Fue un año de grandes cambios en el mundo. Especialmente por el desplome que se avecinaba en la Bolsa de Nueva York.
No obstante, para mí el cambio más importante consistió en tratar por primera vez al hombre que supo salvar con apoyos y consuelos la nave que amenazaba naufragar en el océano siempre desierto de mi propia vida.
Esta vez el vehículo que aguarda mi salida del palacio de Liria para trasladarme al hospital de la Cruz Roja es un coche de lujo con un conductor uniformado y un policía vestido de lacayo.
Tras el jardín se amontonan infinidad de curiosos o amigos de la monarquía que en cuanto me ven salir por la puerta principal rompen a aplaudir y a vitorearme de nuevo.
Yo no ceso de saludar sonriendo a todos los que me aclaman. Pero la emoción continúa jugándome malas pasadas. Algo que se me agolpa en el pecho convierte mi sonrisa en un delator lagrimeo.
Me pregunto ahora qué hubiera ocurrido si en vez del desabrido retorno a España que el general Franco me impuso se me hubiera recibido con los protocolos y los homenajes propios de una reina. Creo que el entusiasmo que me rodea en este momento no hubiera sido superado.
Entrar en el recinto ha sido como adentrarme en un sueño tergiversado. Nada es igual a lo que yo dejé. Todo se me antoja distinto, pero también yo he cambiado. Los caminos de la vida nunca son rectos. Las circunstancias van sembrándolos de sinuosidades ineludibles.
Ni siquiera los hábitos de las monjas son como los que vestían cuando inauguré el local que estoy visitando. Alguna religiosa vieja se acuerda de mí, pero la mayoría son jóvenes.
Tampoco conocen la odisea de nuestro destierro, ni las vicisitudes del exilio, ni los horrores de la guerra. No obstante, la obra que yo había iniciado no sólo persistía sino que se había multiplicado.
Los militares me saludan firmes, los médicos me custodian, las enfermeras me sonríen como si contemplaran un pedazo de historia recuperada.
Pero de hecho nadie conoce a esa mujer de cabello cano que, a medida que se adentra en el hospital, tiene la impresión de que los que la aplauden y jalean únicamente la ad miran porque fue alguien importante hace ya muchos años. Estoy convencida de que nadie de los que en estos momentos me rodea sabe hasta qué punto la importancia que admiran me convirtió en un ser vulnerable y sumido en el desconcierto de tantos y tantos interrogantes que me acosaban.
¿Por qué me aplauden? ¿Por haber sido reina? ¿Por mantenerme viva? ¿Pueden ni siquiera sospechar la cadena de dolores que fue jalonando mi existencia? ¿Qué saben de esta pobre anciana que agradece con sonrisas una acogida calurosa?
Las miradas que me rodean sólo captan lo que capta una máquina fotográfica. Ninguna de ellas se adentra en lo que se oculta en el retrato articulado que están contemplando.
De mis caídas y mis flaquezas únicamente Dios es testigo. Sólo Él conoce a fondo mis «lejanías». Y aquel ayer intimista con todo lo que quedó atrás. También desconocen mis limitaciones, mis errores, mis ríos desbordados y mis imperdonables debilidades cuando en los últimos años de nuestro reinado decidí cambiar los propios esquemas para tratar de conquistar esa gran mentira que aquí en la tierra denominamos felicidad.
DÍA CUARTO
Sábado, 10 de febrero de 1968
Sentada en un cómodo sillón y flanqueada por el duque de Alba y la señora Rich, en la tarde de ayer recibí en el palacio de Liria a varios centenares de personas que deseaban verme y reiterar su fidelidad a la monarquía. Tres generaciones habían pasado desde mi obligada ausencia. Pero el homenaje que se me tributó parecía arrancado de los años en que llegué a España como prometida del rey.
De nuevo la sonrisa se balanceaba en mis labios por culpa de la guerra que la emoción declaraba a mi inmensa alegría. Pero me esforcé para no llorar.
La gente que me rodeaba no pertenecía sólo a la nobleza. También estaban los que ya viven olvidados en la retaguardia pero continúan queriendo y admirando a su reina.
Entre aquella emotiva colectividad de personas fieles a la monarquía descubrí a la genial mujer y artista que fue Pastora Imperio.
Cuando se acercó a mí le di un abrazo. También ella ha envejecido, pero en mi recuerdo su arte continúa vigente, joven y lozano.
Ella rompió a llorar descaradamente. La emoción de los artistas no tiene dique.
Le dije que no la había olvidado, que su arte siempre me pareció importante y que, aunque el tiempo pasa, el arte nunca muere, ni se borra, ni se arrincona en el desván de los trastos viejos.
Consciente de que nuestro encuentro estaba entorpeciendo la cola de la gente que deseaba saludarme, Pastora se retiró pronto tratando de sofocar sus sollozos.
Creo que, de todas las personas que ayer por la tarde vinieron a visitarme, fue Pastora Imperio la que produjo en mi alma la huella más profunda de mi retorno a España.
Al retirarme a mis aposentos, se lo dije a la señora Rich: «¿Sabes, Pepita? Me ha emocionado mucho ver a esa mujer. En mi juventud, Pastora era una institución muy destacada en el ambiente artístico».
De hecho, lo que de verdad me dolía era comprobar que, pese a haber sido alguien excepcional en su tiempo, en la actualidad, al igual que yo, Pastora es una vieja exiliada.
Su exilio no es como el mío, pero también existen destierros sin moverse de la tierra. El tiempo no sabe cooperar con lo que destaca. El tiempo es el gran aliado del olvido.
Tras aquella larga comunicación con los fieles que se adentraron en el palacio de los Alba para testimoniar su nostalgia de la corona, el doctor Nicod me abrumaba con sus constantes recomendaciones:
– Vuestra Majestad está abusando de sus fuerzas.
En vano le dije que las fuerzas morales suelen reforzar las endebleces físicas.
– En efecto, estoy cansada, pero a veces ciertas fatigas alegres son mucho más favorables para la salud que los descansos tristes -le dije al doctor.
Pero no conseguí convencerlo.
– Vuestra Majestad está muy delicada. No debe tentar al destino.
– Si el destino existe, nada puede ya torcerlo -le respondí.
Sin embargo, a instancias de los Alba, también anoche cené a solas en la salita contigua a mi dormitorio.
– Ahora ya no me importa morir -le dije al doctor-. He conseguido volver a España.
Al despertar esta mañana, me comunican que la mujer de Juanito me ha llamado por teléfono desde Zarzuela. Inmediatamente me he puesto en contacto con ella: me dice que está ya en condiciones de acompañarme con mi nieto a donde yo quiera.
Juanito está deseándolo. Le expongo mi proyecto:
– Me gustaría visitar la iglesia de los Jerónimos, volver a pasar por la calle Mayor y recorrer con vosotros todo lo que viví el día de mi boda.
Sofía comprende. Sofía es una mujer excepcional. Aunque los designios del General son siempre arcanos que se disfrazan de indecisiones, la lógica me da a entender que mi nieto Juanito algún día será Príncipe de Asturias. Lo merece. Es inteligente, tenaz y sobre todo ama su tierra como la amó su abuelo y, actualmente, la ama su padre.
No obstante, resulta precario penetrar en los insondables propósitos del dictador. Ni siquiera mi hijo, señalado por su padre como legítimo sucesor de la corona cuando él muera, ha podido tener de Franco respuestas fidedignas y bien argumentadas.
Tras la renuncia del hasta entonces heredero, por su enfermedad y su triste boda con la cubana Edelmira Sampedro, de origen mulato, mi marido consiguió que nuestro hijo Jaime, por haber estado casado por segunda vez también morganáticamente y verse afectado por una sordera incurable, renunciase lógicamente a ser rey. Renuncia que afectaba asimismo a sus dos hijos: Alfonso y Gonzalo, habidos en su primer matrimonio con Emanuela de Dampierre.