Quedaba Juan. Según todo lo previsto, es Juan quien por decreto real deberá ser considerado rey cuando llegue el momento de restaurar la monarquía.
Pero el General da largas. No acaba de decidirse. La falta de un trono no le afecta demasiado. De algún modo ha conseguido que su dictadura tenga matices de un reinado totalitario cuyo rey sin corona es él.
Habrá que esperar a que Franco muera para que Juan pueda asumir sus derechos bien asentados por mi marido. De momento mi hijo Juan continúa en Estoril, donde se instaló con su familia para estar cerca de España.
También la vida de ese hijo mío ha sido muy dura. Los «ingratos día a día» de nuestro proseguir por el exilio siempre son susceptibles de sorprendernos con algo horrible por lo inesperado: ese tipo de contratiempos que, de puro crueles, se nos antojan ficciones destinadas a desmontar los principales contrafuertes de nuestras vidas.
Como todo lo que destruye sin derecho a un remedio, llegó de improviso como llegan los huracanes que lo arrasan todo.
Olvidar aquel dolor nunca ha sido posible. Las heridas del alma difícilmente cicatrizan. Siempre duelen. Sobre todo cuando los que las causan son dos seres queridos. Aquella vez los protagonistas fueron Juanito y Alfonso. Aquel niño inteligente y bondadoso que, rebosando vida, cayó fulminado por un disparo torpe de una bala que jugaba al escondite en manos de su hermano mayor.
Ambos creían que el arma, por lo antigua, estaba descargada. No podían sospechar que jugar con ella podía suponer jugar con la muerte.
La pérdida de aquel nieto mío me estaba arañando el alma con un dolor que negaba cualquier sosiego. Pero tal vez me dolió todavía más observar la desesperación de Juanito, sin consuelo posible, mientras aquella culpa que nunca tuvo se empeñaba en instalarse en su desconcertada inocencia: «He sido yo», me dijo cuando al llegar a Estoril lo abracé con fuerza. «No merezco consuelos. No merezco nada.» Se notaba culpable con el terrible peso de la inocencia destruida en mil pedazos.
¿Cuántos años de vejez prematura se instalaron en la todavía corta vida de mi pobre nieto? ¿Cómo convencerlo de que su enorme sufrimiento por aquel horrible suceso carecía de culpa?
Únicamente los años podían ir borrando lentamente la gigantesca impresión de culpabilidad que lo estaba trastornando. Pero lo que no puede olvidarse es el vacío que surge tras una impresión tan dolorosa: no admitía aceptar que aquel hermano querido, que soñaba alegrías, proyectos y esperanzas, ya no era, ya no estaba, y en cambio él continuaba viviendo como si la muerte de su hermano fuera sólo un incidente sin importancia.
Creo que nunca quise tanto a mi nieto Juanito como entonces. En él se iban acumulando todos mis amores perdidos en los socavones más destructivos de mi propia vida. Ver sufrir a un adolescente, con dolor de anciano, es algo incongruente, algo que no puede razonarse ni justificarse.
Y eso era lo que yo advertía en la inmensa desolación de mi nieto: una suerte de vejez prematura, una rampa por la que se iba deslizando hacia la equidad del abismo, sus sueños e ilusiones destruidos y sobrecargados de un remordimiento totalmente vacío de culpa.
Mucho debió de costarle a mi nieto Juanito recuperar su derecho al equilibrio.
Sólo el amor de la familia y la inteligencia serena con que fue tratado pudieron salvar las vaguedades envenenadas de dudas y certezas que, a medida que la vida transcurría, se le iban acumulando en los terribles insomnios nocturnos y en los sueños diurnos de un futuro que siempre para él se convertía en pasado.
Afortunadamente, la mujer que eligió como esposa es a mi modo de ver, y no creo equivocarme, un bello cielo sin nubes, un alma limpia capacitada para aceptar un futuro todavía disperso en vaguedades, y una placidez que no precisa estimulantes para sobrellevar los inesperados desasosiegos que ofrece el inestable fluir del futuro.
Pase lo que pase, tengo la convicción de que esa nueva nieta mía sabrá sortear con talento y una gran dosis de sencillez lo que el destino le depare.
Recuerdo ahora que a su boda en Grecia, todavía engrandecida por una monarquía que parecía estable, Bee no asistió. Sólo Ali, su marido, ya muy desgastado y con la mirada algo ida, estuvo presente en las dos ceremonias religiosas y en los banquetes que se celebraron aquellos días.
En cierto modo, su ausencia en la boda de Juanito me alegró. Aunque siempre fingí ignorancia de lo que hubo entre ella y mi marido, tras la expulsión disimulada que su actitud impuso, la desconfianza disfrazada de amistad fue la mejor manera de afianzar nuestro distanciamiento.
Cuando el matrimonio regresó a España se instaló en el sur, lejos de Madrid. Sin duda aquella lejanía propició que mis cartas fueran amables. De hecho la distancia que mediaba entre nosotros no obstruía una amabilidad que la cercanía hubiera mermado.
Por eso aquella misma noche, para cumplir una promesa que le hice cuando desde Lausana me fui a Grecia, le mandé un largo pliego explicándole con gran lujo de detalles la boda de mi nieto Juanito con Sofía de Grecia.
Ignoro si aquella carta la escribí para convencerme a mí misma de que su proceder con mi marido fue un falso rumor de gente con malas intenciones o si sencillamente lo hice para darle un poco de envidia. No lo sé. Bee ya no era la jovencita mandona y deseosa de ser la primera en todo. Tal vez mi carta, lejos de causarle envidia, le produjera un sano y sincero arrepentimiento. Llevaba ya mucho tiempo convertida al catolicismo.
Además, su salud andaba muy resentida. Cuatro años después murió en Sanlúcar y fue enterrada como católica en el convento de los Capuchinos.
Tampoco Jaime Lécera estuvo en la boda de Grecia. Nuestra comunicación, cada vez más escasa, era siempre telefónica.
Jaime llevaba ya mucho tiempo separado de Rosario. Instalado en Madrid con su hijo, ignoro dónde abocaba sus sueños ya desgastados por el horror de la Guerra Civil. Rosario, su mujer (aquella encantadora jovencita que tanto me ayudó en mis proyectos benéficos), se había instalado en Granada. Desalentada y moralmente destruida, se introdujo de lleno en la más lamentable y desarticulada bohemia. Consciente de su verdadera tendencia que durante años luchó para negarse a sí misma, se dejó llevar por la necesidad de olvidar dándose a la bebida y adentrándose en las cavernas por donde circulan los seres que sólo en el alcohol pueden paliar sus angustias.
Desprovista ya de los pilares que la engrandecían y atrapada por algo parecido a la confusión de sus propios impulsos, se unió a otra mujer de inclinaciones afines a las suyas. Aquellas afinidades que durante años trató siempre de ignorar y que yo inconscientemente desperté en ella, totalmente ajena al daño que podía causarle, no fueron obstáculo para que, durante mi exilio, la amistad y admiración que sentíamos la una por la otra se resquebrajara.
Ella no quería aceptar lo que la naturaleza la obligaba a ser. Pero sus tendencias contradictorias, años después, llegaron a difuminar sus deseos.
No obstante, Jaime nunca renegó de ella. Fueron amigos. Dos buenos amigos que cuando se unieron en matrimonio creyeron que los afectos amistosos podían ser también brotes de un amor sincero.
Soy consciente de que muchas malas lenguas, cuando tras proclamarse la república me separé definitivamente de Alfonso, trataron de adjudicarme una intimidad entre Rosario y yo que excedía la realidad y nos convertía en dos piezas de idéntica textura instintiva.
La falsedad de aquella afirmación no me alarmó demasiado. Ni siquiera trastocó el fluir de nuestra familiaridad. Con ella yo me notaba cómoda. Nunca me planteé el daño que podía causarme la indudable simpatía que yo experimentaba por aquel ser inteligente y sobrado de cualidades innatas.
Con Rosario era posible hablar, exponer situaciones y hasta extraviarnos las dos en conversaciones sinceras que en una mujer cualquiera hubieran podido ser adversamente resbaladizas.
Rosario sabía. Rosario comprendía la fascinación que, desde que nos conocimos, se produjo entre su marido y yo. Pero la gente precisaba más. La gente tiende casi siempre a deformar razonamientos que excedan ciertos extravíos de lo que puede convertirse en una realidad monótona.