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«Es buena, es inteligente, sus dibujos y pinturas la definen», le insistía yo a Alfonso. «Además, su sentido del humor puede con todo lo que amenaza descargar malas intenciones.»

Pero Alfonso no reaccionaba. Permanecía impasible. Incluso producía la impresión de que mis constantes halagos dedicados a mi prima lo molestaban.

Consternada por la terrible noticia relacionada con mi recién nacido hijo, Gonzalo, le pedí a Bee que no me dejara sola, que su presencia era para mí mucho más que un apoyo. Era también mi confidente, mi fuerza moral.

Especialmente, cuando tuve noticia de la muerte de mi hermano Mauricio, al poco tiempo de empezar la guerra de 1914. Ni un solo día Bee se separó de mi lado. Incluso su forma de tratarme era distinta. Ya no pretendía ser la primera en todo. Antes al contrario, sumisa y desplegando amabilidad, no dejaba de ofrecerse para ayudarme a salir a flote y restaurar con sus demostraciones de afecto los frecuentes batacazos que, a medida que mi familia aumentaba, no cesaban de perforar cada vez más el hueco que nos iba separando a mi marido y a mí.

Bee me tranquilizaba: «No te preocupes, Ena. Alfonso te sigue queriendo. No debes hacer caso a los rumores de la nobleza. Son envidias. Puras envidias».

Era imposible aceptar lo que ella aseguraba. Pero también era imposible imaginar que, tras aquellas afirmaciones, pudieran esconderse intenciones con trayectorias erróneas. Por entonces Bee y su marido se alojaban en El Pardo. Y nuestros contactos eran prácticamente diarios.

El Pardo constituía nuestro lugar de encuentro por aquellas fechas. En cuanto podía me dirigía allí para montar a caballo con ella, disertar sobre el pasado y confiarle, sin el menor reparo, mis interioridades de aquel presente que, a mi entender, iba siendo cada vez más oscuro y preocupante. No obstante, Bee parecía feliz. Por fin su marido, Ali, cumplía ya el sueño de llevar a su hijo Álvaro sentado sobre sus rodillas para pilotar con él el avión desde el aeródromo de Cuatro Vientos.

La mayor ilusión de Ali era volar, realizar proezas más allá de lo normal. Era su forma de sentirse importante ante su propia mujer.

No podría asegurar cuándo surgió aquel leve brote de sospecha relacionado con Bee. A veces el tiempo transforma los recuerdos y los hechos se deforman en imágenes falseadas.

Las minucias se agrandan y los horizontes se achican. Saber la verdad en esas condiciones es como balancearse en columpios: se sube y se baja en sensaciones constantes pero distintas.

También resulta difícil saber cuáles fueron los hechos primeros que las dudas nos señalan.

En este mundo «querer saber con exactitud» lo que a todas luces son realidades supone siempre entrar en el terreno de las especulaciones. La realidad de todo es siempre un fragmento de algo. Pero se trata de un «algo» sin exactitudes.

Por eso cuando yo, tras el aborto que tuve y que me dejó postrada durante algún tiempo en la cama, me vi obligada a restringir nuestros constantes encuentros con los primos Orleáns, ni por asomo quise dejarme llevar por aquellos extraños y delimitados brotes de dudas.

Al contrario. Más de una vez le supliqué a Bee que tratara de acompañar a mi marido en los habituales paseos a caballo que en aquella época solíamos practicar los tres. Estaba convencida de que la única mujer que jamás podía traicionarme era ella.

Ni en sueños podía suponer que algún día tendría que enfrentarme con una Bee transformada en enemiga. Hubiera sido lo mismo que enfrentarme conmigo misma: cerrar todas mis salidas hacia mi propia fidelidad y, sobre todo, convertirme en una criatura despreciable.

Sin embargo, poco a poco, las continuas muestras afectuosas de Bee con los aliados incondicionales de Alfonso: Pepe Viana, Someruelos y Almodóvar, eran para mí pinchazos casi dolorosos que abrían zanjas difíciles de rellenar en mis seguridades afectivas y leales.

Viana y Bee eran ya grandes amigos. Mejor dicho: aliados. Juntos visitaban a menudo lugares destacados, como el estudio del pintor Pous, para admirar el retrato recién pintado de mi marido. O trataban de que las hijas de Viana se esmerasen en hacerme compañía o montar conmigo a caballo, como si el hecho de aceptarlas como compañeras asiduas garantizara oscuros manejos entre ambos.

También visitaban juntos el estudio del pintor Benedito, que a la sazón estaba realizando otro retrato de mi marido. Fue entonces cuando mi prima comenzó a parecerme de nuevo la mujer dominante de siempre, la que desde la infancia pretendía en todo momento ser la primera.

Lo comprendí cuando, al reponerme lentamente de mi aborto, comenzó a buscar excusas para alejarse de mí. Siempre surgía un motivo que le impedía acompañarme.

En cierta medida fue mi suegra la que de un modo indirecto, pero abogando en mi defensa, se encaró con mi prima para reprocharle valientemente ciertas formas de actuar que no encajaban en un comportamiento propio de una lealtad que yo consideraba sincera. Pero de ello tuve noticia más tarde.

Por aquellas fechas los primos Orleáns veraneaban con nosotros en el palacio de Miramar y, aunque con cierta tirantez, nuestro convivir era normal.

No obstante, mi suegra, aunque parecía impasible, no dejaba de darme a entender lo que según sus puntos de vista era totalmente perjudicial para nuestro matrimonio.

Comprendió pronto lo que yo únicamente intuía: Bee no sólo pretendía atraer al hombre que años atrás la había descartado como esposa, sino que no vacilaba en unirse a la larga lista de damas a mi servicio para conseguir del rey lo que yo estaba ya perdiendo como reina.

A su modo y con una apariencia bastante más atractiva de la que poseía la siempre ignorada doña Sol de Santoña, hermana del duque de Alba, trataba de granjearse la intimidad de Alfonso intrigando a su favor y proporcionándole todo lo que podía satisfacerlo.

Fue una época de aguante que algunos debieron de imaginar ceguera por mi parte. Pero no tardé mucho en encajar cada una de las hipocresías que iban surgiendo a modo de halagos, incluso recubiertas de atenciones hacia mí, por supuesto disfrazadas de requerimientos que, aunque parecían verídicos y reales, no lo eran.

No. Jamás me inmuté por aquellas insidias que pretendían desacreditarme ante mi marido y en cierto modo justificar sus frecuentes depresiones que seguramente crecían no sólo porque su conducta era cada vez más lamentable, y él se debía de notar avergonzado de sí mismo, sino porque el país iba desangrándose más allá de una apariencia que parecía próspera pero que en las retaguardias de la verdad exhalaba cierto aire pestilente propicio a empapar la sequedad de la tierra española con chorros de lágrimas.

Lo esencial entonces era taponar agujeros que de pronto se abrían a modo de avisos. Luego estaba la necesidad de olvidarlos, de imaginar que sólo eran ráfagas sin importancia, las cuales Alfonso pretendía minimizar con sus desfogues clandestinos, dejándose arrastrar por adulterios esporádicos que nunca alcanzaban suficiente solidez y permanencia para que yo llegase a alarmarme.

Aunque las noticias que me alcanzaban se acoplaban perfectamente con la conducta de mi marido, todavía me resistía a creer que Bee, mi querida y sólida amiga de la infancia, podía llegar a convertir en basura todos los recuerdos más sobresalientes de nuestra bella historia en común.

De pronto lo dudoso e incierto tuvo su estallido particular cuando mi suegra, inmersa siempre en sombras y cerrada a cualquier intromisión, tuvo la valentía de encararse con su hijo y le forzó tajantemente a que firmase un decreto de expulsión de España para los infantes Orleáns.

A fin de evitar escándalos que hubieran podido afectar gravemente al país y las buenas relaciones políticas con Inglaterra, se encubrió la expulsión con una cobertura oficiaclass="underline" se nombró al infante (ya capitán) agregado a la Embajada española en Berna. Y desde entonces nuestros queridos primos Orleáns Sajonia-Coburgo organizaron su vida entre Suiza y Gran Bretaña.