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Sin venir a cuento, inesperadamente Alfonso caía en terribles depresiones. Se encerraba en sí mismo y se convertía en un hombre envuelto en nieblas densas, agarrotadas por infinidad de dudas.

Asimismo, se desesperaba al no encontrar razones que justificaran aquellas caídas en picado. Sufría. Pero ignoraba la causa de su sufrimiento.

Tardé algunos años en comprender la razón de su tendencia a la misantropía. Y creo que no me equivocaba. Desde la infancia, Alfonso fue educado para ser, en todo momento, un hombre maduro y responsable. Nunca le permitieron ser niño.

En cierto modo, lo despojaron de lo que un ser humano normal precisa para acoplarse a las circunstancias que el entorno exige.

De ahí el desequilibrio esporádico y a veces inexplicable de sus reacciones. Le faltaba una dimensión, se la habían hurtado cuando más la necesitaba.

Por eso cuando, ya mayor, la vida se le torcía de un modo inesperado, echaba mano de lo que su campechanía ocultaba: ciertos brotes de pequeñas tiranías mal expresadas o actitudes excesivamente relajadas y egoístas por haberlas adquirido durante una infancia reprimida. En suma: sin darse cuenta y como a destiempo, su carácter repentinamente revelaba una faceta infantil, como si lo que le sustrajeron cuando era niño exigiera salir a flote. Por eso, en la madurez, en ocasiones le brotaban reacciones caprichosas propias de un niño que nunca llegó a ser.

***

El doctor Nicod continúa desplegando atenciones conmigo. La emoción que acaba de surgir cuando he salido al balcón para agradecer tantas muestras de cariño planea todavía en mis resortes sensibles y a él, como principal responsable de mi salud, le preocupa mi cansancio.

Suavemente me conduce hasta la sala española donde sobre la chimenea se alza un inmenso cuadro de la que fue mi madrina de bautismo, pintado por Winterhalter.

También Eugenia de Montijo es ahora una pieza despiezada de lo que fue mi destino. Desde el óleo que la representa parece decirme: «En la vida no todo son desengaños, Ena».

La estoy mirando: tiene el rostro ligeramente apoyado en su mano izquierda. La otra mano sostiene con delicadeza la punta de su chal.

El doctor se empeña en que me relaje:

– Debe descansar, Majestad -me indica, señalando el sofá situado frente a la chimenea-. Ha sido un día muy ajetreado.

– No esperaba tanto -le confieso-. Desde que he llegado a España, todo se ha convertido en un espectáculo mágico. Nunca recibí tantas muestras de cariño mientras reinaba.

Pero mi asombro crece cuando Cayetana y Luis me anuncian que acaba de llegar al palacio de Liria desde Barcelona una furgoneta cargada con centros de flores confeccionados por las floristas de Las Ramblas.

– También en Cataluña se me recuerda. -Jamás esperé semejante homenaje de aquella tierra tan admirable. Cayetana y Luis se acomodan ahora junto a nosotros. Me gusta esa mujer joven, alegre y vivaracha que Jimmy, su padre, tanto quería.

Luis, su marido, es el contrapeso que nivela la armonía de ese matrimonio. Reflexivo y cauto, trata siempre de mantener serenamente el apoyo y ayuda que su suegro me prestó hasta la muerte.

El doctor Nicod insiste en que debo descansar: teme por mi endeblez física. Aunque aparentemente reboso salud, él sabe que toda yo soy un manojo de precariedades. Mientras me contempla tras sus gafas de monturas plateadas, me doy cuenta de que el entusiasmo que mi llegada a España está ocasionando también le está afectando a él. Son muchos los años que lleva compartiendo conmigo interioridades tanto físicas como metafísicas.

Lo conocí todavía inmerso en hábitos y actividades propias de la juventud. En cambio ahora, aunque más joven que yo, también él se está integrando en las mazmorras de lo que se denomina tercera edad. Su cabello cano continúa siendo voluminoso, y el bigote que ostenta, también blanco, tiene la misma espesura que sus patillas. No es un bigote a la moda, pero, siendo breve, permanece tupido.

De hecho, el doctor Nicod es una especie de archivo humano que durante años y años viene procurando que mi ya precaria salud no se desvíe y se mantenga más o menos estable.

Pienso ahora que nadie me conoce mejor que él. Durante años me ha visto reaccionar, no a modo de una reina, sino desde el rellano de una simple mujer. Seguramente yo para él no debo de ser una persona importante. Únicamente una paciente más que ejerció el oficio de reina y que incluso en los momentos más angustiosos tuvo que fingir sonrisas.

En ocasiones escuchó mis quejas. Quejas corporales: «Me duele el estómago» o «Ayer vomité», «El reuma me atosiga», «Las piernas se me hinchan» y muchas quejas más propias de la coraza material que envuelve al ser humano. Pero jamás me permití agobiarlo con mis dolencias internas y psicológicas.

Seguramente las intuye, pero hace como que las ignora. En estos momentos se está mostrando algo inquieto. De nuevo insiste en que debo descansar:

– Han sido demasiadas las emociones -le explica al marido de Cayetana-. Su Majestad lleva arrastrando desde la mañana una página histórica saturada de acontecimientos demasiado agotadores.

Luis Alba asiente:

– Tiene razón, doctor. Mañana tampoco va a ser un día apacible. Hay que recuperar fuerzas.

En Zarzuela se está ya preparando el bautizo de mi bisnieto. Muchos serán los que, incitados por renovar recuerdos perdidos, se propondrán recobrarlos con mi presencia.

– Si Vuestra Majestad lo desea, puede cenar sola en sus habitaciones -me propone Cayetana.

Acepto. Desde hace varios años, la soledad tras ciertos acontecimientos que en el fondo son pretéritos más o menos definidos exigen calma, silencio, aislamiento y derecho a asimilar las imprevistas reacciones que suele brindarnos la vida.

Lentamente, los tres me acompañan a los aposentos que me han adjudicado.

La señora Rich me espera con la puerta abierta, en la salita contigua a mi dormitorio.

Al despedirme del doctor y de los Alba, le ruego a Luis que se ocupe de repartir por las iglesias de Madrid los centros de flores que las floristas de Barcelona han tenido la amabilidad de enviarme.

– Y que los mejores adornen la iglesia de los Jerónimos -le recomiendo. Y, a modo de un secreto, le digo bajito-: Allí me casé.

No sé por qué recuerdo ahora mi boda. Sólo sé que nunca he echado tanto de menos la presencia de Alfonso como en estos momentos.

***

La pasada noche he soñado que volvía a casarme. Pero mi matrimonio, lejos de ser un espectáculo ampuloso y sobrecargado de invitados importantes, se reducía a una simple ceremonia sin más parafernalia que la iglesia adornada con muchos centros de flores catalanas, un sacerdote sin alta jerarquía eclesiástica, Alfonso y yo.

En mi sueño Alfonso ya no era aquel jovencito de rostro chupado y pálido. Se trataba de un personaje como lo fue después cuando los años añadieron algún kilo necesario a su cuerpo enjuto y a su semblante maduro que casi se había convertido en el de un hombre guapo. En ocasiones, cuando el ser masculino madura, sus facciones alcanzan dimensiones estéticas que la juventud ocultaba.

Yo era feliz. Se trataba de un matrimonio reciclado: algo que por una extraña razón nos permitía recobrar nuestro primer encuentro en Biarritz y reparar los desfalcos de nuestros años tan llenos de ataduras que nos desunían.

De nuevo Alfonso volvía a ser el enamorado de nuestros principios pero sin intercambio de postales, ni interferencias ajenas y sobre todo sin más deseos que los propios de una pareja que precisa notarse compenetrada.

El despertar ha sido doloroso. Me hubiera gustado continuar mi sueño. Precisaba saber hasta qué punto la felicidad que yo experimentaba podía prolongarse hasta la muerte.

Pero a veces también la muerte puede ser tacaña. Resta tiempo para rehacer lo que se deshizo. No permite treguas ni admite que se nos conceda una segunda oportunidad.

Me pregunto si esa segunda oportunidad se nos hubiera concedido a Alfonso y a mí cuando, ya al borde de abandonar este mundo, nuestras asperezas, distorsiones, equívocos y sobre todo aquellos horribles brotes tan saturados de instintos equivocados y de fogosidades envenenadas de ira hubieran sido superados por razonamientos propicios a ahondar en los sentimientos que nos unieron más allá de los peligros que constantemente atentaban contra la paz de nuestro convivir.