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Mucho tardaron los infantes en regresar a España y, por supuesto, lejos de instalarse en Madrid fijaron su residencia en Sanlúcar de Barrameda.

Desde entonces nuestros encuentros fueron siempre breves y escasos. Tanto Bee como su marido se mostraron conmigo como si entre nosotros no hubiera existido un sonoro y definitivo punto y aparte.

Me pregunto ahora si aquella actitud tuvo algo que ver con la decisión de Bee de cambiar su religión por la fe católica.

Lo ignoro.

De vez en cuando nos escribíamos. Y en nuestras cartas continuaba el trato iniciado cuando entre ella y yo prevalecía un cariño especial que jamás pudimos suponer que acabaría convertido en algo muy parecido al odio.

***

Pepita Rich me advierte de que nuestro recorrido por la ciudad debería abreviarse:

– Recuerde Vuestra Majestad que a las doce está prevista su visita a la Cruz Roja.

Mi escapada hacia el pasado debe acabarse. En cierto modo no me noto excesivamente defraudada. El Madrid que abandoné hace treinta y siete años nada tiene que ver con la ciudad que acabo de recorrer.

La muerte de casi todo ha engendrado una vida que, aunque encorsetada por un dictador, está condenando al olvido pedazos de historia que sólo yo puedo evocar. Ni siquiera quedan trazos de aquella Guerra Civil que Alfonso quiso evitar cuando renunció al trono. Madrid es ahora una metrópoli que, pese al aislamiento de una Europa que prácticamente la ignora, juega a ser una capital fortalecida y civilizada. Las casas han borrado los rastros de aquellos tres años de luchas que tanto dañaron la incipiente majestuosidad madrileña que ya empezaba a brotar cuando comenzó nuestro exilio.

Los árboles, aunque despojados de brotes por un febrero frío, se mantienen erguidos y vitales. En ocasiones el tiempo se alía en destruir lo destruido con la generosidad que el pasado exige. Nada importa que lo que se perdió nunca regrese. Lo que verdaderamente cuenta es el futuro. Es precisamente ese futuro lo que promueve en estos momentos un presente inesperado.

La señora Rich me señala esos ríos de gentes que se aproximan al palacio de Liria para ver cómo su anciana reina va a trasladarse al lugar donde se alza la Cruz Roja. Nadie de los que nos rodean sabe que yo, de incógnito, los estoy observando.

Para evitar barullos y desconciertos, le pido al conductor del automóvil que se detenga en la puerta trasera del palacio de los Alba.

También ayer, cuando me dirigía a Zarzuela para amadrinar junto con mi hijo Juan a mi bisnieto Felipe, las vías urbanas por donde mi coche debía pasar se hallaban atestadas de multitudes que se hartaban de aplaudir y lanzar vítores entusiastas a una mujer que durante veinticinco años fue considerada su reina.

Especialmente en la Castellana, las multitudes se apiñaban desde hacía varias horas a fin de poder echar sobre aquellos temores de olvido (que al salir de Montecarlo tanto me inquietaban) pruebas rotundas de que a veces el tiempo no sólo no destruye recuerdos, sino que los aviva.

Creo que nunca como entonces mi amor por España fue tan grande. Ya no se trataba de que los españoles fueran o dejaran de ser monárquicos. Lo esencial en aquellos momentos era que los españoles, pese a todas las insidias y equívocos que se habían gestado en torno a mi persona, continuaban queriéndome como yo siempre los quise a ellos.

No sabría explicar cuál era la auténtica razón de nuestros sentimientos compartidos. Lo importante era que los hechos estaban poniendo de manifiesto nuestras mutuas compenetraciones.

En los principios, el amor por mi futura patria tal vez se debiera al amor que yo experimentaba por Alfonso. No obstante, los sentimientos no suelen ser estáticos. Evolucionan. Adquieren matices distintos.

Matices que también las reinas pueden experimentar. Y poco a poco fui amando a España por mil causas diversas que se fueron metiendo alma adentro, sin darme cuenta de que me estaban atrapando para siempre.

En cierta ocasión Grace me dijo que, si no tuviese que vivir en Montecarlo, viviría en España. No le pregunté por qué. No precisaba respuesta. Si para Grace España era un país que se ajustaba a sus conveniencias sensitivas, para mí era un amor. Un simple amor sobrecargado de cualidades y defectos, aciertos y desaciertos, verdades y mentiras, y muchas cosas más que se contradecían y hasta se asediaban. Pero que también se adentraban en lo más profundo de la vida y allí se quedaban sin que las heridas que podían causar dañaran de muerte al sentimiento. Fue más tarde cuando supe que Grace y Rainiero habían pasado su luna de miel en España.

El conductor trata de sortear inteligentemente los muros humanos que acorralan la verja principal del jardín del palacio, y a pocos metros de la puerta trasera se detiene para que la señora Rich y yo podamos entrar a escondidas en el edificio.

Instalada en mis aposentos, trato de arreglarme. Petra y Pilar me ayudan a vestirme.

Sentada ante el tocador, contemplo a una mujer de cabello blanco que, aunque algo fatigada y todavía emocionada, procura borrar aquellos ligeros brillos que ciertos lagrimeos disimulados han dejado en sus mejillas.

Elijo un vestido negro y un sombrero del mismo color. Luego difumino la austera oscuridad de mi aspecto con tres ristras de perlas gruesas, para sujetar de algún modo la piel un tanto desvencijada de mi cuello.

– Por favor, los pendientes.

Son también dos perlas blancas como mi collar y como mi cabello.

Una vez arreglada, los Alba y la señora Rich me acompañan hasta la puerta. El coche nos espera con el chofer debidamente uniformado, y la multitud que se apiña en torno al palacio de Liria rompe a gritar vivas a una reina que se dispone a recuperar una parte importante de su vida, cuando inauguró el gran edificio de la Cruz Roja.

Fue esa institución la que abrió el camino hacia una serie de organismos destinados a beneficiar a los marginados sociales. Era doloroso comprobar cuántas sorderas permitían que la vida fuese, para una gran mayoría, continuos motivos de pequeñas muertes y grandes desánimos.

Los principios no fueron fáciles. Las novedades que nos eximen y retraen de las comodidades gratuitas nunca lo son. Comprendí que, ante todo, había que ser consciente y comprender que «ayudar» también exige «prepararse» a prestar ayudas.

No basta acercarse a los desposeídos y marginados desde las esferas propias de las que se consideran «damas generosas». La generosidad cuando se reviste de prestancias altivas es más un insulto que una eficaz tarea de sencilla colaboración.

De ahí mi empeño en crear escuelas para aprender a nivelar contactos, despojarse de alturas ofensivas y tratar de frenar (de los que ayudan a los que reciben esa ayuda) las acostumbradas humillaciones que suelen exigir los agradecimientos.

Lo esencial era, ante todo, vencer la insolencia adobada con sonrisas benévolas y dejar de agraviar al que recibe ayuda con altiveces.

Por eso, al tiempo que se alzaban los edificios destinados a socorrer enfermos, heridos o cualquiera que precisara atenciones, consideré necesario crear escuelas capacitadas para enseñar que la elegancia ostentosa y agresiva no es la mejor amiga de la caridad. Y que la caridad que se envanece de serlo se convierte en la más lamentable demostración de orgullo.

Para reforzar esos puntos de vista no dudé en enviar a mis propias hijas a dichas escuelas.

Estoy viendo ahora a Beatriz, la mayor de ellas, inaugurando en el hospital de San José y Santa Adela el curso de enfermeras que debían prestar servicio en la Cruz Roja.

Para ella no fue un acto de servicio. Fue un aprendizaje no sólo de atención al enfermo, sino una forma de saber cómo despojarse de su categoría de infanta para transmitirla de un modo natural a la persona que necesitaba recibir sus cuidados.

Fue precisamente en uno de aquellos cursos, siempre asistidos por religiosas y un nutrido personal médico, cuando conocí a Rosario Agrela, ya casada con Jaime Lécera y madre de dos hijos todavía pequeños.