En vano intentaba yo proponer alivios para los más pobres y en general para todos los españoles que exponían sus vidas por el bien del país. Por razones políticas y machistas, mis propuestas quedaban siempre en agua de cerrajas.
Además los celos y las intrigas de la nobleza se anteponían siempre a los problemas de los más necesitados. Ellos sabían hasta qué punto llegué a enfrentarme con los que presumían de liberales sin serlo: Maura, Romanones y algunos más que, lentamente y acaso sin tener conciencia plena de sus actitudes, estaban ya abriendo el camino hacia una desmantelada y devastadora república.
Ignoro cómo llegaron a filtrarse en el pueblo mis esfuerzos por mejorar la lamentable situación de los llamados a participar en la guerra. Lo cierto era que poco a poco la verdad fue aflorando pese a las insidias que, bajo mano, iban propagando los liberales.
Para desprestigiarme, se hartaban de infiltrar (especialmente entre la nobleza) que mi conversión al catolicismo había sido una pantomima y que sólo había cambiado de religión para convertirme en reina.
Afortunadamente la verdad fue saliendo a flote cuando, ya inmersa en mis funciones benéficas, todos podían comprobar mis buenas relaciones no sólo con la Iglesia, sino también con los que la representaban.
Por aquel tiempo muchas órdenes que pretendían servir al papa eran sólo sociedades o asociaciones ilegales. El propio Alfonso así lo reconoció con evidentes muestras de desagrado: «Hay que anular esos abusos. Existen en España demasiadas asociaciones anticlericales disfrazadas».
A pesar de todo, la fama de mis ideas antirreligiosas no perdía vigencia. Las frases sobre mi probable influencia contra el catolicismo corrían de boca en boca entre los componentes de la alta nobleza. «La reina está haciendo mucho daño. No cesa en su manía de introducir ideas inglesas entre nosotros. Ideas por supuesto peligrosas», repetían constantemente las encopetadas amigas de mi marido.
Al principio aquellas noticias sobre un comportamiento totalmente falso me dolieron. Pero fingí que no me afectaban. Lo esencial para mí era contribuir con todas mis fuerzas a que el país que había adoptado saliera de sus pozos, de sus miserias y de sus desalientos.
El resultado positivo, aunque lentamente, fue asentándose con firmeza a fuerza de tenacidad. Especialmente cuando los soldados que venían de la guerra de Marruecos se hartaban de elogiar las enormes atenciones recibidas de su reina: regalos, ropa interior para amortiguar el frío, mantas y toda clase de objetos destinados a resguardarse de las lluvias torrenciales que asolaban aquellas tierras lejanas.
Incluso mi suegra, comprendiendo mis empeños en mejorar los decadentes sistemas hospitalarios, se unió a mí en varias ocasiones cuando se inauguraba alguna entidad benéfica. Yo se lo agradecía. Dentro de sus rígidas composturas o de su aparente empeño en no inmiscuirse en los altibajos del país que había regentado hasta traspasar sus poderes al hijo ya preparado para ser rey, María Cristina iba apoyando sutilmente mis proyectos en silencio y casi como si conspirase conmigo.
En ocasiones Alfonso me reprochaba aquellos empeños míos por amortiguar las deficiencias que asolaban ciertos ambientes del país: «No entiendo esa insistencia tuya en meterte en camisa de once varas», me decía. «En fin de cuentas, lo que intentas hacer no es cosa de mujeres.»
Mis respuestas no debían de gustarle: «Si los hombres no ponéis remedio a lo que amenaza ruina, las mujeres tenemos derecho a inmiscuirnos donde no nos llaman».
Nuestras discusiones no eran todavía violentas. Sólo afloraban adoptando ligeras asperezas. «Cuando la conciencia acucia, los razonamientos pierden vigor», le insinuaba.
A veces Alfonso me miraba como si lo que le estaba diciendo fueran simples fantasías de una mujer deseosa de conseguir un protagonismo más allá de su condición de reina. «Lees demasiado, Ena», me reprochaba. «¿Por qué no te limitas a tus funciones puramente profesionales?» Para él lo profesional era inaugurar establecimientos, bautizar barcos, presenciar corridas de toros y todo cuanto fuera meramente superficial.
Le soltaba yo parrafadas que seguramente no entendía. Alfonso no leía. Alfonso se limitaba a escuchar conceptos de los que, según él, estaban capacitados para manejar los destinos de la nación.
En cierta ocasión llegó a decirme que las mujeres demasiado pensantes eran varones travestidos.
Ignoro si cuando se expresó de aquel modo se refería a Rosario de Lécera. Las murmuraciones, aunque todavía escondidas en vaivenes de sonrisas aparentemente inofensivas y sin auténtico fundamento, corrían ya por los sótanos psicológicos sin que aflorasen decididamente a la intemperie.
Mi respuesta sobre las «lecturas» que según Alfonso trastocaban mis puntos de vista era casi siempre la misma: «Los hombres que no leen corren el riesgo de ser medio hombres», le decía yo bromeando. «Les falta una dimensión: no están preparados para analizar la vida», y añadía: «Pensar sin un motivo concreto que nos invite a reflexionar es desperdiciar elementos importantes del cerebro, dejar que las ideas se esfumen. Son pensamientos fatuos que pasan por la mente, como podría pasar una sombra».
Pepita Rich y yo hemos madrugado. Mi visita a España está programada para ser breve y mis ansias de volver nuevamente a locales y paisajes lejanos requieren tiempo. Quiero recuperar lo que en mi primera juventud adopté y viví como inmersa en un sueño demasiado bello para que fuera cierto.
Como mi estancia actual va a ser corta, y mis desplazamientos o encuentros oficiales están concertados y minuciosamente cronometrados para las doce del mediodía, le rogué a mi dama de compañía que se ocupara de organizar una escapada tempranera para recorrer, de incógnito, lo que conocí, asimilé y viví durante veinticinco años. Era esencial mantener el anonimato. No deseaba ser vista en mis correrías privadas. En primer lugar había que conseguir un automóvil de aspecto caduco. Un Seat viejo conducido por un chofer sin uniforme. Pepita cumplió su objetivo.
El Seat nos ha conducido primeramente al espectacular palacio de Oriente. Allí pasé mi primera noche de intimidad amorosa. Duele ahora contemplar el inmenso edificio que durante aquellos años fue nuestra vivienda particular convertido en una especie de museo donde cualquier ciudadano puede curiosear lo que para mí fueron estancias esencialmente privadas.
Nada es igual a lo que yo conocí. Incluso la circulación de las calles es una clara muestra de que todo ha cambiado. Se acabó aquella paz sedentaria que convertía a la capital de España en una ciudad pueblerina, flanqueada por un río poco frecuentado y casi ignorado, avenidas con palacetes transformados en oficinas y un Ayuntamiento situado en la calle Mayor de los Austrias, totalmente arrinconado en un ya envejecido barrio de la ciudad.
Mientras nuestro coche circula por los lugares que antaño fueron relevantes, algo demasiado íntimo y confuso me impide hablar. Es como si los recuerdos se me fueran amontonando en el buche y más que revivirlos los estuviera machacando para que al comentarlos no me hieran demasiado. La señora Rich es discreta. Calla. No intenta darme conversación ni distraerme de lo que para mí es un conjunto de sentimientos, dolores y alegrías que a duras penas intento convertir en restos erráticos de ficción. Imposible. Lo que voy contemplando es la verdad desnuda de toda una vida. Una ficción desbaratada que sólo en mi primera juventud fue completa y feliz.
El coche avanza mientras el recuerdo retrocede. En estos momentos llegamos a El Pardo: aquel palacio donde mi madre y yo nos alojamos al llegar a España para convertirme en reina, escoltadas por la Guardia Real.
Cuesta volver la vista atrás mientras contemplo desde la intimidad oculta del coche la guardia mora de Franco, escoltando ahora al General y a su familia.
En esa custodia, evoco yo la mía cuando me instalaron allí en espera del día señalado para celebrar mi boda. La noche anterior y en la cámara contigua a mis aposentos, se habían acomodado para velar mi sueño un grupo de grandes de España. Entre ellos el padre de Jaime, duque de Lécera.