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Mucho tiempo después le mencioné a su hijo aquella custodia como una anécdota ya trasnochada. «Tú debías de tener entonces doce años.» Me miró como si aquellos doce años se hubieran ampliado en un presente que borraba distancias. «La edad no tiene fronteras cuando los sentimientos mandan», me dijo.

Jaime era más joven que yo. Mucho más joven. No obstante, aunque la madurez no tiene años ni experiencia, puede rebosar serenidad y un sinfín de propuestas sedantes y armoniosas que la acumulación de las edades juveniles, por mucho que se consideren sólidas y experimentadas, casi siempre desconocen. Jaime reflexionaba y no vacilaba en admitir los pequeños errores de su vida. Incluso en ocasiones se mofaba de sus propias frustraciones y equivocaciones. Además desconocía los arrebatos de soberbia que suelen caracterizar a los que se sienten acomplejados. Nunca fue un hombre acomplejado; su agudeza intelectual le impedía serlo. Todo en él era armonioso. Más aún, tenía lo que yo siempre he denominado «la armonía de las inteligencias». Por eso Jaime nunca tuvo la juventud de su edad. A veces incluso parecía mayor que yo.

***

El coche circula ahora por los alfoces que rodean El Pardo. El palacio va quedando atrás con sus años lejanos amenazando ruinas. Allí se ha perdido la fecha de mi boda sumida en olvidos. Lo que para mí fue un vuelco de ilusiones hoy es ya un despliegue triste de silencios dictatoriales.

Recuerdo que el despertar de aquel amanecer que presidió el día de mi boda fue radiante. Brillaba el sol como hecho de mil estrellas. Eran las seis de la mañana cuando Alfonso llegó a El Pardo para oír misa conmigo y poder comulgar. En aquella época ésa era la costumbre.

Apenas hablamos. Nos despedimos con sonrisas entre indecisas y emocionadas. Todo en aquellos momentos era un simple y definitivo «hasta luego». Un «luego» que debía durar toda la vida.

Era imposible imaginar que los «hasta luego» tan rutilantes y seguros fueron sólo minucias de unos «hasta nunca» irrevocables.

Tras el desayuno, me trasladaron junto con mi madre y las personas que debían vestirme y acicalarme al Ministerio de Marina, donde al parecer era tradición que las novias de los reyes se vistieran y arreglaran para casarse.

En los coches que nos escoltaban a mi madre y a mí iban miss Minnie Cochrane, lady William Cecil y las dos camareras de honor de mi madre.

Entonces aún circulaban los tranvías de vapor por las distintas travesías y arterias de la ciudad casi siempre vacías, pero las calles de aquel día eran ríos de personas que desde horas muy tempranas se habían apostado en las aceras a modo de vallas humanas para presenciar y en cierto modo proteger nuestro cortejo.

Recuerdo ahora que en el mes de abril del mismo año que Alfonso y yo contrajimos matrimonio había ocurrido el terrible desplome de la ciudad de San Francisco en California.

Ignoro por qué mientras recorro las calles de Madrid me viene a la mente semejante horror. Durante unos instantes evoco los grabados de aquel desastre que se reprodujeron en varias revistas. La ciudad entera era un inmenso vertedero de valores destruidos, de esperanzas muertas y de futuros convertidos en cadáveres.

Nada era ya utilizable después de aquel terremoto. Todo era muerte, despojos y desvaríos sin más meta que la que ofrece imposibles. Y es que en ocasiones el pasado asocia ciertos desastres a los terremotos internos de nuestras vidas.

Lo que augura seguridades miente. Nada en este mundo es verdaderamente preclaro y definitivo.

También el recorrido que estoy haciendo ahora es un puro engaño. Lo que caracterizó aquel día es ya un señuelo. Ni las calles se ven vacías de coches (casi todos Seat) ni en las aceras se apiñan multitudes para ver pasar al rey junto a una reina extranjera.

Los terremotos políticos también causan estragos. Todo en el Madrid actual es un puro nubarrón que oculta el mundo lejano y extraviado de mi juventud.

A instancias mías, el chofer nos conduce ahora hacia el antiguo Ministerio de Marina donde me vistieron y acicalaron para entrar en la iglesia. No nos detenemos. Le digo al conductor que siga el extraño itinerario de nuestra escapada particular.

Atravesamos el lugar donde, al día siguiente de nuestra boda, Alfonso y yo inauguramos un barrio obrero con asistencia del obispo para bendecir la primera vivienda, que fue adjudicada a uno de los guardias herido por la bomba que el anarquista Morral nos lanzó desde el balcón tras salir de los Jerónimos.

Algo que no sé explicar está mezclando en mis recuerdos ráfagas de sensaciones que en vano intentan ajustarse entre sí.

Un conjunto de situaciones y acontecimientos tan diversos se me están atascando en la mente como un puzzle de realización imposible.

El vehículo circula ahora por la carretera que nos conduce al club Puerta de Hierro.

También ese lugar ha cambiado. En aquella época era una propuesta rudimentaria y prometedora de un club destinado a desarrollar entre la gente de la alta sociedad el gusto por los deportes: equitación, golf, tenis, polo…

Allí desperté yo en Alfonso su afición al golf. Y allí iniciamos también nuestras constantes escapadas hípicas a las que al poco tiempo se añadió Bee.

La estoy viendo ahora con su aire de mujer adherida a sus propias reglas y apegada a nosotros no sólo por nuestro parentesco inglés, sino también por el parentesco español que Ali de Orleáns había aportado al casarse con ella.

Dos primos casados con dos primas. Era una hermosa circunstancia que venía a reforzar todavía más los lazos entre mi propio país y el país que acababa de adoptar.

En estos momentos el coche circula ya de regreso a la ciudad. Pero la mente se extravía hacia un lugar ajeno a Madrid.

Jaime, nuestro segundo hijo, acababa de nacer en La Granja. Y los ambientes políticos comenzaban a desbaratar la solidez de una España en la que se desencadenaba una serie de conflictos gravemente protagonizados de forma especial en Cataluña.

En Marruecos el problema que parecía amortiguado se agravaba. Las bajas eran espectaculares, y Solidaridad Obrera decidió actuar por sorpresa e imponer un paro de veinticuatro horas que motivó la angustiosa y lamentable Semana Trágica.

De nuevo Bee. La estoy viendo ahora empeñada en casarse con el primo de Alfonso, pero sin cambiar su religión. En vano intentaba yo convencerla de que los componentes de la realeza española no podían contraer matrimonio sin el visto bueno de las Cortes. Pero Bee se negaba a ser católica.

Alegaba que muchos nobles practicaban la religión papal para demostrar que eran adictos a la monarquía. Pero no porque la monarquía se apoyara en la religión para ser venerada por ellos. «En suma, en España ser católico es ser elegante: una cuestión de prestigio», decía.

Algo de razón tenía. En aquella época «ser católico» era «tener buen gusto», aunque sus formas de vida distaran mucho de ajustarse a la realidad de la religión que tradicionalmente adoptaban.

Por ejemplo, ir a misa los domingos o fiestas de guardar era una obligación. Nunca pensaban que aquella obligación impuesta por la Iglesia era, ante todo, un acto de reciprocidad amorosa, una reproducción fidedigna de la mayor demostración de amor que Dios ofreció a los humanos antes de morir. En suma, una devoción. La devoción más importante que Jesucristo proporcionó a los hombres.

«En ella el Señor repite lo que instituyó en la última cena de su vida, antes de la resurrección», solía yo explicarle.

Pero Bee no comprendía lo que le decía. Lo comprendió muchos años después cuando la incertidumbre de sus turbiedades sentimentales y egoístas se disiparon y ella, ya convencida, abrazó la fe que años atrás había rechazado.

Aquel verano, mi suegra los había invitado a veranear con todos nosotros en el palacio de Miramar para que pudieran conocerse mejor antes de contraer matrimonio.