Hacía poco que mi marido, por tratarse de una mujer joven con grandeza de España, la había nombrado dama de honor a mi servicio. Especialmente porque su suegro fue gentilhombre de Alfonso y veló con otros grandes de España mi último sueño de soltera.
Debo admitir que desde el primer momento Rosario se me antojó un elemento muy valioso para las tareas que debía emprender. Conocedora de los esfuerzos que estaba yo realizando para despertar las conciencias de las damas que me rodeaban y de que al exponerles mis proyectos parecían escuchar cantos de sirenas sin sentirse atraídas por ellos, Rosario, mujer avispada, se esforzó en asumir en gran medida los esfuerzos que en la mayoría de las damas que debían colaborar en mis propuestas se quedaban en simples apatías y cooperaciones de poca monta.
Rosario no. Rosario desde el primer momento aceptó la misión de ser útil en las tareas que yo planeaba y asumió ella sola lo que las demás ni siquiera eran capaces de asimilar.
Parece que la estoy viendo: menuda, ágil, echando a broma seriedades ridículas, adivinando problemas antes de que surgieran y todo ello envuelto en una gran sencillez y naturalidad.
No en vano, cuando al estallar la Guerra Civil en España se trasladó al frente de los nacionales, aquel empuje de mujer inteligente y generosa, prestando sus servicios de enfermera bien aprendidos en tiempos de paz, vio reconocidos sus méritos al otorgársele condecoraciones que, en aquel tiempo, solían reservarse a los hombres.
Rosario fue condecorada con la Cruz del Mérito Militar, la Medalla de Campaña, la Medalla de Oro de la Cruz Roja, la Gran Cruz de Mehdauia y además fue oficial de la Legión de Honor francesa.
Nunca su recuerdo dejó lastres adversos cuando ella y su marido compartieron mi exilio. Desde el primer encuentro hubo entre Rosario y yo una especie de chispa positiva que aceleró nuestra comunicación amistosa sin barreras confusas ni obstáculos abyectos. Nada en ella atufaba a lisonjas superfluas, halagos fatuos y torpes cobas que desgraciadamente abundaban en la mayoría de las damas que solían rodearme.
Rosario era natural. Poco dada a los elogios vanos y muy dispuesta a mostrarse tal como era: amable pero no rastrera, bromista pero también severa si las circunstancias lo exigían.
Jamás tuve una amiga tan sincera y leal como ella. Sobre todo cuando las circunstancias adversas lo pedían.
Fue una amistad que se mantuvo incólume y perfecta durante siete años.
Luego todo lo que nos había unido se perdió como se pierden las joyas más valiosas en un naufragio. Resulta difícil mantener en el mismo nivel de perfección lo que en ciertas circunstancias parece sólido, cuando la vida se va deshaciendo en trastoques inesperados.
Todo cambia a lo largo de los años. Nada puede mantenerse exacto cuando las veleidades del tiempo transforman los acontecimientos. Las amistades se diluyen como se diluye el ser humano según acepta o desdeña las propuestas que la vida le va presentando.
Lo que no cambia es el recuerdo de ciertos instantes especiales: las frases que nos llegaron al alma y también las ilusiones que insensatamente consideramos eternas.
Eso fue lo que en cierto modo me ocurrió cuando conocí a Jaime Lécera, el marido de Rosario.
Aunque los años se presten a caer en el olvido, a medida que modifican rutas y cambian fronteras internas, los matices de lo que se incrusta en el alma jamás pueden olvidarse.
Lo evoco ahora en uno de aquellos saraos que solían celebrarse en palacio a partir de 1914.
Eran reuniones inofensivas que me permitían escapar de las rigideces que mis composturas como reina me exigían. Al principio sólo se trataba de invitados conocidos: Jimmy Alba, los Montellano y muchos otros que venían integrándose desde siempre a los eventos más o menos íntimos de palacio.
Fue muchos años más tarde cuando el joven matrimonio Lécera se unió a nuestras reuniones y veladas, sobre todo gracias a las acertadas actuaciones de Rosario en los trazados que yo venía proyectando tras practicar varias veces y en distintos asilos aquellas «obras de caridad» que a mí se me antojaban «obras de soberbia».
Me veo ahora repartiendo panes a los indigentes que llegaban al asilo de Santa Cristina o al hospicio de Santa María y al de San Bernardino, y vuelvo a notarme avergonzada de visitar la inclusa o el lamentable sanatorio antituberculoso situado en el barrio de Loyola de San Sebastián, únicamente para demostrar que su reina estaba con ellos.
Recuerdo que en los asilos y hospicios que visitaba las monjas me ofrecían un enorme delantal para cubrir mi vestido, como si con él me estuvieran protegiendo de alguna vergonzosa suciedad.
A mi juicio, la vergüenza consistía en el montaje que suponía mostrar al sector más pobre del país la triste grandeza de una reina al «rebajarse» a dar limosnas que caducaban el mismo día de su entrega.
Más de una vez le había confiado yo a Rosario que tener derechos implica asumir deberes. Ella opinaba como yo.
Le gustaba analizar la vida a mi modo. Nunca se dejó llevar por «grandezas» huecas de contenidos sin sentido. Recuerdo que en cierta ocasión, cuando, dos años después de conocernos, se apoderó de España la república, Rosario me dijo una frase que nunca he olvidado: «Los planetas fueron astros. Los astros actuales serán planetas».
Se refería a que el astro republicano, tal como había irrumpido en la vida española, era imposible que pudiese durar. «Todo es un constante desvío en la incierta capa de la tierra», añadió Rosario.
Resultaba difícil asimilar que una mujer tan joven como entonces era ella pudiera acumular en su cerebro tal cantidad de soluciones profundas.
Algo había en aquella mente que no se correspondía con la educación ñoña y excesivamente idealista que había recibido de sus padres.
Cuando conocí a su marido Jaime se lo dije: «Tienes una mujer excepcional». «Estoy de acuerdo», contestó él. «La mente de Rosario es superior a su edad.»
Supe entonces que mi dama de honor favorita tenía veintiocho años. Por entonces yo iba a cumplir cuarenta y uno. Pero nuestra diferencia de edad no fue obstáculo para que entre nosotras surgiera una comunicación abierta, afable y profundamente amistosa.
El año en que su marido y ella entraron en mi vida fue rico en acontecimientos novedosos. Brillaba estrepitosamente la negra claridad de Joséphine Baker y la cantante española Raquel Meller enamoraba a medio mundo con su voz de niña pequeña. El cine mudo abrió las puertas a las «películas parlantes»: así las llamaban entonces. Maurice Chevalier dejó de ser un cantante francés para convertirse en un actor internacional arropado por Hollywood. La intérprete Lillian Gish arrasaba, y las tiendas se llenaron de cartones coloreados con las efigies de los actores y actrices más sobresalientes de aquellos momentos.
Recuerdo que mis hijos mayores coleccionaban aquellos rostros con la misma fruición que, en mi adolescencia, se coleccionaban postales.
Era un ritornelo que me obligaba a meditar: en cierto modo aquella afición removía mis entrañas. También yo coleccionaba postales. ¿Para qué? En el fondo aquella moda fue un pretexto del destino para convertirme en una reina desposeída del único reinado que precisaba: saberme querida por el hombre que elegí como marido.
En ocasiones aquellas películas sin subtítulos causaban comentarios poco favorables: «Los sonidos van a estropear la magia del cine», decían algunos aficionados. Para ellos no era previsible que la industria cinematográfica pudiese avanzar más allá del silencio, sólo interrumpido por el sonido de un piano que el pianista tecleaba según las exigencias del guión.
Jaime no opinaba así. Jaime no poseía una mente estancada. Desde que comencé a tratarlo, comprendí que aquel hombre alto, de mirada clara, cuya frente parecía copiada de una estatua romana, con un rictus propio de los seres pacíficos que no vacilan en reírse de sí mismos cuando se equivocan, era la antítesis de Alfonso. Él jamás se hubiera enamorado de una mujer por intercambiar postales con ella.