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«El niño se ha resfriado», me decía mi suegra. Tosía, tenía fiebre. Algo normal.

No obstante, aquel resfriado duraba demasiado. Mi hijo Jaime no mejoraba.

Los médicos vacilaban. Influidos por los constantes brotes de tuberculosis que asolaban a tanta gente, consideraron que la dolencia del infante Jaime podía deberse a los estragos que producía esa enfermedad.

«Sería conveniente llevarlo a Suiza», decían. Y tras deliberar con especialistas y meditar los pros y los contras de esa medida, Jaime fue ingresado en un sanatorio suizo durante siete meses.

Tenía cuatro años cuando regresó a España. Recuerdo que mi suegra y yo, junto con los infantes de Baviera, fuimos a esperarlo a la estación.

Todavía ahora, cuando evoco la escena de su llegada, el alma se me electriza de pena.

Me comunicaron que, mientras viajaba, el pequeño Jaime había experimentado un fuerte y agudo dolor de oídos. «Está muy enfermo», me repetían.

Lo peor era comprobar que no cesaba de sangrar por las orejas y la nariz.

El mundo se me desplomó cuando el famoso doctor Compaire diagnosticó una mastoiditis doble y nos advirtió que si no se practicaba inmediatamente una trepanación en los dos oídos con ruptura de los huesos auditivos nuestro hijo podía morir.

Recuerdo que mientras lo operaban yo aguardaba en la sala de espera, junto a los dos jefes de los partidos dinásticos: Antonio Maura y José Canalejas. Isabel y mi suegra acompañaron al pequeño durante la operación.

Yo no hubiera podido soportar contemplar cómo desposeían a mi segundo hijo de la riqueza de las palabras, de las modulaciones de la voz, del derecho a conocer sonidos musicales y de gozar hablando o manteniendo una conversación fluida.

Era difícil conservarme serena junto a aquellos dos hombres. El vértigo del dolor me exigía llorar, desesperarme, preguntarle a Dios la razón de aquellas minusvalías físicas que destruían a mis dos hijos.

No había respuestas. El dolor es siempre superior a las reflexiones. Y las hipótesis no son propicias a vencer la endeblez de un razonamiento demasiado primigenio para ser explicado.

Además las razones de lo que ocurre, por mucho que se justifiquen, jamás pueden nivelar el dolor que producen. Son algo así como ecos de cosas enterradas y destruidas.

Recuerdo ahora las continuas atenciones de Canalejas. Parecía tan vital, tan firmemente apegado a la vida. ¿Cómo era posible imaginar que cuatro años después iba a morir asesinado por el anarquista Manuel Pardiñas?

Todo en esta tierra es precario. Todo pende de un hilo. Aquella noche en el palacio, tras la operación de nuestro hijo, sólo hubo susurros, pasos deslizantes y miradas asustadas. Alfonso fue el único que se dejó llevar por la desesperación. Lo vi derrumbado, destruido: «De modo que nuestro hijo va a ser sordomudo». No podía aceptarlo. Era como si aquella nueva desgracia estuviera flagelándolo. «¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?»

No admitía que preguntar a Dios desde los prismas terrenos es lo mismo que considerarnos dioses.

Los «¿por qué?» humanos jamás pueden tener respuestas fidedignas. La Verdad se escapa. Se esconde en lo que denominamos destino, pero nunca se presta a aclarar y justificar la realidad de su auténtica raíz. Las raíces no pertenecen a la lógica de nuestras percepciones mentales. Pertenecen a la fuerza superior que siempre va condicionada a la Verdad oculta. Esa Verdad que nosotros con cinco sentidos no podemos ni siquiera intuir.

Mi tercer parto fue una niña. En honor a mi madre fue bautizada con el nombre de Beatriz. Mi primera hija nació sana, pero la confusión sobre nuestra precariedad saludable persistía.

Transcurrido un año del nacimiento de mi primera hija, se conocieron las veleidades de aquella enfermedad que nuestro primogénito padecía. Sólo los hombres estaban expuestos a contraerla. Las mujeres, en cambio, únicamente podían transmitirla.

Para entonces Alfonso era ya un hombre hundido en depresiones, cuyos desgarros no sólo modificaban su carácter, sino que también frustraban sus intentos de regenerar la ya tambaleante política del país.

En ocasiones le oía lamentarse de que todo en España era una nave que hacía aguas. También nuestro matrimonio se tambaleaba. Algo parecido al iceberg que hundió al Titanic comenzaba ya a hundir nuestra convivencia. Me dolía comprobar que nuestras separaciones eran cada vez más frecuentes y que un velo tupido se interponía entre nosotros para mermar y velar nuestras habituales espontaneidades y confidencias.

Pese a las dudas y certezas que iban empañando nuestra precaria fusión amorosa, tuvimos cuatro hijos más. Tras la primera niña, nació otro varón. Pero nació muerto.

Ver aquel cuerpecito extraviado en silencio y en ausencia de latidos fue como si mis propias palpitaciones fueran abandonándome para traspasar su corazón y obligarlo a vivir. El dolor que me producía contemplar al recién nacido, convertido en una imitación de niño sin más señal de existencia que una irremediable inmovilidad, estaba partiendo mi vida en dos. Creo que jamás me sentí tan sola ni tan culpable como en aquellos momentos. Todo en mi entorno era gris, vacío. Infinidad de ideas tenebrosas se apiñaban en mi mente. Incluso llegué a imaginar que aquellas continuas desgracias se debían a un castigo divino por haber renegado de mi antigua religión.

Precisaba desahogarme, explicar aquellas terribles vibraciones mentales que me estaban atormentando cada vez que contemplaba aquella cuna vacía. También toda yo era un vacío. Ser madre sin sostener en los brazos al recién nacido es como trastocar y romper los esquemas de un destino que, habiendo sido tan valioso, se empeñara en ser implacablemente cruel.

Sobre todo necesitaba hablar con Alfonso, tenerlo al lado, contagiarle mi dolor. Los dolores compartidos siempre disminuyen los flagelos de las tristezas. Pero Alfonso no estaba en Madrid. Mi tío Eduardo había muerto y el rey de España se había desplazado a Londres para asistir al funeral. Pienso ahora que la amabilidad que había desplegado Alfonso durante mi enfermedad era debida a cierto amago de remordimiento que podía experimentar cuando una de las niñeras de nuestros hijos, Beatriz Noon, dio a luz una niña que, según todos los indicios, era también hija de mi marido. A pesar de todo, yo me resistía a dar como verídico lo que me empeñaba en considerar rumores malintencionados. No podía admitir que aquel bello romance, gestado en Biarritz y realizado luego en Madrid, se hubiera convertido en un vertedero de desilusiones. Todavía esperaba. Todavía cedía a la esperanza de recobrar lo que a todas luces era ya una guerra perdida.

Nació nuestra hija Cristina, nació Juan y nació aquel niño que, siendo un punto final en mi difícil oficio de madre, fue también un nuevo principio de aquel terrible maleficio que estigmatizaba a nuestro primogénito.

Lo supimos enseguida. Gonzalo era de nuevo el vértigo de lo que no puede remediarse, de lo que no admite quejas ni soluciones.

Por aquella época Bee y su marido Ali se habían instalado en España tras obtener los indultos requeridos y recuperar las prebendas retiradas.

El regreso de mi prima fue para mí como recobrar un apoyo que, siendo vitalicio, los torpes manejos políticos me lo habían escamoteado.

Bee, desde la infancia, había sido como un segundo yo que jamás podía fallarme.

Tenerla de nuevo en Madrid suponía notarme apoyada y custodiada. Con ella era fácil abrir mis cajas de caudales internas y volcar (sin miedo a ser traicionada) todo lo que desde que me había casado iba sucediendo.

Aunque dominante, Bee sabía escuchar. Opinaba y me facilitaba desfogarme a gusto. La devoción que decía experimentar por su marido era la mejor garantía de que jamás iba a traicionarme.

Alguna vez Alfonso, cuando le hablaba de ella con entusiasmo, se retraía como si mis alabanzas y puntos de vista positivos lo molestaran. Era difícil para mí comprender aquella extraña actitud. No admitía que mi marido se hiciera el remolón cuando yo le exponía mis incondicionales opiniones relacionadas con Bee.