era capaz de pasar del pucherillo a la cafetera de filtro, quién sabe hasta dónde estaría dispuesta a llegar.

– Tú y Louisa no os habéis parecido nunca, ¿verdad? -pregunté bruscamente.

Volvió a enrojecer.

– Ella era la guapa. La gente espera menos de ti si eres guapa.

La conmovedora torpeza de su respuesta resultó casi insoportable.

– ¿Es que tu madre no la hacía ayudar en casa?

– Bueno, es que era más pequeña. Tenía que hacer menos cosas que yo. Pero ya conoces a mamá. En casa se limpiaba todo, todos los días, se usara o no. Cuando se enfadaba con nosotras nos hacía fregar las pilas y los retretes por debajo. Yo juré que mis hijas nunca tendría que hacer esas cosas -apretó los labios en una línea dura de agravios revividos.

– No tiene ninguna gracia -dije consternada-. ¿Y te parece que Louisa te dejó cargar con el muerto demasiadas veces?

Sacudió la cabeza.

– No era tanto culpa suya como de la forma en que la trataban. Ahora lo comprendo. Sabes, Louisa podía ser respondona y a mi padre le parecía gracioso. Por lo menos cuando era pequeña. Pero ni siquiera a ella se lo toleró cuando creció.

– Y al hermano de mi madre le gustaba ver cantar y bailar a Louisa cuando venía. Era tan menuda y tan mona que era como tener una muñeca en casa. Cuando se hizo mayor, ya era demasiado tarde, claro. Para meterla en cintura, quiero decir.

– Pues lo hicieron a fondo -comenté-. Con lo de echarla de casa y todo lo demás. Aquello debió de asustarte a ti también.