No esperaba tantas muestras de cariño. Ni siquiera ahora, tan alejada ya de aquella guerra y de aquellos constantes desvíos que sólo agrandaban mis vacíos, puedo dejar de recordar aquel suceso de mi vida como una etapa feliz.
Era imposible imaginar que aquella fascinante sensación de apoyo y aquel continuo afán de prodigarme muestras de cariño pudiesen, en algún momento dado, relativizarse y convertirse en hechos cumplidos y acabados.
Sin embargo eso fue lo que sucedió cuando tras una larga convalecencia mi salud perdida se recobró.
De nuevo comenzaron las ausencias, las sordas indiferencias, las soledades sólo arropadas por mis damas de compañía impuestas por el propio rey desde que me convirtió en reina.
No obstante, la convalecencia fue en cierto modo muy grata. Mi suegra se empeñaba en no apartarse de mí. Nuestras conversaciones ya nunca se referían a la guerra.
En su preclara sabiduría, dejó la contienda a un lado para sumarse conmigo al discurrir plácido de nuestras vidas.
Como reina, conocía a fondo los resortes que podían hacer tambalear las peanas de los monarcas. «Las amistades. Cuida las amistades, Ena.»
Fue en aquella época cuando la madre de Alfonso se explayó por primera vez conmigo. En ocasiones incluso parecía desconfiar de las damas de honor que se me habían adjudicado. «Las reinas no deben tener confidentes. Son peligrosas».
Y añadía que, aunque nos sintiéramos desvalidas y envueltas en soledad, jamás debíamos caer en la tentación de confiar plenamente «en los que se acercan a nosotras con aires desinteresados. Sus influencias pueden ser perjudiciales».
En efecto; María Cristina tenía razón. La libertad de los monarcas puede convertirse en la peor de las esclavitudes. Aunque no lo queramos admitir se trata siempre de una libertad herida.
Si el enamoramiento nos exige ver y admirar lo que imaginamos, la amistad puede asimismo ser una especie de tuerca que se adentra en nosotros para agujerear lo más valioso de nuestros sentimientos.
Recuerdo que, mientras ella me hablaba, la mente se me iba escapando hacia los pequeños brotes de envidia que a veces me causaba la emancipación y clandestinidad de las personas que estaban a nuestro servicio. Sus arenas movedizas particulares nunca eran motivo de escándalo. Las personas de «momentos» no tienen instantes relevantes. Sólo tienen «instantes» ocultos a los que nadie puede acceder.
En cambio en nuestro ambiente, continuamente abocados a la intemperie, todo era susceptible de escándalo, de falsas interpretaciones y de voluntades distorsionadas que podían crear rencores.
«Hay que ser amable con todo el mundo», continuaba diciendo mi suegra. «Pero no rastrero.» Y añadía que cuando algo era positivo y bueno debíamos comentarlo con satisfacción moderada. «Es una forma de permitirnos callar cuando algo nos disgusta.»
Todo según ella debía ser cuidadosamente estudiado y jamás debíamos dejarnos llevar por convicciones materiales o tajantes: «Nunca olvides la brevedad del "siempre", Ena. Todo en este mundo es limitado. Incluso la solidez amistosa».
Cuando la escuchaba algo dentro de mí se derrumbaba. No obstante prefería imaginar que su avanzada edad y la dura vida que su reinado le había impuesto le exigían expresarse de aquel modo.
Era como si sus razonamientos trataran de disminuir mis sentimientos. O como si ambas fuerzas se atacaran unas a otras, para evitar torpezas peligrosas.
Instintivamente, cuando me hablaba de aquel modo algo en mí se rebelaba. Para María Cristina peligros indefinidos, pero evidentes, gestaban malestar entre las paredes del palacio: «Insisto, Ena: procura que tus amistades siempre sean convencionales».
Era duro escuchar aquello. Sobre todo cuando los consejos que me daba jamás los aplicaba a su hijo.
Alfonso tenía amigos. Muchos. Tal vez demasiados. No obstante, su madre no le reprochaba la precariedad de aquellas amistades. Él era hombre y yo mujer. Las mujeres de entonces no alcanzaban los niveles del hombre. El mundo que destacaba era machista. Hasta en las fotografías se notaba aquel machismo; los hombres posaban sentados y, tras ellos, las mujeres (como si los respaldaran) posaban de pie.
Sin embargo no tardé mucho en comprender que los reyes, aunque pretendieran ser ricos en amistades, únicamente conseguían tener cómplices. La amistad es un privilegio precario para los reyes. Tarde o temprano los pretendidos amigos pueden llegar a ser delatores o enemigos. Nada como el resentimiento se alía tan estrechamente a las ambiciones frustradas.
Aquella convalecencia fue quizá lo que me indujo a analizar los verdaderos peligros de la vida y sobre todo a meditar aún más sobre las terribles desigualdades sociales que tanto desnivelaban a los españoles de aquella época.
Nada obliga tanto a reflexionar como verse cercada por la muerte.
Horas pasaba yo tratando de ahondar en la injusticia que suponía verme tan atendida por médicos y personal especializado en cuidar enfermos, y saber que los pobres o los que vivían con escasos medios debían contentarse con torpes remedios caseros y fiar en lo que sus ignorancias o desconciertos les ofrecían.
Anteriormente, y convencida de que aquella forma de aceptar semejantes desajustes era no sólo lamentable, sino también injusta, convoqué y reuní a ciertas personas que podían ayudarme en los proyectos que incluso antes de caer enferma sentía el impulso de realizar.
Asimismo, hablé con Bee, todavía aferrada a su afán de protagonismo, y con mis damas de honor para exponerles mi gran plan de reforma social destinado a beneficiar a los que carecían de recursos: «Es absolutamente vergonzoso lo que está ocurriendo en España».
Aunque el país era neutral, no lo era en la guerra de la desidia y del egoísmo. La desigualdad entre los españoles era una lacra que dolía demasiado.
Afortunadamente, mis propuestas llevaban ya varios años funcionando; contra todos los imprevistos conseguí crear hospitales para tuberculosos y cancerosos, escuelas de enfermeras, servicios médicos para enfermos sin medios económicos y, sobre todo, la necesaria institución de la Cruz Roja, cuya presidencia me adjudiqué.
Trabajé fuerte hasta que en la convalecencia tuve ocasión de idear para mis instituciones infinidad de proyectos que no tardaron mucho en realizarse.
Ayudada por mis damas de honor, organicé tómbolas, funciones de teatro, fiestas folclóricas, carreras de automóviles, siempre con fines benéficos. Nada que pudiera ayudar a mis protegidos indigentes quedaba en el aire.
Entonces Madrid era una ciudad algo provinciana que adolecía de muchos adelantos y fomentaba distancias entre el pueblo y la alta sociedad. Pese a la grandeza de sus palacios, museos y algunas avenidas o calles asfaltadas, la capital de España continuaba siendo una especie de pueblo grande.
Recuerdo que, recién llegada a la capital, desde mis habitaciones particulares podía escuchar la algarabía de los carromatos arrastrados por mulas que distribuían carne, carros de basura acompañados siempre por la trompeta del basurero, el anuncio chillón de los churros calientes, los traperos y cacharreros ofreciéndose a voz en grito para hacerse con algunas mercancías reciclables, los organilleros reclamando algunas monedas, los vendedores ambulantes de leche que, voceando la mercancía bien preservada en depósitos metálicos arrastrados por cuadrúpedos, iban marcando su paso por la ciudad al grito de «Leche fresca recién ordeñada».
También evoco el débil alumbrado de gas que escasamente clareaba las calles y, en la amanecida, el desfile de encargados de apagar las farolas con pértigas gigantes.
Entonces aquellas costumbres todavía no se me antojaban ancestrales. Todo el mundo lo admitía como algo natural.
Sin embargo, cuando comparo el Madrid de mis principios como reina con los adelantos establecidos durante mi exilio, experimento ráfagas de vergüenza. La misma vergüenza que durante mi enfermedad, en plena guerra mundial, me impulsaba a idear toda clase de proyectos para potenciar la tarea que conseguí realizar ayudada y animada tanto por mi suegra como por mis damas de honor.