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Nunca he olvidado su voz. Ni su forma de hablar pausada y de tonos bajos. Tampoco he olvidado su sonrisa como extraída de un proyecto de serenidades y comprensiones. Me resulta difícil recobrar ahora todo lo que aquel hombre acumulaba en su modo de ser. Únicamente puedo asegurar que en él coincidían todas las armonías de las inteligencias que yo siempre había considerado necesarias para completar un modo de ser atractivo.

En cierta ocasión se lo dije: «Tú agrupas todo lo que se precisa para que tus inteligencias armonicen».

No entendió lo que pretendía explicarle.

Procuré ser concisa. Le expuse que a mi entender el ser humano no poseía una sola inteligencia. «Se puede ser muy inteligente en lo meramente intelectual y muy torpe en las cosas esenciales de la vida», le dije. «A mi modo de ver, existe la inteligencia del estudioso, pero si lo que aprende no se nivela con lo que la vida enseña su inteligencia no sirve para armonizar otras inteligencias propias.»

A continuación le añadí un sinfín de factores inteligentes que la gente no solía detectar. Por ejemplo: el trato con los demás, la serenidad, el modo de exponer los puntos de vista, la forma de soportar lo que nos desagrada, el rechazo de mostrarnos prepotentes, memorizar lo que molesta para no esgrimirlo, callar cuando el hecho de hablar puede ser impertinente, moverse sin utilizar ademanes torpes, evitar los tics, reír sin estridencias, toser con recato, estornudar silenciosamente y muchos factores más que si se armonizan entre sí podían convertirse en un auténtico elemento de seducción.

A medida que yo hablaba, Jaime me miraba con cierto aire de guasa. Pero su cabeza asentía; me daba la razón. En los siete años que tuvimos ocasión de tratarnos, ni un solo instante detecté en él un ligero fallo que fomentara en mí la terrible amenaza que caracteriza los desencantos. Durante dos años antes de que se proclamara la república, él y Rosario fueron mis verdaderos apoyos en los trances graves que no sólo amenazaban mi vida, sino también la estabilidad del país.

Las crispaciones eran constantes; se desbordaban en las universidades, en las reuniones callejeras, en las noticias de los periódicos.

Más tarde, cuando fue preciso desvirtuar trazados intocables para estabilizar el desequilibrio de España, incluso la nobleza parecía dividirse: estaban los que alababan a Primo de Rivera por haber decretado como un mal menor la dictadura y, por el contrario, estaban los que acumulaban enojos causados en gran medida por la indudable falta de libertad que aquella dictadura causaba a los ultraliberales.

Las dudas de Alfonso eran grandes. No obstante, Primo de Rivera acabó convenciéndolo: «Si Vuestra Majestad viera que un hijo suyo iba a precipitarse al vacío, ¿no lo salva ría aunque tuviera que agarrarlo por los pelos o por un miembro cualquiera, presto a ser quebrado? ¿Qué es mejor, dejar que España se desangre lentamente por manejos anarquistas o imponer ciertas rigideces a costa de evitar constantes desafueros?».

Fue más o menos en aquella época cuando, al margen de las preocupaciones que se amontonaban en la vida política de mi marido, una nueva caída en picado vino a confirmarme que Alfonso se hallaba preso en una trampa que llevaba años atenazándolo. No era un capricho aislado, se trataba de un amor imposible pero verdadero. Era una mujer que, por la edad, podía ser su hija.

Aquella nueva infidelidad de Alfonso no era como las otras. La elegida triunfaba en el teatro y toda España la admiraba por su belleza y su talento.

Antes de la dictadura, España fue asimilando poco a poco aquel nuevo comportamiento del rey. Pero los celos de las damas desairadas no cayeron en saco roto. Se acabaron los pequeños coqueteos con la nobleza femenina y por ende monárquicos. Hubo algún enfado, muchas críticas y grandes rencores que agravaban día a día la inestabilidad de la corona.

En medio de aquel enorme desaguisado, el presidente de Ministros, Eduardo Dato, cayó asesinado por tres anarquistas.

Lo que al principio fue sólo un suceso doloroso pero no excesivamente preocupante se convirtió enseguida en un reguero de críticas malintencionadas. Se multiplicaron los conflictos hasta convertirse en verdaderas guerras internas causantes de suspicacias y comentarios destructivos. Aumentaron los crímenes, los atentados, los desacatos y las amenazas. Era imposible frenar tantos desafueros sin utilizar mano dura.

Entonces yo todavía navegaba por las aguas turbias de la soledad que se estrellaban contra muros precarios y poco amistosos. Los Lécera no entraron en mi vida hasta el año 1929.

Las noticias que me llegaban eran todo menos alentadoras. La vida española se bamboleaba. Perdía su derecho a la estabilidad. Alfonso ya no era sólo un hombre vencido por los acontecimientos políticos. También un impacto de intensa catadura moral y sentimental lo estaba derrotando día tras día.

Carmen Ruiz Moragas era ya su principal obsesión. Todo giraba en torno a ella, especialmente apoyado por Pepe Viana. Tras una época de tanteos aparentemente inofensivos, Alfonso se destapó abiertamente instalándola en una vivienda de cierto lujo, con un jardín donde más tarde sus dos hijos (María Teresa y Leandro) eran observados a distancia desde un misterioso carruaje por su abuela la reina María Cristina, acaso para convencerse de que aquellos nietos, pese a tener sangre real, eran totalmente sanos.

La casa se hallaba en la avenida del Valle, tenía dieciocho habitaciones, sótano, dos plantas y un torreón. Poseía dos jardines. El frontal se cubría de grandes setos de flores y algún árbol frutal. En el trasero se extendía un pequeño huerto con gallinero y un gran almacén para que la actriz pudiera guardar el vestuario que utilizaba en sus representaciones.

Todo eso lo supe a través de los chismorreos que circulaban por los pasillos del palacio. Nada más endeble que un secreto robusto y bien nutrido guardado por varios sectores de distintos grupos sociales.

Aunque la mayoría se perdían en el camino, los esenciales nunca dejaban de introducirse en mi vida. Y allí se quedaban como se quedan las cicatrices de una herida mal cura da. Las reinas no podemos permitirnos el lujo de airear nuestras llagas más dolorosas. Debemos admitirlas y administrarlas con la serenidad de los enfermos sedados, mientras se les está comunicando que van a morir.

Eso fue lo que en cierto modo experimenté cuando llegaron a mis oídos las noticias relacionadas con el gran amor que mi marido experimentaba por Carmen Ruiz Moragas. Muertes pequeñas que la conformidad sedaba. Un amor que con sus altibajos duró aproximadamente quince años. Supongo que, una vez en el exilio, Alfonso intentó convencer a la mujer que le había dado dos hijos para que se reuniera con él. Pero nunca lo logró. Carmen estaba ya enamorada del crítico literario Juan Chabás y mi marido ya no era el rey que enaltecía su calidad de preferida.

Al margen de todo ello, debo reconocer que el año 1929 enriqueció notablemente mi vida. Pese a las protestas y malestares que la dictadura causaba, España brillaba en el mundo entero gracias a las importantes Exposiciones Internacionales que tuvieron lugar en Sevilla y Barcelona.

Lo más avanzado se podía contemplar en los inmensos pabellones que se alzaban en Montjuïc o en la plaza de España de Sevilla. Recuerdo ahora la entrada de nuestro carruaje tirado por cuatro caballos bajo un sol tórrido que en mayo sólo es verdaderamente sol en una ciudad andaluza. Nuestro hijo Alfonso acababa de cumplir veintidós años. Pero su delicada salud le impidió presenciar lo que, a todas luces, constituyó un gran espectáculo.

Tampoco en la exposición de Barcelona pudo mi pobre enfermo formar parte del cortejo. Sólo nos acompañaron nuestro hijo Jaime y las infantas.

El acto solemne tuvo lugar en un majestuoso salón del Palacio Nacional, engalanado con tapices soberbios que representaban los principios de la conquista americana por los españoles. Aquel día se celebró un gran banquete en el palacio de las Bellas Artes.